Interesa al propósito de este examen saber cómo se efectúa la verdadera manipulación mediática. Circulan montones de artículos que hablan del asunto, más sin fundamento que con él, sin análisis ni evidencias que resulten satisfactorios, razón por la cual estos no pueden ser considerados como fuentes serias. En sí, el abordaje de este tema se ha hecho sin la debida propiedad en muchos espacios, pasando por alto los cuantiosos estudios realizados en psicología que no solamente esclarecerían dudas, sino que también ayudarían a evitar la propagación de mitos creídos todavía por el populacho, cuyos niveles de incultura ―mayor en unos países, menor en otros― pueden ser aprovechados por gurús para sembrarles conceptos erróneos de cómo funciona el mundo.
Entre estos gurús está un fulán Sylvain Timsit. No se encuentra información fiable de quién es ni cuál es su currículo académico, si es que tiene alguno. Lo que sí se sabe es que en el año 2002 publicó en Internet las Diez estrategias de manipulación mediática, llamado también Decálogo de la manipulación mediática. Con frenesí, este Decálogo se distribuye a menudo en sitios web de (extrema) izquierda, anarquismo, antiglobalización, pseudociencia, “post-verdad”, postmodernismo y teorías conspirativas. Así, las “estrategias” han gozado de suficiente popularidad como para merecer incontables traducciones, como la que citaré enseguida:
- La estrategia de la distracción. El elemento primordial del control social es la estrategia de la distracción que consiste en desviar la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las élites políticas y económicas, mediante la técnica del diluvio o inundación de continuas distracciones y de informaciones insignificantes. La estrategia de la distracción es igualmente indispensable para impedir al público interesarse por los conocimientos esenciales, en el área de la ciencia, la economía, la psicología, la neurobiología y la cibernética. “Mantener la atención del público distraída, lejos de los verdaderos problemas sociales, cautivada por temas sin importancia real. Mantener al público ocupado, ocupado, ocupado, sin ningún tiempo para pensar; de vuelta a la granja como los otros animales (cita del texto Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.
- Crear problemas y después ofrecer soluciones. Este método también es llamado “problema-reacción-solución”. Se crea un problema, una “situación” prevista para causar cierta reacción en el público, a fin de que éste sea el mandante de las medidas que se desea hacer aceptar. Por ejemplo: dejar que se desenvuelva o se intensifique la violencia urbana, u organizar atentados sangrientos, a fin de que el público sea el demandante de leyes de seguridad y políticas en perjuicio de la libertad. O también: crear una crisis económica para hacer aceptar como un mal necesario el retroceso de los derechos sociales y el desmantelamiento de los servicios públicos.
- La estrategia de la gradualidad. Para hacer que se acepte una medida inaceptable, basta aplicarla gradualmente, a cuentagotas, por años consecutivos. Es de esa manera que condiciones socioeconómicas radicalmente nuevas (neoliberalismo) fueron impuestas durante las décadas de 1980 y 1990: Estado mínimo, privatizaciones, precariedad, flexibilidad, desempleo en masa, salarios que ya no aseguran ingresos decentes, tantos cambios que hubieran provocado una revolución si hubiesen sido aplicadas de una sola vez.
- La estrategia de diferir. Otra manera de hacer aceptar una decisión impopular es la de presentarla como “dolorosa y necesaria”, obteniendo la aceptación pública, en el momento, para una aplicación futura. Es más fácil aceptar un sacrificio futuro que un sacrificio inmediato. Primero, porque el esfuerzo no es empleado inmediatamente. Luego, porque el público, la masa, tiene siempre la tendencia a esperar ingenuamente que “todo irá mejorar mañana” y que el sacrificio exigido podrá ser evitado. Esto da más tiempo al público para acostumbrarse a la idea del cambio y de aceptarla con resignación cuando llegue el momento.
- Dirigirse al público como criaturas de poca edad. La mayoría de la publicidad dirigida al gran público utiliza discurso, argumentos, personajes y entonación particularmente infantiles, muchas veces próximos a la debilidad, como si el espectador fuese una criatura de poca edad o un deficiente mental. Cuanto más se intente buscar engañar al espectador, más se tiende a adoptar un tono infantilizante. ¿Por qué? “Si uno se dirige a una persona como si ella tuviese la edad de 12 años o menos, entonces, en razón de la sugestionabilidad, ella tenderá, con cierta probabilidad, a una respuesta o reacción también desprovista de un sentido crítico como la de una persona de 12 años o menos de edad (ver Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.
- Utilizar el aspecto emocional mucho más que la reflexión. Hacer uso del aspecto emocional es una técnica clásica para causar un corto circuito en el análisis racional, y finalmente al sentido critico de los individuos. Por otra parte, la utilización del registro emocional permite abrir la puerta de acceso al inconsciente para implantar o injertar ideas, deseos, miedos y temores, compulsiones, o inducir comportamientos…
- Mantener al público en la ignorancia y la mediocridad. Hacer que el público sea incapaz de comprender las tecnologías y los métodos utilizados para su control y su esclavitud. “La calidad de la educación dada a las clases sociales inferiores debe ser la más pobre y mediocre posible, de forma que la distancia de la ignorancia que planea entre las clases inferiores y las clases sociales superiores sea y permanezca imposibles de alcanzar para las clases inferiores (ver Armas silenciosas para guerras tranquilas)”.
- Estimular al público a ser complaciente con la mediocridad. Promover al público a creer que es moda el hecho de ser estúpido, vulgar e inculto…
- Reforzar la autoculpabilidad. Hacer creer al individuo que es solamente él el culpable por su propia desgracia, por causa de la insuficiencia de su inteligencia, de sus capacidades, o de sus esfuerzos. Así, en lugar de rebelarse contra el sistema económico, el individuo se autodesvalida y se culpa, lo que genera un estado depresivo, uno de cuyos efectos es la inhibición de su acción. ¡Y, sin acción, no hay revolución!
- Conocer a los individuos mejor de lo que ellos mismos se conocen. En el transcurso de los últimos 50 años, los avances acelerados de la ciencia han generado una creciente brecha entre los conocimientos del público y aquellos poseídos y utilizados por las élites dominantes. Gracias a la biología, la neurobiología y la psicología aplicada, el “sistema” ha disfrutado de un conocimiento avanzado del ser humano, tanto de forma física como psicológicamente. El sistema ha conseguido conocer mejor al individuo común de lo que él se conoce a sí mismo. Esto significa que, en la mayoría de los casos, el sistema ejerce un control mayor y un gran poder sobre los individuos, mayor que el de los individuos sobre sí mismos.
Toca pagar con la misma moneda esta pila de sandeces irracionales, que en su momento fueron criticadas por Héctor Villarreal y por David Osorio, este último periodista y amigo mío. Dado que la Navaja de Hitchens recomienda refutar sin evidencia lo que sin ella se afirma, no haré más esfuerzo en desmentir el mencionado Decálogo sino mediante una lista de diez párrafos sencillos que ponen las cosas en su sitio. Aquí vamos:
- Los medios de comunicación no actúan de esa manera, ante todo porque las “informaciones insignificantes” son subjetivas, es decir que si para mí es irrelevante la vida de Kim Kardashian, para alguien no lo es. De hecho, es muy habitual ver personas que ni siquiera miran la página de sucesos en los periódicos porque es su sección más vomitiva: está cargada de violencia. Que alguien no se informe de ciencia se debe más al desinterés del mismo individuo, a falta de tiempo, a los fallos del sistema educativo y a su carácter supersticioso ―el ser humano aún es propenso a creer tonterías― que a un inexistente chanchullo tramado entre esos medios y las “élites”. Total, que el día tiene veinticuatro horas; restando ocho de sueño y ocho de trabajo, el ciudadano promedio tiene las ocho restantes para atender su vida privada, en la cual siempre debe haber lugar para la diversión, pues no es un robot ni un ratón de biblioteca. Por tanto, cerrar el libro de química y relajarse viendo un partido de fútbol en Meridiano Televisión no es una actitud estúpida ni inmoral.
- Absolutamente falso. Timsit habla de lo necesario que es informarse de política, economía y ciencia, e ignora que los problemas de la humanidad son ocasionados por un puñado de factores concretos totalmente ajenos a los medios de comunicación. En sí, él también olvida que los movimientos cívicos han luchado por las garantías legales violadas por el Estado. Es más, la vasta mayoría de los medios a los que tanto vilipendia Timsit han sido los primeros en dar cobertura a manifestaciones de obreros, feministas, LGBT y hasta de minorías étnicas. Que en estos canales se hayan difundido mensajes de odio y muerte no resta valor a que por ahí también se han publicado opiniones radicalmente opuestas, las cuales han sido emitidas por prestigiosos intelectuales y activistas. Para muestra, un botón: la reciente crisis migratoria de los rohingyas aparece en la prensa, a nivel internacional. ¿Qué provocó su huida en desbandada? El gobierno de Birmania, que por motivos racistas les ha denegado su ciudadanía desde 1948. Nada de eso fue obra de la “caja tonta”.
- Esto es igualmente falso, véase el punto anterior. Si Timsit estuviera en lo correcto, ¿cómo explicaría las multitudinarias protestas acaecidas en las décadas que ha señalado? ¿Qué hay del Impeachment a Richard Nixon, logrado justamente porque unos periodistas arriesgaron sus pellejos al destapar la olla corrupta montada por el presidente estadounidense en el Despacho Oval? ¿Qué hay de la dimisión de Margaret Thatcher tras haberla embarrado con el Reino Unido? ¿Dónde me dejan las oleadas de pugnas por acabar con las tiranías de Videla, Pinochet y Stroessner en América Latina, a la sazón aliados de los neoliberales? En definitiva, lo que dice Timsit no cuadra en lo más mínimo. No pocos medios se declararon abiertamente en contra de esos regímenes derechistas, y curiosamente hicieron algo idéntico para atacar al bloque comunista. De ninguna forma se puede decir que estos canales comunicativos fueron indiferentes a los abusos gubernamentales y mucho menos que la población estuvo en la inopia de estos acontecimientos.
- Considérese lo ya dicho. Esto también es mentira. La “estrategia” no funciona simplemente porque tanto los medios como el público no permanecen impasibles frente a las arbitrariedades gubernamentales. Por ejemplo, cuando el Estado dicta medidas de austeridad, la reacción más común de la gente es salir a las calles no en señal de agradecimiento, sino para arrancar a tiras la piel de los políticos. Incluso cuando ese Estado se sale con la suya, lo menos que vamos a ver es a un pueblo sonriente y complacido con verse hundido en las arenas movedizas de la maltrecha economía. Recuerdo muy bien haber visto entrevistas televisivas a los chipriotas durante la crisis financiera del 2013; ninguno se sentía feliz con el “corralito”, y ningún canal les dijo que debían cargar con esa cruz sin chistar.
- Absolutamente no. Eso ya lo discutí en la parte inaugural de este largo ensayo: la publicidad y la propaganda no tienen por finalidad demostrar nada, sino vender productos e ideas que agraden al consumidor. A tal efecto, tanto lo uno como lo otro deben dirigirse a la gente con un lenguaje ameno, amigable y fácil de entender. La escogencia de las palabras dependerá mucho del objetivo, para el cual se toman en cuenta varios aspectos tales como la edad, el sexo, el país, el estado civil e inclusive la filiación política; esto lo saben bien los publicistas y demás especialistas en marketing. Por consiguiente, es absurdo pensar que los medios escriben sus mensajes como si el target estuviera en el colegio: si este no responde como si tuviera doce años, mucho menos lo hará como si tuviera sesenta.
- Se llama sofisma patético y eso no es ninguna novedad. Esa argucia, que apela a las emociones y no a la razón, no es exclusiva de los medios de comunicación para fines publicitarios y propagandísticos, sino que también es común en populistas, demagogos y sectores de la sociedad envenenados de dogmatismo: partidos políticos, pseudociencias, religiones y sectas. Recuerden lo oportunamente discurrido sobre el “Limpiador de pocetas MAS” y las arengas del veganismo: indistintamente de si sirven o no, los productos y las ideas se venden mejor cuando se despierta la empatía de quien los va a disfrutar.
- Esa acusación debe ir directo al corazón del sistema educativo, según el país del que hablemos. Los medios de comunicación nada tienen que ver porque eso son: de comunicación, no de educación. De modo que una población es pobre, ignorante y mediocre si las condiciones de su instrucción lo son: bibliotecas magras, maestros con sueldos bajos, pésima infraestructura, inseguridad, falta de transporte, pénsum defectuoso y deprimentes circunstancias económicas. La raíz del problema está justo ahí, no en lo que diga el noticiero de la NBC.
- Véase lo argumentado supra, eso es falso. Quienes promueven las taras mentales del conformismo no son los medios, sino los que socavan el sistema educativo. Sectas políticas, pseudocientíficas y religiosas son los responsables de hacer que mucha gente se adapte a la escolástica de sus doctrinas sin que puedan cuestionarlas; no les agrada que las personas piensen por su cuenta. En este entorno, los medios y las universidades poco pueden hacer para cambiar la mentalidad de quienes creen que la Tierra se hizo en siete días sólo porque se lo dijo su predicador.
- Mentira total. Ningún medio de comunicación hace eso. No recuerdo ni un solo periódico, emisora de radio y canal de televisión que haya emitido oficialmente opiniones de tal naturaleza, ni implícita ni explícitamente. Lo que sí he visto, aunque muy rara vez, es a un número ínfimo de personas que han culpado a los miserables de su miseria, sin entender que los desvalidos están como están por múltiples causas que no se pueden generalizar. Pero eso no representa en lo más mínimo lo que sale en la prensa.
- Si hay algo que hemos aprendido de las tiranías, es que estas no ameritan todo ese bagaje de conocimiento para controlar al pueblo. De por sí, se requiere de muy poco esfuerzo para lograrlo: a un sujeto indeseable para los magnates en el poder se le puede espiar fácilmente con tan sólo “pinchar” su teléfono. Para algo sumamente simple no hace falta tanta ciencia compleja. Si acaso, tecnología de punta; la misma a la que recurren los medios, las empresas y las instituciones para mantenerse en contacto y llevar un riguroso registro de sus actividades, cuyas novedades hacen que los datos aumenten exponencialmente, y con ellos la necesidad de almacenarlos en dispositivos de última generación susceptibles a filtraciones de secretos. El resto es conspiranoia.
Añadiremos más leña al fuego que incinera las falacias del Decálogo. Empecemos por lo básico: las “estrategias” no son de Noam Chomsky; por algo señalé desde el principio que su auténtico autor es Sylvain Timsit. ¿Qué prueba demuestra esta afirmación tan categórica? Chomsky, quien en respuesta a un correo electrónico enviado por un lector de Héctor Villarreal, dijo: It’s a fake. I don’t know the source. Some of it is drawn from, or similar to, things I’ve said. But it is not mine (traduzco: “Es un fraude. No conozco la fuente. Parte de ella se desprende de o es similar a cosas que he dicho. Pero eso no es mío”). Con esas cortantes palabras, Chomsky niega cualquier nexo con Timsit y su Decálogo, cuya redacción para nada encaja con el estilo del escritor estadounidense.
La manipulación mediática no es ni de cerca lo que sostiene Timsit. No lo es en cantidad ni en calidad. Es algo complejo que no puede encerrarse en un escueto Decálogo que no evidencia nada, salvo la ignorancia de quien lo difunde. Esto se debe a que el falseamiento de los hechos y la desinformación tienen muchos matices, aparte de un sinnúmero de métodos que, en efecto, son practicados por Timsit, Chomsky y sus acólitos. El más elemental de ellos es la falacia por generalización: todos los medios mienten, menos los míos, que sí tienen la orientación política “correcta” y con ella la “verdad absoluta”. Esta táctica es un sesgo de confirmación, en el que se toma lo que reafirma una posición ideológica predefinida, desechando todo aquello que la contradiga.
Tal generalización se acompaña con más argucias y distorsiones. Observen una torpeza obvia de Timsit: para que funcionen a cabalidad sus diez “estrategias” en cada uno de los medios de comunicación del mundo, haría falta vivir en un Estado totalitario, el cual se caracteriza por controlar la información que entra y sale del país, a fin de filtrar las ideas “tóxicas” del extranjero. Sin embargo, el arma más poderosa de ese gobierno despótico no es su tramoya propagandística, sino la presión que ejerce sobre el sistema educativo para que sus programas se adapten a las necesidades del partido dominante. Se suma a estas imposturas el ultraje a la libertad de prensa, la penalización del libre pensamiento, la confiscación de cualquier material impreso o audiovisual que sea contrario a la nación y la implantación de murallas digitales en Internet.
Estas características del proteccionismo informativo son típicas de países subyugados, como Irán. Enemiga de la democracia, la teocracia iraní halló su fortaleza en un aparato de propaganda cimentado con la enseñanza obligatoria del islam, religión decididamente dogmática y ultraconservadora que castiga con azotes o con la muerte a quien ose enfrentarla. En ese país de Oriente Medio hay comités de puritanos que, en nombre de Alá, deciden lo que el pueblo puede leer, escribir, pensar, decir, cantar, aprender, filmar y surfear en la red. En Irán, los ayatolás y sus secuaces controlan las masas porque controlan sus vidas, que quitan de un tajo cuando se les antoja, sin fórmula de juicio. Ante las protestas por los agobiantes problemas internos, estos líderes se contentan con repartir culpas a los occidentales, a los israelíes o a los “enemigos de Dios”.
La descripción dada arriba nos hace comprender que los medios, por sí mismos, no tienen el poder de embrutecer a la población. Un entramado de elementos debe participar para que esta sea servil al Estado que la oprime. El cambio de mentalidad destinado al totalitarismo tiene nutrientes económicos, políticos, militares, sociales y religiosos que alteran la conciencia de la gente hasta volverla dependiente del gobierno. En este sentido, la transformación popular no es inmediata; es un proceso gradual, a cuentagotas, que se mueve con los elefantiásicos engranajes de instituciones impulsadas por autócratas. Y a pesar de ese mecanismo de relojería, nada evita que haya disidentes que dudan, luchan o huyen de ese maligno sistema. Eso es porque el cerebro humano no es un inerte disco duro al que se le meten terabytes de datos programados, sino que es un órgano complejo con el que la persona toma la información, junta las piezas, las critica, elabora conclusiones coherentes y prende las alarmas cuando algo suena ilógico.
Con estas sencillas herramientas se puede comprobar si una afirmación tiene fundamento o no. Ahora bien, apliquemos este razonamiento al Decálogo de Timsit con una interrogante: ¿qué evidencias y referencias acreditadas provee este enigmático señor? Ninguna. De ninguna clase. En diez párrafos Timsit nunca cita estudios, libros o demás fuentes que comprueben científicamente lo que dice; el documento titulado Armas silenciosas para guerras tranquilas no cuenta porque tiene los rasgos típicos de una falsificación. Uno, el texto remite al vigésimo quinto aniversario de una “Tercera Guerra Mundial” que nunca estalló. Dos, distintas versiones del texto pululan en la red atribuyéndole supuestos autores que van desde el Club Bilderberg hasta los Illuminati, motivo por el cual es de origen espurio. Y tres, el dudoso archivo únicamente se difunde en los clanes conspiranoicos.
Se puede decir con firmeza que el documento citado por Timsit en su Decálogo es un fraude. La mayoría de los sitios web dicen que el texto de las Armas silenciosas para guerras tranquilas procede de Behold a Pale Horse, un libro de William Cooper publicado en 1991. Quitando las historias fantasiosas relacionadas a ese archivo ni tan top secret (supuestamente lo encontraron en 1986 “en una fotocopiadora IBM”), nos quedamos con Cooper; es preciso saber quién es él. En una búsqueda rápida de Internet, se halla que ese sujeto es un fanático de los ovnis y de la conspiranoia, especialmente aquella que fantasea con el sida. Obsesionado con sus creencias, Cooper se unió a la subcultura antigubernamental a finales de los años 90. Acusado de asalto agravado a mano armada y evasión de impuestos, Cooper falleció en el 2001 durante una balacera con la policía, a la que disparó para no ser capturado.
La brevísima sinopsis biográfica de Cooper indica que él no fue asesinado por sus ridículas ideas, sino por haber usado la fuerza letal contra los vigilantes del orden público. Y como él, hay tantos otros teóricos de la conspiración que deliran con su paranoia, adjudicándose persecuciones ficticias que, al tener lugar, acontecen por una razón válida, es decir por la desobediencia a la ley. De hecho, esto puede explicar por qué muchos de estos farsantes están enmascarados en el anonimato, temiendo ser arrestados por fechorías que sí han cometido. Nunca faltan los chiflados que tienen la manía de acusar a los medios de incurrir impunemente en lo que ellos mismos hacen: mentir, tergiversar, engañar.
Y realizar afirmaciones gratuitas. Si hay una estrategia manipuladora, es la de sostener cualquier barbaridad sin dar el menor retazo de evidencia. Timsit entra en este paradigma porque el contenido de su Decálogo está hecho de patrañas. Este conspiranoico francófono, empero, no es ni ha sido el pionero en esta treta retórica, porque suele practicarse en Internet. Vean no más los famosos tops en la red: top ten de casas encantadas, top five de remedios caseros para el acné, top twenty de trucos para saber si la pareja es infiel, etcétera. La minoría de los tops publicados apuntan a datos comprobables; los demás son refritos indigeribles de palabrería que abundan en falsedades o en verdades asadas a término medio.
Recuerdo al respecto haber leído una lista de cincuenta hechos “inexplicables” para la ciencia. De ese medio centenar de ítems, cuarenta y ocho de ellos eran entresijos ya resueltos; los dos restantes no justificaban la superchería paranormal. He visto también antologías de frases célebres de Fulano ―sustituya Fulano por el personaje famoso de su preferencia―, en las que muchas de ellas no han sido nunca verificadas. Quizás con la excepción de Wikiquote (en inglés, porque en español no es muy fiable que digamos), los sitios web que coleccionan citas no disponen de un tamiz que determine su autenticidad. Para colmo, en ninguna parte de esas páginas de Internet se aconseja al lector que coteje lo que está ante sus ojos. Total, ¿para qué, si ni siquiera estas lo hacen?
En este punto, la herramienta más eficaz para no tragar camelos es investigando por cuenta propia. Si uno sabe lenguas extranjeras, particularmente inglés, tiene la ventaja de contrastar la información con un abanico más grande de fuentes, entre las cuales Snopes destaca por su capacidad de refutar leyendas urbanas en un chasquido. Sin embargo, a falta de webs dedicadas al debunking, toca proceder a la antigua: consultar enciclopedias, diccionarios, manuales y publicaciones especializadas, y de ser posible hablar con expertos. Aclarar dudas de esta forma es lento y trabajoso, pero satisfactorio y seguro. Para hacer esto hay que superar el obstáculo de la flojera y ponerse a leer. Mucho. Esperar que los medios de comunicación nos rediman de la pereza es gastar pólvora en zamuro.
De por sí, es de ilusos pretender que los medios instruyan al público sabiendo que no todos tienen interés en el arte de enseñar, el cual está en el aula de clase y en el hogar. Los que hacen esta infundada crítica desvían su atención del verdadero problema, que es la deficiente formación de los estudiantes, cuyo espíritu sigue tendiendo a la memorización compulsiva y no al análisis, al sano debate ni al pensamiento independiente. Cuando esto pasa, el alumnado regurgita conceptos sin entenderlos o los olvida una vez aprueban el examen. Al entrar en la universidad, la muchachada borra de su memoria la mayor porción de lo aprendido en el colegio y se decanta por aquello que mejor facilitará su estadía en la facultad. Los demás recuerdos se convierten en irrecuperables souvenirs del tiempo.
A la edad adulta se sienten los efectos. Dado que muchos han olvidado parcial o totalmente temas de cultura general tales como historia, geografía y astronomía, pocos son realmente los que han conservado las ganas de conocer algo que no sea lo de su oficio profesional. Entonces surge un charlatán sinvergüenza y le dice que la Tierra se acabará en el 2012, dizque según las revelaciones de los mayas. Hoy nos reímos de semejante idiotez, aunque en ese año más de uno fue timado por esa falsa profecía regada como la pólvora. Si la gente se la tomó en serio fue porque su mentalidad ya creía en esoterismo y astrología, áreas de la superstición que reemplazaron las ciencias desechadas desde la etapa escolar. En tal contexto, a los estafadores no les costó nada difundir su fraude en los medios.
Sucede, sin embargo, que los países libres tienen algo que se llama derecho a réplica, con el cual se pueden rebatir afirmaciones falsas. Aparecido el bulo de las profecías mayas, la prensa dio espacio ―escaso, sí, pero lo dio― para que se pronunciaran voces racionales. Hubo columnas escépticas que denunciaron la farsa y alertaron sobre la existencia de estafadores que cobraban dinero a cambio de la salvación del cataclismo. Asimismo, el arqueólogo mexicano Tomás Pérez Suárez fue entrevistado en el 2010 para que diera su parecer profesional. Ante las cámaras de TV Azteca, Pérez Suárez fue conciso y contundente a la hora de hundir los argumentos favorables a ese fantástico Armagedón mesoamericano, punto por punto y en cortos minutos.
Hoy día, el alarmismo apocalíptico ha ido en decadencia. En el futuro, puede que se halle prácticamente desaparecido, confinado a sectas diminutas. Pero a pesar de ello, el daño está hecho, pues hubo víctimas que perdieron su dinero o sus vidas pensando en una redención que nunca llegó. Se ha retomado la ofensiva racional desde una perspectiva científica, aunque en el ámbito religioso y político hay mucha tela que cortar. Las tensiones en Cataluña, a raíz de su utopía emancipadora, han ocasionado pugnas de sentimientos chauvinistas. Esto no supondría un motivo serio de preocupación de no ser porque Rusia se ha vuelto un nido de noticias falsas, las cuales tratan de volcar la opinión pública hacia los independentistas catalanes. Las acusaciones contra el Kremlin, que vienen de expertos de la Unión Europea, no son pamplinas; varias de esas fake news las hicieron en Twitter.
Es una desgracia que el pozo del diálogo entre los independentistas catalanes y los nacionalistas españoles haya sido envenenado por esta desinformación. Ante la ausencia del sentido escéptico, las mentiras se esparcen rápidamente y nada cuesta fabricarlas con el trucaje de informes, estadísticas, escritos, fotos y videos. En consecuencia, se desata un ardiente odio ―o amor― hacia instituciones y personas por causas desacertadas, sin considerar las repercusiones que ello desencadena. Al tener fundamentos erróneos, el activismo ciudadano erosiona su legitimidad y termina dándole crédito a quienes no se lo merecen. Los gobiernos despóticos ganan en esta eventualidad más poder del que ya poseen porque obtienen razones para seguir controlando a la población y para mantenerse en el tatami internacional.
Con ese nefasto propósito, potencias como Rusia no escatiman esfuerzos en utilizar estrategias cobardes para vencer la guerra informativa del siglo XXI; observamos ya de lo que ha sido capaz su gobierno al meter su mano peluda en los encontronazos catalanes. Sin embargo, algo que no suele darse a conocer es que los sucios intereses del Kremlin tienen sus refriegas en esferas políticas más reducidas, en las que se ataca con el “trolleo” masivo a los peces pequeños. Tal es lo acontecido con el cibervandalismo auspiciado por Vladimir Putin, quien ha consentido la arremetida contra la periodista finlandesa Jessikka Aro, cuya privacidad ha sido vulnerada a través de una campaña propagandística de desprestigio que ha permeado inclusive en sus allegados.
La desinformación no puede tener efectos masivos sino es mediante un caldo de cultivo en el que la población es engañada por premeditación o por error humano. Finlandia, país muy culto, se ha dejado engatusar por Rusia, aunque se ha levantado en defensa de su territorio; Aro no se ha dado por vencida ni se ha dejado intimidar por los esbirros del Kremlin. En los Estados Unidos, por su parte, fue desmentida una falsa alarma de misil balístico en Hawaii, no sin antes haber despertado el pánico y la posterior ira de sus habitantes. Y en cuanto a Cataluña, sobran los comentarios. Podría incluirse la adaptación radial de La guerra de los mundos hecha por Orson Welles en octubre de 1938, pero el impacto terrorífico en los espectadores no es como nos lo ha hecho creer la cultura popular; el espanto por la ficticia invasión alienígena fue un mito inventado por la prensa para desacreditar los noticieros de las ondas hertzianas.
Se demuestra, mediante estos tres ejemplos ilustrativos (Welles queda fuera de la lista), que ninguna nación está exenta de morder el anzuelo, por desarrollada e instruida que sea. No obstante, los lugares menos democráticos, con los peores indicadores económicos y con los sistemas educativos más deficientes son los más proclives a ingerir la carnada. Países como los del África subsahariana no vislumbran la verdad sino cuando el daño de la ignorancia se vuelve irreversible; eso si logran ser bendecidos por dicha virtud. El hambre, las guerras, las enfermedades, el desempleo y la falta de infraestructura adecuada hacen que sus habitantes se ocupen más de su supervivencia que de su instrucción. En este lodo de incultura, al pueblo se le puede someter tirando de pocos hilos, en los cuales la tiranía tiene a los medios como accesorios, no como herramientas principales.
Retomamos con la problemática africana el meollo de la propaganda, que no puede triunfar si no se dan condiciones específicas para que la gente se la crea. Es curioso ver cómo esta tiene su auge en períodos de crisis, cuando la dictadura está en su cenit, confrontando su momento más crucial; es el instante donde se apela a la lealtad, a los valores patrios y a la supresión del enemigo. De estos tres componentes, sólo el tercero es peculiar en los regímenes opresivos, y ni siquiera tiene que ser real, porque una falacia del muñeco de paja basta para caricaturizar al oponente hasta convertirlo en el chivo expiatorio del pueblo, es decir, en su objeto despreciable, que puede ser el rico, el yanqui, el tutsi, el socialista y, cómo no, el judío. En esta receta totalitaria se mezclan nacionalismo y racismo, aunque una pizca de religión puede aderezar estos pensamientos discriminatorios.
Cabe advertir que los ingredientes señalados pueden combinarse y ponerse en marcha sin necesidad de los medios de comunicación. De hecho, la historia prueba irrefutablemente que las prácticas contra la igualdad, así como la violencia y demás desvaríos antisociales, tienen milenios de existencia y que no precisan de la escritura para difundirse. El machismo, la homofobia, el racismo, el antisemitismo y otros virus que devinieron en épocas de maltratos y exterminios comienzan en la oralidad, cuando un grupo se reúne para compartir sus ideas excluyentes en común y ponerlas en práctica en cuanto tengan el poder de hacerlo. Si esta secta usa la propaganda, es con el objetivo de transmitir conceptos madurados con el pasar de los años, en los cuales se han reclutado muchísimos seguidores que simpatizan con el desprecio a los seres “inferiores”.
Dice acertadamente The Economist que “Alemania silencia el discurso del odio, pero no puede definirlo”. ¿A qué se debe ese titular? A que dicha nación germánica prohíbe a diestra y siniestra mensajes de discriminación sin separar el trigo de la paja. De la forma más ilógica, Alemania ha hecho que justos paguen por pecadores e incluso ha perpetrado arbitrariedades en nombre de la corrección política, desde arrestar a la activista Irmela Mensah-Schramm hasta poner bajo su lupa judicial al humorista Jan Böhmermann por burlarse de Recep Tayyip Erdogan, el tirano de Turquía. Qué contradicción: en el pasado, insultar a un político era muestra de coraje, pero en el presente es un delito porque hiere sus sentimientos. Esto es un evidente síntoma de hipersensibilidad a la crítica y del desgaste que ha tenido nuestro sentido del humor.
La paradoja alemana es preocupante porque refleja nuestra mocedad en el entendimiento de la libertad de expresión. Ciertamente ese derecho está en correspondencia con los deberes civiles para impedir la anarquía, pero nada justifica que se coarten las garantías legales del pueblo con el fin de crear conciencia. Creo por tal razón que una buena educación encauza el ideario de inclusión en las masas mil veces mejor de lo que podrían hacer las acciones punitivas de las leyes, las cuales suelen arrimar la brasa a su sardina con recursos de interpretación. De todas maneras, la censura de cualquier mensaje considerado como violento, ofensivo o segregacionista no hace sino barrer el polvo bajo la alfombra, en la que subyacen los auténticos problemas de fondo a resolver.
Nuestras desagradables experiencias políticas, además, nos dicen que el Estado ha tenido la desfachatez de legalizar y expresar su discurso del odio, sin que nadie lo sancione. Ese gobierno es el mismo que castiga la publicidad engañosa de las empresas, mientras sale indemne con su propaganda mentirosa de promesas que se rompen después de las elecciones; para los miembros de su gabinete no hay cárcel ni multas por haber incumplido su palabra de, digamos, mejorar el sistema de salud. Idéntico cuestionamiento debería hacerse con algunas instituciones oficiales, cuyas confesiones pueden ser muy irritantes. Vean no más cómo el Banco Mundial erró con los datos estadísticos de Chile para perjudicar la gestión de Michelle Bachelet y aupar la campaña presidencial de Sebastián Piñera (aunque eso no demerita las críticas contra la ex mandataria).
Si estas trácalas son posibles en democracias como la chilena, ni se diga con las dictaduras que infestan el mundo entero. George Orwell escribió sobre ello en 1984, novela magistral que no necesita presentación ni comentarios para describir lo que ocurre en el totalitarismo. Para efectos de estas disertaciones, lo que nos interesa es tomar aquellos aspectos orwellianos que mejor se caracterizan en nuestras distopías hechas realidad: la abrogación de la historia, la represión de la disidencia, la comunicaciones centralizadas, la propaganda agresiva, el espionaje, la justicia del horror, el discurso beligerante, la unicidad de pensamiento, la reconfiguración del lenguaje y el adoctrinamiento infantil.
La ficción orwelliana es el retrato fiel del fascismo y del comunismo, amén de los regímenes que se les asemejan. En esta pintura política, los trazos mediáticos colorean los grisáceos paisajes de naciones atascadas de problemas inducidos por su administración. En otras palabras, la prensa de esos países narra como avances lo que en verdad son descalabros económicos. Para que nadie vea su desnudez financiera, el Estado corrupto se cubre con hojas de parra, las cuales se presentan ante los medios ―bueno, los que tira contra las cuerdas― en forma de estadísticas enunciadas a la carrera. Se habla de los millones invertidos en distintos sectores, desde la educación hasta la agricultura, pasando por las miles de casas construidas y los aumentos salariales. Pero en ningún lado de esos informes se aborda el alto costo de la vida, el incremento de la delincuencia, la falta de materia prima… En fin, nada que manche la inmaculada imagen del gobierno.
Revisando en los avatares del tiempo, se observan varias muestras de las farsas montadas en la propaganda política, pero por concisión nos quedaremos con las más extremas, es decir el de la Alemania nazi y el de la Rusia stalinista. En ambos gobiernos totalitarios se reportaban noticias que exudan falsedad o visiones distorsionadas de los hechos, cuando no tenían la bajeza de inventárselos. Los reportajes elogiaban el crecimiento económico y suavizaban las derrotas en el frente de combate, en tanto que las victorias eran exaltadas hasta el paroxismo. En apariencia, todo marchaba sobre ruedas, nadie debía temer la peste y la carestía, el porvenir lucía paradisíaco. Pero al cesar estas transmisiones embusteras y al cerrar los pliegos del periódico, lo que el público tenía delante era una nación hecha trizas, con tarjetas de racionamiento y hogares enlutados.
Estas particularidades señaladas no son patentes de corso para sostener, como lo ha hecho el farsante de Timsit, que todos los gobiernos y medios de comunicación mienten. En este orden de ideas, pienso que se puede agrupar la credibilidad de lo uno y de lo otro en base a un espectro político. Veámoslo de este modo: las naciones dictatoriales son herméticas y les desagrada que alguien revele sus negocios turbios, razón por la cual reemplazan la libertad de expresión y de pensamiento con patrañas propagandísticas que meten hasta en los textos escolares. Si esto ocurre en países democráticos es en una proporción muchísimo menor, relegada a los partidos políticos, ya que las instituciones operan con mayor transparencia y la información oficial se puede cotejar con fuentes independientes que no sean las del Estado.
Aprovechemos esta aclaración para entender el estrecho correlato que hay entre la libertad de expresión y la libertad de pensamiento. Una población que no goza de ambos derechos inalienables se repliega a un único discurso y a un único modelo de creencias. En consecuencia, la diversidad se anula porque las personas tienen la misma cosmovisión y dicen las mismas cosas que compaginan con las imposturas del oficialismo. Por ende, un país donde se desconoce este vínculo convierte el diálogo en monólogo, obliga a que el pueblo permanezca en la jaula ideológica y hace que los medios difundan lo que mejor concuerda con “su” doctrina, desechando lo demás.
Por añadidura, una nación carente de dichas garantías está condenada al atraso científico y humanístico, en el “mejor” de los casos va a la zaga del desarrollo. El principal síntoma de este mal no se ve tanto en los medios de comunicación, sino en el sistema educativo, que impide la divulgación de aquello que le incomoda quitándolo del pénsum u oponiéndose a su publicación. Ejemplos claros de esta censura los hay, desde el Imperio Español que rechazó la Ilustración hasta la Unión Soviética enemistada con la biología de Charles Darwin. En esas circunstancias, los intelectuales tienen que escoger entre aclimatarse, callarse, conspirar o huir. Normalmente, estos cerebros suelen decantarse por la cuarta opción, en la que ellos se refugian en lugares donde no sean molestados por sus ideas u obligados a hacer que sus contribuciones beneficien al despotismo.
Uno no logra imaginar lo que hubiera sucedido si Einstein, Pasteur, Fleming y demás mentes ilustradas hubieran enmudecido por miedo a herir la sensibilidad ajena o del Estado. De haberlo hecho, sus descubrimientos se habrían quedado con ellos mismos o con sus colegas. De no haber sido por el libre mercado de las ideas, hallazgos como el de la relatividad, la teoría microbiana y la penicilina habrían pasado desapercibidos durante mucho tiempo, ignotos por el público, guardados en un cajón, sin que nadie hubiera podido darles un uso útil en pro de la humanidad. Naciones enteras habrían perdido el fabuloso progreso traído por esos extraordinarios conceptos con los cuales han sido tan hostiles.
Sólo un gobierno sin libertad convierte las ideas en dogmas sacros invulnerables a cualquier crítica, refutación o burla. Considero por ello que no debemos tomar en serio conceptos, instituciones y autoridades intolerantes a la broma. Por tanto, si hay algo legítimo es la blasfemia, el chiste “en salsa verde” ―tomo prestadas las palabras del tradicionalista peruano Ricardo Palma―, el meme atrevido, la parodia hilarante, el canto profano y la caricatura incendiaria que, a semejanza de una bomba molotov, abrasa las efigies del poder hasta reducirlas a cenizas; como aconseja Mägo de Oz: “Si su virgen viste de oro, desnúdala”. Al que le pique Charlie Hebdo, que se rasque. Ahora bien, creo superfluo recordar que estos ataques contra los ídolos ideológicos no deben ser indiscriminados, sino estratégicos, orientados especialmente a doctrinas reaccionarias cargadas de tabús.
Tales razonamientos me hacen pensar que es preferible tener una democracia imperfecta que una tiranía perfecta. En un gobierno con libertad, las anomalías difundidas en los medios no se censuran, sino que se combaten o se desmienten. Veamos por cierto dos de ellas que llaman la atención: el calco y el clickbait. Lo primero tendría un significado bastante obvio ante el diccionario de no ser por un detalle adicional, y es que esa copia al carbón se efectúa para diseminar en el presente información popular en el pasado que, generalmente, es falsa o tendenciosa. De esta manera, la mentira es un volcán inactivo que vuelve a entrar en erupción tras un prolongado periodo de inactividad.
Ejemplos de estos calcos los hay a raudales. A mi memoria viene un cúmulo de noticias conspiranoicas que rodaban en el 2010, las cuales decían que en los Estados Unidos sería obligatorio el implante de microchips RFID en humanos, y que para el 2013 la entera población estadounidense sería controlada por ese medio. Lo más alocado es que ese bulo se originó en el 2006, cuando se dio a conocer el pseudodocumental America: Freedom to Fascism, dirigido por el charlatán Aaron Russo, quien “profetizó” ese evento. Pero ya estamos en el 2018 sin que nada de eso haya pasado. Si a eso sumamos que los legisladores de ese país norteamericano han aprobado desde el 2007 resoluciones contra semejantes imposiciones, la argumentación de Russo tiene entonces más de una década cayendo por las escaleras, en el absoluto descrédito.
La forma en que se hace esta copia de argumentos desusados permite decir que el calco es, a decir verdad, un reciclaje de basura desinformativa. Ello daría risa si se tratara de la conspiranoia y la pseudociencia, mas no en materia política. El uso desvergonzado de este método lo tenemos en el actual gobierno venezolano, cuya política dictatorial ha consistido en hacerle creer al pueblo que vive mejor que en la época de la Cuarta República, en lo que concierne a su alimentación. Su afirmación, la cual dice que los más desposeídos comían perrarina, está basada en un libelo infamatorio publicado en 1990. En ese año nadie creyó una letra de aquel artículo, pues aunque la situación económica era dura, no se llegaba a ese extremo. Hoy, en la depauperada Venezuela socialista del siglo XXI, el Estado ha repetido tantas veces aquella farsa que millones de sus simpatizantes la dan por cierta, sin hacer preguntas ni pedir explicaciones.
Ante nosotros surge un término clave que une a ambos casos citados: repetición. La teoría de la “Gran mentira”, asociada directamente al fascismo alemán, implica que la falsedad puede ser tan grande que llegaría a ser creída por las masas en un tiempo determinado (esto por cierto no viene de cierta frase apócrifa de Joseph Goebbels; el concepto es hitleriano). En su contexto histórico, los nazis señalaban que esa técnica propagandística era típica de los ingleses y de la “judería internacional”, pero al matizar ese principio ideológico en la actualidad tenemos que esa presunta regla tiene demasiadas excepciones como para tomarse como una ley absoluta. Esto es debido a que los embustes no pueden volar en el aire informativo sin que alguien lo note, y aún si lo hacen por un periodo prolongado sólo es creído por una parte específica de la población. A nivel demográfico, un lavado cerebral tan radical no se puede alcanzar a gran escala, a menos que haya un genuino régimen totalitario donde se han extirpado las células de la libertad de expresión y de pensamiento.
Veamos ahora lo segundo, que no tiene ninguna ciencia. El clickbait es un cebo cibernético cuyo propósito es aumentar el tráfico de visitantes al espacio virtual que lo utiliza. Desde un humilde blog hasta un celebérrimo canal de YouTube, el clickbait no es otra cosa más que la derivación de la prensa amarillista de antaño, en la que se utilizan titulares atractivos para el receptor. Como estrategia de mercado para incrementar las ventas, este método usa con frecuencia signos de exclamación/interrogación, mayúsculas y un lenguaje confuso con resabio de dudas, a fin que el lector se vea tentado a clicar en el enlace para saciar su curiosidad. Un ejemplo clásico puede redactarse de esta manera: “¡IMPRESIONANTE! Vea cómo estos bomberos salvaron a un perro de ahogarse en el río”.
La meta del clickbait es hacer que el lector permanezca el mayor tiempo posible en la página, hojeando artículos que tocan el tema únicamente en los párrafos iniciales, en tanto que los posteriores se van por las ramas con cuestiones nada vinculadas a la publicación. Sin embargo, también se procede al revés; luego de haber despilfarrado caracteres con ideas irrelevantes e inconexas, un post con clickbait puede hablar del asunto justo en los parágrafos finales. Ambas técnicas, usadas por igual en videos e imágenes de las redes sociales, hacen del clickbait el elemento más adictivo de los medios digitales de comunicación, pues la gente tiende a compartir enlaces y memes virales tras haber leído el titular, sin haber verificado la información.
De manera similar al calco, el clickbait depreda la credulidad del público que, al no estar lo suficientemente educado, tiende a creer cualquier bobería. En eso estriba la paradoja del Internet; es una fuente valiosa de noticias convertidas en negocio del ocio. La población, angustiada por problemas cotidianos, tiene en la red una válvula de escape que drena sus emociones encapsuladas en la rutina. Eso en sí no es malo, e incluso es legítimo, pero cuando el entretenimiento se vuelve costumbre, la gente se desmoviliza y deja de actuar en aquellas facetas del mundo físico que requieren de nuestra total atención, verbigracia la vida social y el activismo ciudadano. Triquiñuelas como las del clickbait hacen que millones de personas reduzcan su productividad estudiantil y laboral por andar revisando durante horas sitios repletos de sancedes.
No todos los enlaces con clickbait contienen información falsa, aunque muchísimos de ellos carecen de sustancia y opacan artículos que sí tienen valor informativo. Gran parte de estos links tiene una longitud que apenas roza el millar de palabras, parquedad compensada con la profusa inserción de elementos audiovisuales (e.g., videos, twits, fotos, imágenes) con los que se ahorran parrafadas de texto. De la supernumeraria cantidad de publicaciones clickbait, podemos encontrar una ensalada de entradas acerca de diversos temas ―principalmente los trending topic en farándula, deportes, amor, sexo y actualidad― y en distintos formatos, siendo el más popular el de la lista, con el cual se elaboran los ya discutidos tops. En esta categoría entran montones de posts sin rigor científico, lógico y documental, como sucede con el Decálogo de Timsit, sobre el que volveremos enseguida para darle el tiro de gracia.
El motivo más fundamental para tirar a la papelera el mito de la “manipulación mediática”, o por lo menos la versión que esgrimen Timsit, Chomsky y sus acólitos, es que los mensajes transmitidos por los medios de comunicación se dirigen a una población heterogénea. Por esta razón, son tres los efectos posibles que esta puede manifestar: positiva, es decir, que acepta lo que se ha dicho; neutral, en la que no se toma partido y se pasa de largo ante los acontecimientos; y negativa, cuando la gente rechaza algo que se estaba expresando. Que el público actúe de una u otra manera en este espectro señalado dependerá de factores extralingüísticos que, como hemos visto, son de orden histórico, social, económico, psicológico, político, entre otros. No podemos meterlos a todos en el mismo saco.
Practiquemos lo descrito con un ejemplo selecto: el desembarco de don Francisco de Miranda en la Vela de Coro, en 1806. En aquel año, el Protolíder de la Independencia Americana ―como decía su biógrafo Alfonso Rumazo González― pronunció célebres proclamas para que la población venezolana se uniera a su causa emancipadora, pero él fracasó en el intento. El por qué de esa reacción negativa es bien sabido por los expertos; el pueblo todavía tenía una idiosincrasia pro-española que le impedía ser seducida por la elocuencia de Miranda. Sencillamente, la cultura hispánica estaba tan arraigada en el Nuevo Mundo que casi nadie estaba dispuesto a abandonarla. De haber sido positiva ―que no lo fue―, la expedición del Generalísimo habría conseguido el apoyo popular con el sólo hecho de invocarla.
Con este razonamiento tenemos una realidad que supera los delirios de la conspiranoia. Sabiendo que la prensa escrita no independizó un continente, ello nos conduce por tanto a afirmar que los demás medios de comunicación no promueven conductas erráticas, pues las personas son las que lo hacen. Esgrimir lo contrario es desconocer y desatender las causas concretas de los problemas que nos agobian, verbigracia el narcotráfico, el paramilitarismo, los reductos guerrilleros y la violencia contra la mujer, flagelos preocupantes en países como Colombia. Pretender que se prohíba cualquier referencia a estos comportamientos antihumanos en estos espacios, e inclusive en los videojuegos o el arte, es incurrir en una acción marcadamente fascista. Apelar a la “corrección política” es negarse a llamar las cosas por su nombre. Es tapar el Sol con un dedo.
Resulta irónico, pues, que los puritanos se rasguen las vestiduras por ver una televisión más “moralista”, apegada a las buenas costumbres. Se enfurecen por la transmisión de las narconovelas en RCN y quieren más culebrones con vallenato para estimular el folclor local. Cierto, tienen un punto a favor que me agrada: la identidad neogranadina necesita globalizarse con tradiciones que flanqueen la imagen negativa y estereotipada que se tiene de Colombia, la cual está llena de criminalidad. Sin embargo, estoy en desacuerdo con la suposición de que ver Pablo Escobar, el patrón del mal nos incita a delinquir. Si eso fuera verdad, entonces La Cacica nos convertiría en músicos, Sala de urgencias en médicos y Laura, una vida extraordinaria en santos.
Mudémonos a otras latitudes con este pensamiento, y el resultado de este ejercicio racional será idéntico, salvando las diferencias geográficas y culturales que pueda haber. Un caso crónico que demuestra fehacientemente la validez de este paradigma lo podemos hallar en la República Democrática ―¿en serio?― del Congo, donde hay explotación laboral, tensiones étnicas, corrupción descarada, abusos de los militares y sinvergüenzura política. ¿Podemos achacar estos problemas a los medios de comunicación? Para nada; quien diga que sí, se equivoca. He aquí la prueba: ese país tiene un sistema de electricidad tan deficiente que la población vive a oscuras o con frecuentes apagones. Por consiguiente, el congoleño promedio no ve televisión, no escucha la radio, no navega en Internet y mucho menos lee el periódico. Y sin embargo, un piélago de males lo fustiga sin que pueda enterarse de lo que está pasando en tiempo real.
Queda así suficientemente entendido que un pueblo puede ser dominado cuando los medios de comunicación están bajo el yugo del Estado y cuando el acceso a ellos es escaso o nulo. Por tanto, hay una relación entre el tipo de gobierno, el nivel de riqueza y la libertad de expresión, la cual es demasiado compleja como para tratarla aquí. No obstante, lo que sí vale la pena señalar es que un despotismo todopoderoso es más eficiente cuando empobrece a la gente y hace que su indigencia luzca tolerable. Cuando el régimen recibe críticas, las encara distrayendo con “potes de humo” o recurriendo a la censura, que puede efectuarse de múltiples formas posibles (e.g., negarse a consignar datos oficiales, maquillar estadísticas, cerrar el paso a las auditorías, perseguir periodistas, inundar con propaganda). No obstante, recuerden lo ya dicho: son muchos los que no se tragan el cuento y buscan revelar la verdad en medio de las mentiras. Esa es la esencia de fenómenos como el efecto Streisand.
Los límites de la libertad de expresión componen un tema que sobrepasa los linderos de este análisis, pues aún es motivo de acalorado debate. Sin embargo, no está de más realizar un esbozo rápido de lo que no es, tomando como punto de referencia lo relatado en estas páginas. Concordando con lo escrito por David Osorio, el ejercicio de este valioso derecho no significa que uno esté autorizado a hablar con el propósito de ocasionar daño a los demás, en tanto que ese daño sea físico, psicológico o económico. El perjuicio, empero, debe comprenderse no en el plano de no sentirse ofendido por la crítica de sus ideas ―las cuales no son sagradas―, sino en el sentido de que con el uso de la información ―cierta o falsa― se vulnera intencionalmente la privacidad y la integridad de personas o instituciones.
Eso, para empezar, es tan sólo la punta del iceberg, bajo la cual subyace un entramado de circunstancias específicas que debe discutirse aparte y en otra oportunidad. Por lo pronto, ahí dejo planteada la propuesta para que la profundicen, instando además a no pedir ilusamente que los medios sean cien por ciento imparciales, veraces y objetivos, porque eso es imposible. En sí, la libertad de expresión es eso: se trata de hablar sobre los hechos, aunque en el proceso puedan permear nuestros puntos de vista o se meta la pata. El sesgo, el error, la falsedad, el sinsentido y la malinterpretación son aspectos propios del lenguaje humano, que conforman la denominada propiedad de la prevaricación teorizada por el lingüista Charles F. Hockett. No podemos borrarla de la naturaleza de nuestra especie, pero sí podemos domarla con las herramientas del pensamiento crítico.
Demos cierre a estas reflexiones mediáticas a través de un llamado a ser conscientes con los juicios que se emiten sobre los medios de comunicación. Si de algo estoy convencido, es que hemos sido demasiado duros con ellos, endosándoles culpas que no son suyas y encomendándoles responsabilidades que no les competen. Que cada quien asuma su barranco con las patrañas difundidas por doquier, llámese reportero, canal de televisión o gobierno de tal o cual país; por uno no deben pagar todos. Por mucho que se le recrimine, el periodismo es un oficio con el cual se ha hecho historia, literatura y cultura. Cualquier duda puede ser resuelta efectivamente con figuras de talla universal como Clare Hollingworth, Gabriel García Márquez y el entrañable Renny Ottolina. Si tuviera que elegir uno de estos personajes como modelo a seguir, sería a Ottolina, pues para mí él es el inspirador epítome de la comunicación social destinada a cambiar para bien la mentalidad de la gente; un ideal que debe prevalecer ante las adversidades de esta turbulenta Era de la Información.
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