A semejanza de cualquier figura histórica, Bolívar tuvo vida privada y personalidad propia. Al respecto se ha escrito mucho, pero al igual que sucede con sus creencias religiosas (descritas hace tres capítulos), esta parte de su biografía no se difunde sino en sus aspectos más superficiales, especialmente durante sus años de niñez y juventud. Además, el culto al Libertador no habla mucho del tema y hasta preferiría pasarlo por alto, pues aquí se observa al prócer sin vestiduras ni adornos de adulación: un ser humano en pensamiento, palabra y obra, que fue tan conservador como autoritario.
En este orden de ideas, es importante relatar cómo fue el Libertador con su familia y con sus allegados. Cuando las luces del teatro independentista se apagaron, se encendieron las de su ambiente doméstico, con las que Bolívar tuvo libertad para hablar y comportarse de manera desinhibida, sin sentirse atado por los hilos conductores de las naciones emancipadas por sus campañas. ¿Qué fue, pues, del héroe venezolano, en cuanto se retiraba a la esfera de su más recóndita intimidad? Esa es la interrogante que se va a contestar, aunque sea sucintamente y con un medio expresivo más directo.
1. Cosas de familia
Descendiente de una distinguida estirpe española oriunda del País Vasco, Simón Bolívar nació en Caracas el 24 de julio de 1783. Fue hijo legítimo de la unión entre los Bolívar y los Palacios, mediante un matrimonio concertado que dio al benjamín el nombre que reflejó su elevado estatus social: Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte y Blanco. No hay dudas sobre su posición acomodada, puesto que su condición mantuana le dio privilegios económicos especiales que derivaron en su fortuna, la cual en sus años iniciales se cuantifican de la siguiente manera (Herrera-Vaillant, 2014, pp. 46-52):
- La riqueza de don Juan Vicente Bolívar, padre del Libertador, rondaba la cifra de 1.200.000 pesos. Entre sus muchos bienes había más de 1.048 esclavos, las minas de cobre de Cocorote (es decir, las de Aroa), una tienda de mercería, dos trapiches de caña, dos haciendas, tres hatos y 14 casas.
- El niño Simón recibió por regalo bautismal el mayorazgo de su padrino don Juan Félix Jerez de Aristeguieta y Bolívar (1732-1784), que consistía en dos casas, tres haciendas, más de 55 esclavos, cuantiosos árboles frutales y 95.000 árboles de cacao.
- Fallecida su madre doña Concepción Palacios, el joven Simón recibió en 1794 su herencia, cuyo patrimonio se valoró en 150.000 pesos, con una renta de 15.000 pesos anuales. Desde dicho año hasta 1800, cuando pisó España, se pudo haber reunido la cantidad de 90.000 pesos en utilidades que mantuvieron el capital in crescendo, con el que Bolívar financió su estadía en Europa.
Aquel hogar de los Bolívar fue modesto en su prole, pero prolífico en parientes y dinero. Si el Libertador no fue pobre al morir, mucho menos lo fue al venir a este mundo. En su mocedad, el futuro héroe sudamericano tuvo capacidad para prever las necesidades financieras de su apellido, que vivía en el lujo gracias al mayorazgo de La Concepción. Sin embargo, el goce de esta gran propiedad no podía prosperar sin el cumplimiento de estrictas condiciones, entre las cuales se hallaba el hecho de desposar una dama de su mismo estatus social, siempre y cuando ella recibiera el visto bueno de su familia. Estando en España, el muchacho Simón le explicó el porqué a Pedro Palacios Blanco:
No ignora Vd. que poseo un mayorazgo bastante cuantioso, con la precisa condición de que he de estar establecido en Caracas, y que a falta mía pase a mis hijos, y de no, a la casa de Aristeiguieta, por lo que, atendiendo yo al aumento de mis bienes para mi familia, y por haberme apasionado de una señorita de las más bellas circunstancias y recomendables prendas, como es mi señora doña Teresa Toro, hija de un paisano y aun pariente, he determinado contraer alianza con dicha señorita para evitar la falta que puedo causar si fallezco sin sucesión; pues haciendo tan justa liga, querrá Dios darme algún hijo que sirva de apoyo a mis hermanos y de auxilio a mis tíos. (Madrid. 30/09/1800. Doc. 2 A.D.L.)
La premura de don Simón por casarse pronto fue para matar dos pájaros de un tiro: unirse con la mujer de su vida y aumentar su fortuna. No obstante, este plan maestro debió esperar hasta mayo de 1802 para concretarse, y mientras tanto debía dedicarse a distintas actividades, como atender sus finanzas, tan llenas de gastos típicos de un dandy caraqueño; “soy conocido por rico, y que lo más del dinero es para mí” (Bilbao, España. 23/08/1801. Carta a Pedro Palacios Blanco. Doc. 4 A.D.L.). Pero en cuestión de dos años, Bolívar enviudó, sin hijos. Como señala Herrera-Vaillant, que Bolívar haya jurado no contraer nuevas nupcias pudo basarse en ese criterio clasista, pues ninguna mujer, salvo María Teresa del Toro, estuvo a la altura de su abolengo. Esto explica por qué el Libertador trató a sus amantes como meros objetos de aventura, pues no eran buenos partidos para él.
El lapso que siguió a este pesado luto fue de soltería, mas no de soledad. Siempre estuvo acompañado de compadres que lo apoyaron en su gesta y de féminas que saciaron sus deseos carnales. Desde 1814 hasta la liberación final de Venezuela, Bolívar no pudo reunirse con su familia, y sus deberes militares fuera de ese país lo obligaron a lavar sus trapos sucios a distancia, con cartas y apoderados. El tema central de estas discusiones fue el dinero, directamente vinculado con sus propiedades en la provincia de Caracas, las cuales fue recuperando desde la victoria militar en Carabobo. Una de sus personas de confianza fue su sobrino Anacleto Clemente Bolívar, a quien le dirigió este mensaje el 2 de noviembre de 1821 (Bogotá, Colombia. Doc. 99 A.D.L.):
Dile al general Soublette que tenga la bondad de ver esta carta, para que te proteja en la defensa de mis bienes; pues no es razón de que me quieran quitar lo poco que me ha dejado la revolución. Mañana, que se hará la paz, dejaré la presidencia, y no tendré nada de que [sic] vivir; no siendo mi intención recibir sueldos del gobierno.
Con anterioridad se habló de por qué Bolívar esgrimió su espada verbal para proteger su patrimonio; después de la Independencia, el prócer criollo habría tolerado de todo, menos la pobreza y las dádivas gubernamentales. Asimismo, tampoco se le habría ocurrido hacer malas inversiones, ya que le generarían pérdidas. En este punto, el Libertador le dio a su querido Anacleto varias indicaciones: no reparar ninguna de las casas de sus posesiones debido a los frecuentes temblores que las derrumbaban, y dejar que su tío Simón se entienda personalmente con “el arrendador de San Mateo” (Guayaquil, Ecuador. 29/05/1823. Doc. 118 A.D.L.). Añadió esta disposición: “Todos los esclavos que no eran del vínculo, que tú posees ahora, los he dado por libres porque eran míos y he podido darles la libertad; así ninguno quedará esclavo por ninguna causa ni motivo”. Está de más discurrir lo ocurrido con la servidumbre negra, porque eso ya fue analizado.
Por ser época de posguerra, el deber fundamental de Bolívar fue garantizar el bienestar de su familia. El Libertador, por ende, se convirtió también en el benefactor de su lejano hogar en Caracas. Desde la localidad peruana de Trujillo, el prócer mantuano le dijo a Francisco de Paula Santander que sus hermanas “no necesitan de nada porque yo les he señalado todas las rentas de mi caudal para que vivan” (21/12/1823. Doc. 8328 A.D.L.); esa “nada” era la pensión concedida por el Estado para aquellos que hubieran perdido a sus seres queridos durante la emancipación. Indignado con esa clase de dinero, Bolívar manifestó: “no merece llevar mi nombre la que ha pretendido por una impostura manchar la muerte de un hijo que ha perecido gloriosamente por su Patria”. Por el contexto, la infortunada mujer que mordió el anzuelo económico fue su hermana Juana.
Tres años después, empezaron los pleitos en el seno de los Bolívar. En 1826, Simón le dijo en mayo a su hermana María Antonia, desde el Magdalena: “te he dicho que no quiero que Anacleto tenga el mayorazgo, sino que tú misma lo manejes, porque en manos de este loco se pierde. Por lo demás tú puedes hacer lo que mejor te parezca, sin necesidad de consultarme para nada” (Doc. 195 A.D.L., op. cit.). Simón le dio a ella libertad de acción para administrar sus negocios, pues no confiaba más en Anacleto, quien había caído en desgracia por la ludopatía. Fue en ese mismo año y mes, pero el día 29 y en carta escrita desde Lima, que el Libertador blandió esta advertencia a su sobrino: “si no abandonas ese maldito vicio del juego, te desheredo para siempre; te abandono a ti mismo” (Doc. 199 A.D.L.). Sumó a esto un furibundo regaño:
Es una vergüenza para ti y para tu familia ver la infame conducta que has tenido en Bogotá, librando contra tu pobre madre sumas que no las gasta un potentado, abandonando tu mujer, y, para hacer lo que faltaba, desacreditando al Vicepresidente, faltando de este modo a tu patria, a tu honor, a tu familia y tu sangre. ¿Es éste el pago que das al cuidado que tuve de llevarte a Europa para que te educases; el que ha tenido tu madre para hacerte hombre de bien?, y, en fin, ¿es éste el modo que correspondes a los beneficios que te he hecho? ¿No te da vergüenza ver que unos pobres llaneros sin educación, sin medios de obtenerla, que no han tenido más escuela que la de una guerrilla, se han hecho caballeros; se han convertido en hombres de bien; han aprendido a respetarse a sí mismos, tan sólo por respetarme a mí? ¿No te da vergüenza, repito, considerar que siendo tú mi sobrino, que teniendo por madre a la mujer de la más rígida moral, seas inferior a tanto pobre guerrillero que no tiene más familia que la patria?
Un Bolívar que hubiera amado la pobreza le habría tenido sin cuidado que su propio sobrino dilapidara su dinero en apuestas. Pero no fue así. El héroe mantuano estaba enojado con esa “viveza criolla”, y con gran razón, porque el capital derrochado era el suyo, no el de Anacleto, quien vivía a costillas de las rentas ajenas. Más que la corrupción del Estado, endémico por esos años de la consolidada Independencia, el Libertador despreciaba sobremanera que su misma familia estuviera enlodada en esos males, jugando con sus posesiones como si fueran fichas de Monopoly. ¡Qué fácil es gastar lo que sudan los demás!
Por este motivo, Bolívar fue enfático con María Antonia en este señalamiento: “Te advierto (…) que yo no tengo un peso en este mundo y que si perdemos los bienes de nuestros padres perecemos” (Magdalena, Colombia. 10/07/1826. Doc. 206 A.D.L.). Si ella tenía alguna esperanza de que el Libertador se lucrara con el erario del Estado, se le acabó con estas terminantes palabras; la herencia de sus padres estaba muy por encima de cualquier salario gubernamental, que podía esfumarse en un parpadeo. En esa carta, no escatimó don Simón en consejos, como el de no involucrarse en política:
Tú no debes meterte en ningún partido, ni bueno ni malo: quiero decir que no te metas a hablar de nada de lo que pasa. Es muy impropio de señoras mezclarse de los negocios políticos; y si tus hijos se meten a hablar, hazlos callar o échalos de tu casa. La dirección de los negocios no corresponde a los simples ciudadanos que tienen que vivir por vivir. Los que ganan sueldo del estado son los que deben entenderse en esto.
Aunque se dirigió a María Antonia, Bolívar habló en general cuando se refirió al lugar que debía tener la mujer en la política: fuera de ella, en todos los poderes públicos. Nada de diputadas, juezas y presidentas, no señor. Su puesto en la nación debía ser la casa, la familia, los hijos y el marido, nada más; esa es la idea expresada por Bolívar en Lima el 10 de agosto de 1826, a la que añadió esta observación: “Una hermana mía debe observar una perfecta indiferencia en un país que está en estado de crisis peligrosa, y donde se me ve como al punto de reunión de las opiniones” (Doc. 1176 A.D.L., op. cit.). A ella le exhortó a ocuparse sus bienes ―con seguridad, debieron ser las minas de Aroa―, a que no tomara partido por ninguna facción de la república venezolana y a que consumara la venta de sus posesiones, pero en plata y “en Inglaterra o Estados Unidos”.
Se puede deducir que al Libertador, por ser una figura política de alto perfil, le podían salpicar fácilmente los escándalos; sus enemigos podían tomar represalias con el solo hecho de complicarle la existencia a sus allegados. O bien, bastaba que estas personas cercanas a Bolívar cometieran un error garrafal para que le echaran la culpa a él de lo sucedido. Uno de María Antonia habría sido suficiente para hacer aún más embarazoso el pleito jurídico contra Lecumberri, que en esos años estaba al rojo vivo, y uno de Manuela Sáenz habría tenido igual o peor impacto en su reputación de estadista. De esto le habló el héroe venezolano a José María Córdoba en julio de 1828:
En cuanto a la amable Loca. ¿Qué quiere V. que yo le diga a V.? V. la conoce de tiempo atrás. Yo he procurado separarme de ella, pero no se puede nada contra una resistencia como la suya; sin embargo, luego que pase este suceso, pienso hacer el más determinado esfuerzo por hacerla marchar a su país o donde quiera. Mas diré que no se ha metido nunca sino en rogar, mas no ha sido oída sino en el asunto del C. Alvarado, cuya historia no me daba confianza en su fidelidad. Yo la contaré a V. y verá V. que tenía razón. V., mi querido Córdoba, no tiene que decirme nada que yo no sepa, tanto con respecto al suceso desgraciado de estos locos, como con respecto a la prueba de amistad que V. me da. Yo no soy débil ni temo que me digan la verdad. V. tiene más que razón, tiene una y mil veces razón; y por lo tanto debo agradecer el aviso que mucho debe haber costado a V. dármelo, más por delicadeza que por temor de molestarme, pues yo tengo demasiada fuerza para rehusar ver el horror de mi pena. (Bogotá, Colombia. Doc. 310 A.D.L.)
Habría estado rubicundo el Libertador cuando escribió cada línea de esa misiva, pues por aquellos días Manuela Sáenz fusiló un muñeco vestido de Santander, indicando lo que debía hacer el héroe venezolano con el prócer neogranadino. Bolívar nunca le hizo caso, y con esa actitud lo único que ella consiguió fue avergonzarlo más, acrecentando las tensiones entre centralistas y federalistas. Al dirigirse a Córdoba, Bolívar pensó en terminar con ella o en expulsarla a Ecuador para que no lo volviera a molestar con sus imprudencias. Sin embargo, el prócer criollo resolvió perdonarle su equivocación.
Por este tipo de acontecimientos fue que el Libertador difícilmente le daba su confianza a las mujeres, salvo en la cama, en sus tierras y en su archivo personal; aún así, podía perder la paciencia con ellas, por lo que acababa delegando su responsabilidad a un hombre. Un ejemplo que ilustra esta aseveración la tenemos en una carta de Bolívar a María Antonia, fechada en Guayaquil el 4 de agosto de 1829 (Doc. 344 A.D.L.). En esta, el héroe venezolano agradeció las gestiones de su hermana en relación a las minas de Aroa, que por aquel año no habían sido vendidas por enredos legales, pero luego la mandó a paseo diciéndole esto:
Yo te doy las gracias por tus finezas; pero puedes evitarte la pena de dar pasos especialmente en asuntos de papeles, pues de ordinario las mujeres no sirven para esto; y tú lo has acreditado más, a pesar de tus buenos deseos, enredando el pleito, las letras, y cometiendo desaciertos como el de mandar a Londres los papeles de la contrata de arrendamiento de las minas con el nombre de títulos, todo lo que ha provenido de no entenderlo y sólo sirve para echarlo a perder todo. Por esta razón, he trasmitido [sic] mi poder a otros, que lo entienden mejor que tú. Déjalos, pues, obrar y no te metas en nada, especialmente en cosa de papeles y de ello te quedaré muy agradecido.
Más claro, ni el agua. Esto debió haber sido una patada en el hígado. Los errores de María Antonia le costaron su primacía en los arreglos de las minas de Aroa, aunque eso no significó que no recibiera a posteriori el dinero por su venta. El Libertador se convenció de que las féminas eran inútiles en la burocracia, y la prueba que le dio la razón estaba en la incompetencia de su hermana. Aún así, Bolívar la quiso mucho y nunca la dejó desamparada, pese a sus diferencias de opinión. María Antonia fue una realista convencida, en tanto que él, como todos sabemos, fue independentista.
Tampoco salió indemne Manuela Sáenz de estos prejuicios sexistas. Involucrada en una asonada para restablecer el mandato de Bolívar en la Gran Colombia, Manuela esperó la aprobación del Libertador y la caída de los federalistas; sin embargo, el héroe mantuano la dejó vestida y alborotada. En Guaduas, Bolívar le dijo a ella, en una carta del 11 de mayo de 1830: “Amor mío: mucho te amo, pero más te amaré si tienes ahora más que nunca mucho juicio. Cuidado con lo que haces, pues si no, nos pierdes a ambos perdiéndote tú” (Doc. 361 A.D.L.). Ese fue un modo dulzón de ordenarle a ella que, por su bien y por el de él, se mantuviera apartada de la política y del ejército.
Para quien todavía se resista a creer lo que está leyendo, consulte la documentación citada, comenzando por el testamento del Libertador. Ahí sólo dejó herencia a personas que consideró como las legítimas receptoras de su patrimonio; varios de ellos fueron sus familiares, tales como sus hermanas María Antonia y Juana. No hubo mención a ninguna compañera sentimental más que su difunta esposa, ni se reconoció la existencia de prole de ninguna clase. Mientras sus allegados comieron las mejores porciones del pastel, a Manuela Sáenz no le tocó nada; le llegaron unos tristes 5.000 pesos, pero sólo porque su amado se los envió el 6 de diciembre de 1830 mediante carta a Rafael Urdaneta. Fuera de eso, Bolívar, al morir, no le dio a ella ni un maravedí. Así paga el diablo a quien bien le sirve.
El funeral es, básicamente, el método más sencillo que tiene alguien para especificar quiénes son parientes y quiénes no lo son. Bolívar se atuvo a esta norma, y con ella se contempla un prócer que no estuvo enteramente despegado de la vieja cultura colonial de la Corona hispánica. Aunque fue liberal en el sentido económico, su percepción de la sociedad era conservadora, ya que defendió la iglesia católica, las costumbres heredadas de los españoles ―las cuales estaban íntimamente ligadas a la religión cristiana― y la familia tradicional, cuya estructura clasista procedía del extinto sistema de castas. Esto, de por sí, conformó los cimientos de la compleja mentalidad del Libertador.
2. Psicología de un líder: un esbozo
Al entrar en la personalidad del Libertador, no se pueden hacer más aproximaciones que las documentales. Todo lo que sabemos de él está en el papel, con opiniones multitudinarias, dispares y polémicas. Vela Correa (2010), por ejemplo, citó los testimonios de Ducoudray-Holstein y José de la Riva Agüero, que han sido soslayados por muchos investigadores sólo porque no hablaron bien del héroe venezolano, aunque estos sí se fían al pie de la letra de Luis Perú de Lacroix, quien lo elogió en extremo. Por lo visto, hay un sesgo historiográfico que santifica al prócer caraqueño, en detrimento de un contraste racional de pareceres. Vela Correa aconseja:
Lo único que existe para conocer al verdadero Bolívar es, claro está, a través de sus cartas y hechos, y fuentes de la época adicionales, pero no se puede limitar a las versiones oficiales únicamente que son las que hemos conocido y tampoco se pueden desconocer los testimonios de aquellos que pudieron haber sido llamados contradictores pues ellos tuvieron la oportunidad de conocerlo personalmente.
Indagar en la consciencia del Libertador es una tarea bastante ardua que es más propia de la psicología y de la psiquiatría que de la historia. Por tanto, no voy a inmiscuirme en áreas profesionales que no me competen y de las que sólo tengo conocimientos superficiales ―es decir, en las ciencias de la salud, porque de lo demás sí estoy informado―, pero sí haré una veloz introducción al modo de ser que tuvo Bolívar mientras vivió. De este modo, lo que diré será muy somero y se sostendrá principalmente en sus biografías y documentos.
Como ocurre con los grandes militares de la historia, Bolívar tenía delirios de grandeza; era megalómano. Uno reconoce fácilmente ese rasgo porque él siempre hablaba de la gloria, del honor, de tener valor en la batalla, de los imprescindibles que eran sus ideas para la independencia y de la salvación de la patria. Valoraba su título de Libertador más que nada, y por esa razón nunca aceptó otro que lo pudiera denigrar; a lo sumo, dejaba que le llamaran “Libertador presidente”. No sintió pena con la denominación de “dictador”; aunque le ruborizaba tener tanto poder consigo, se sentía satisfecho con esa responsabilidad, pues lo ponía a la altura de los césares romanos que rescataban la república del peligro.
Asimismo, su carácter era fuerte, explosivo, impulsivo, violento, respondón, un gélido témpano que no se derretía sino ante los encantos femeninos. No le gustaba que le contradijeran, por lo que no toleraba la desobediencia ni la indisciplina. Solía ser meticuloso y observador. Esta cualidad le fue útil al dirigir el ejército, porque a su indumentaria no le debía faltar ni un botón. Si algo salía mal, como los clavos de las herraduras en la caballería, se encolerizaba y descargaba su ira en el culpable. Al ponerse como un energúmeno, Bolívar no se ahorraba las maldiciones y palabras peyorativas, pero nunca usaba groserías, porque de hacerlo rebajaría su reputación a la del vulgo.
Respetuoso del decoro y de su privacidad, el Libertador no era de los que sacaban sus trapitos al sol; no quería ser comidilla de la farándula sudamericana. Eso se lo dijo a Tomás de Heres el 19 de abril de 1824: “No me ha parecido bien que Vd. haya abierto mis cartas de Santander y Peñalver. Las cartas confidenciales son sagradas para todo el mundo, porque son secretos de otros que no se deben confiar” (Doc. 9370 A.D.L., op. cit.). Idéntica idea expresó el Libertador a Santander el 8 de octubre de 1826: “Nada me gusta que se dé al público mi correspondencia privada” (Doc. 1200 A.D.L., op. cit.). ¿La razón? Esta: “Creo que es una violación de la fe de la amistad. En Europa esto es un crimen”.
Hábil en retórica, Bolívar era un genio en el arte del engaño, de la mentira y de la manipulación verbal. Cuando flaqueaba su autoridad, se valía de su labia para resolver cualquier situación enredada en asuntos políticos y militares; además, tuvo tacto e inteligencia para trancar las maniobras de sus enemigos. A las mujeres, por su parte, las seducía mejor con cartas apasionadas, en las que llegaba a ser pantallero para llamar la atención. En la ya señalada misiva a Teresa Laisney de Tristán, Bolívar le dijo en 1804 que había estado en Londres, Lisboa y Viena, pero todo eso era falso. Lo más probable es que el entonces joven caraqueño relató ese viaje ficticio para impresionarla, aunque la cantidad de dinero gastado sí es un dato creíble.
Se puede añadir también que el Libertador fue ambidiestro, autodidacta, ávido lector (aunque en esto lo superó Francisco de Miranda) y de hábitos refinados, en los que demostraba la caballerosidad exigida a cualquier varón educado de su tiempo. Su círculo social implicaba mucha gente, pero sólo con una minoría podía mostrarse confianzudo, aunque eso no lo libraba de llevarse chascos. Vimos arriba lo acontecido con su hermana María Antonia y su amante Manuela Sáenz, evento que se repitió con Simón Rodríguez, a quien Bolívar dio un cargo público en Bolivia. Rodríguez, al mando de la educación, tuvo una gestión tan mala que el Gran Mariscal de Ayacucho se quejó en Chuquisaca ante el Libertador, a quien le dijo en carta del 10 de julio de 1826: “yo tengo mis buenas ganas de que don Samuel se acabe de ir con Dios” (Sucre, 1981, p. 412). En efecto, el Robinson americano renunció (Rumazo González, 2006, pp. 226-229).
Estas descripciones demuestran el casi inextricable pasadizo de facetas que conformaron el ingenio del Libertador. Psicológicamente, lo que estuvo en su cerebro fue consecuencia de muchos factores tales como la crianza, las relaciones sociales, la guerra de Independencia y las querellas políticas de la Gran Colombia. No obstante, el elemento que creo más determinante fue Simón Rodríguez, no solamente porque lo educó, sino porque fue su maestro, su amigo y, sobre todo, el forjador de su espíritu revolucionario. He aquí la importancia real de Rodríguez en Bolívar: fue quien visualizó en aquel huérfano pupilo al artífice del destino de la América Española.
Conclusiones
Una mirada al árbol genealógico de la familia Bolívar es suficiente para convencerse de lo mucho que esta había crecido en América, específicamente en la Capitanía General de Venezuela. En la fina convergencia de linajes, el nombre que resalta de entre los demás fue el de Simón; un hombre cuya vida personal danzó entre los vaivenes del amor, del odio, de la guerra y de la paz. Dedicado a las peripecias demandadas por un Nuevo Mundo en vías de emanciparse, el Libertador también tuvo tiempo para tomar las riendas de su fuero interno, que es donde residió su apellido.
Si bien suena a verdad de perogrullo, el Libertador tuvo virtudes y defectos. Lo primero es muy conocido, pero lo segundo no tanto, y es por eso que allí hubo un mayor énfasis. Bolívar no fue un demonio en el sentido estricto del término (hubo dictadores peores que él, tanto en Europa como en América, incluso durante la Independencia), aunque tampoco fue un ángel de Dios. Por tanto, afirmar que el héroe mantuano fue un santo de moral intachable es incurrir en un gravísimo desacierto, ya que él ni tuvo intención de serlo, ni fingió que lo era. Ni siquiera pidió que imitaran su conducta al caletre.
Este fue el genio y figura de Bolívar, de la cuna a la sepultura. No hay máscaras, no hay disfraces, no hay uniformes que escondan su ser. Sólo es el Libertador al descubierto, con revelaciones dichas por él mismo acerca de su núcleo familiar (mejor dicho, lo que quedó de él) y su personalidad. Su biografía es un Orinoco de vivencias ―ora placenteras, ora tortuosas― que desemboca en el delta de los cultos surgidos en épocas y lugares diferentes con un objetivo común: utilizar su nombre para beneplácito de sus intereses particulares.
Bibliografía
-Archivo General de la Nación. Archivo del Libertador [Página web]. URL: [clic aquí]
-Herrera-Vaillant, Antonio (2014). Bolívar, empresario. Caracas, Venezuela. Editorial Planeta Venezolana.
-Rumazo González, Alfonso (2006). Antonio José de Sucre. Gran Mariscal de Ayacucho (Biografía). Caracas, Venezuela. Ministerio del Poder Popular del Despacho de la Presidencia.
-Sucre, Antonio José de (1981). De mi propia mano (selección, 2ª ed., 2009). Caracas, Venezuela. Biblioteca Ayacucho.
-Vela Correa, Juan Carlos (2010, junio 3). El Bolívar Desconocido. Memorias de Bolívar [Página web]. URL: [clic aquí]
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Capítulo 5 – Religión mantuana
Capítulo 6 – La palabra del prócer
Capítulo 7 – Una cara en la moneda
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