Desde hace muchos años se ha sostenido que las ideas de Bolívar, en sus diversos ámbitos, han sido expresadas bajo los efectos de influencias divinas, como si él hubiera sido un profeta infalible que vino a predicar la buena nueva de la emancipación. También se ha pensado que por esa razón sus declaraciones son ilustradas, irrefutables, invulnerables a la erosión del tiempo, como si todo lo que dijo fuera aplicable a nuestra época actual. Se ha justificado, basándose en su victoria militar sobre las huestes realistas, que su punto de vista es el correcto, pues sólo él tuvo la suficiente claridad de pensamiento para razonar la realidad de la América Española y defenderla de sus enemigos. En suma, se ha afirmado, de manera vehemente, que contradecir estos juicios del Libertador equivale a incurrir en errores de proporciones heréticas.
Las investigaciones históricas más recientes, empero, han roto esa alambrada de argumentos rebuscados. En este proceso de crítica, se ha probado que el discurso del culto a Bolívar se basa en frases y documentos que habitualmente son distorsionados, adulterados, endiosados, sacados de contexto, erróneamente atribuidos a él y, en el peor de los casos, falsificados. Aunque a algunos les parezca insignificante, esta situación es bastante preocupante porque no sólo afecta al lego que no sabe de historia, sino incluso a los investigadores más expertos. Por consiguiente, este segmento estará enteramente dedicado a explicar sin anestesia la verdadera estructura verbal del Libertador y lo que le inventaron, así como sus mentiras, equivocaciones, manipulaciones retóricas y citas cliché que nunca pasan de moda.
1. El pseudoevangelio del criollo
Sostuve en el capítulo 1 que la doctrina bolivariana, como la han concebido sus cultores, no existe; que es una ficción del imaginario colectivo conducida por políticos y defendida por sofistas. Por atrevida que sea, esta afirmación la respaldo en varios hechos simples pero trascendentales. El primero de ellos, como tuve ocasión de señalar, es que el Libertador fue un “consumidor intelectual” caracterizado por absorber ideas en vez de producirlas; su virtud, por tanto, no estuvo estrictamente en las quimeras ideológicas que propuso, sino en el modo de expresarlas y en su tenacidad para buscar su aprobación en las instituciones republicanas.
A esta lista se añade un segundo elemento, que es su falta de sistematicidad. Las ideas de Bolívar no formaron un ente monolítico, sino que tuvieron variaciones según varios factores que influyeron en su discurso, como el tiempo, el lugar y la persona a quien se dirige. Las pruebas las encontramos a raudales y en ellas observamos que su pensamiento de 1830 es desigual y hasta contradice el de 1821; sin embargo, es posible hallar que en algunos puntos se conservan sus planteamientos de fondo, aunque cambian de forma. Asimismo, hemos visto que Bolívar dijo en privado cuestiones que no podía decir en público: el exterminio de los realistas pastusos, su preocupación por librarse de las castas “inferiores”, la cesión de algunos territorios independizados de la América Española a los ingleses, sus planes político-militares y su intimidad personal.
Lo anterior nos dice que el pensamiento del prócer mantuano se escribió de acuerdo con una ensalada de contextos determinados, en muchas ocasiones, por los avatares de la guerra. Esto de por sí nos confirma el tercer aspecto del por qué no existe la “doctrina” bolivariana; según la nota introductoria del Archivo del Libertador, del héroe venezolano hay unos 12.128 documentos reunidos en 32 volúmenes. La impresionante cantidad está conformada en su mayoría por cartas, discursos, proclamas, decretos, proyectos legales y partes militares, que están ordenados cronológicamente por reconocidos historiadores en la materia. En estos textos no hay tratados filosóficos ni disertaciones científicas; cuando mucho, sus opiniones particulares sobre el conocimiento y las ideas vigentes en su época.
Queda descartado, por ende, que los ideales de Bolívar, entramados por 12.128 hebras (sin contar las memorias de Lacroix, O’Leary, Ducoudray Holstein, Páez, etc.), constituyen un evangelio político. Esta aserción queda ilustrada con las susodichas cartas que, por estar dirigidas a destinatarios de su confianza, trataban temas muy reservados que no debían ventilarse a la población. Esto es así porque el héroe venezolano escondía secretos de Estado, conspiraciones, contra-conspiraciones, movimientos de tropas, transacciones financieras, negociaciones a puerta cerrada con potencias extranjeras, estrategias políticas contra los federalistas, pleitos familiares y deslices eróticos. Imaginen lo que hubiera pasado si esos ardientes papeles hubieran caído en las manos equivocadas, en alguna especie de Wikileaks decimonónico.
De haber querido el Libertador que toda esa información “clasificada” fuera convertida en una “doctrina”, en un evangelio americano, habría hecho esfuerzos por lograr su compilación y divulgación masiva, a fin que el mundo entero se enterara, por ejemplo, de que en 1815 tuvo intención de pactar con los ingleses los territorios panameños y nicaragüenses. No obstante, pasó exactamente lo contrario; al momento de morir, solicitó en su testamento la destrucción de aquella comprometedora evidencia custodiada por Juan Pavageau. Para fortuna nuestra, estas instrucciones no fueron acatadas y por esa razón es que sus documentos siguen con nosotros.
Vinculado íntimamente con lo tercero y lo segundo, el cuarto y postrimero hecho está en el idioma. En su mayor parte, Bolívar habló en español (él nunca aprendió lenguas indígenas), a menudo con un lenguaje preciso, sin medias tintas ni vaguedades polisémicas; si algo odió, fue nutrir las malinterpretaciones de sus mensajes que solían venir en los libelos de sus enemigos políticos. Este paradigma fue más rígido con los documentos castrenses, pues la independencia estuvo compuesta de operaciones armadas muy delicadas, cuyo éxito dependió de órdenes fielmente obedecidas y de una clara rendición de cuentas en el ejército. En este punto, los decretos y reportes militares del Libertador, amén de sus oficiales subalternos, nos ofrecen información generalmente fiable de sus campañas.
Cabe aquí una importantísima observación al respecto. En el ámbito lingüístico, el Libertador hizo un uso pulcro de la lengua castellana, que correspondió a los inicios del siglo XIX; un español americano heredero del español peninsular, al que se le atravesaban extranjerismos franceses. Sus términos despectivos se reducían a vocablos como “godo”, “monstruo”, “charlatán”, “cuervo” o “tránsfugo”, más que todo para referirse a los realistas. A nivel oral y escrito nunca decía groserías, aunque en rarísimas ocasiones maldecía, principalmente en algunas de sus airadas cartas y para atacar a un individuo o grupo selecto que se hubiera ganado su enconado desprecio.
La palabra “maldito”, por ejemplo, apuntó su rabia a los masones en la mencionada misiva a Santander, en octubre de 1825 (Doc. 972 A.D.L., op. cit.); sólo aparece escrita una vez en toda la carta. Fuera de esto, no he leído en ninguna fuente que Bolívar haya usado coloquialismos. A lo sumo, Ricardo Palma (2007, pp. 35-37, 42-43) registra en sus relatos La pinga del Libertador y La consigna de Lara que el héroe caraqueño usaba “¡la pinga!” como interjección de cuartel, a fin de no decir “¡carajo!”, y que aceptaba con buen humor las vulgaridades de sus compadres independentistas de la nación grancolombiana. Las picantes anécdotas de Palma son creíbles, pero deben tomarse con pinzas, pues vienen de un folclor peruano preñado de prejuicios etnolingüísticos hacia los neogranadinos y venezolanos. Personalmente he tenido contacto con la literatura llanera, como la de Antonio José Torrealba, y me consta que su habla no es lo que pinta este insigne escritor.
Esta descripción idiomática que se presenta no es, de ningún modo, un intento de sustituir las hagiografías de Bolívar con otra, ni un alarde de datos inútiles. Este es un esfuerzo por mostrar a los lectores, indistintamente de si son académicos o no, el vocabulario que solía tener el Libertador, tanto al hablar como al escribir. Cuando uno se acostumbra a leer y estudiar con fundamento sus cuantiosos documentos, logra captar el tipo de lenguaje que utilizaba en sus tics, saludos, despedidas y demás bases nitrogenadas que componían su ADN lingüístico, sintetizado a través de la educación. Este es el paso más básico e importante para olfatear la autenticidad de los textos del prócer mantuano, vengan de donde vengan. Abundan los libros que recogen páginas escogidas, pero no todos son igualmente fiables, pues hay historiadores e investigadores malintencionados que se aprovechan de su estatus académico para timar a los lectores incautos.
Por desgracia, esta charlatanería ha gozado de popularidad, pero eso no quiere decir que no se pueda luchar contra sus camelos mediante el contraste de fuentes sometidas al escrutinio del método científico y al sentido común. Un caso resaltante lo tenemos con Lovera de Sola (2011), cuya denuncia a unos falsos folios amorosos “inéditos” entre Bolívar y Manuela Sáenz es bastante contundente. Entre los detalles obvios que desnudan la farsa, Lovera de Sola señala que los documentos “perdidos” de Sáenz no fueron rescatados, pues el baúl que los contenía fue quemado ―con papeles dentro― para prevenir el contagio de la difteria que segó la vida de la “Libertadora”. Este argumento queda respaldado por Victor W. von Hagen (1952, pp. 302-303) y Alfonso Rumazo González (1944, p. 237), biógrafos de Sáenz.
En breve nos ocuparemos de separar el trigo de la paja. Daremos, para empezar, un recorrido por las frases fantasmas de Bolívar. En lo que compete a esta sección, queda claro que el pensamiento del Libertador es cualquier cosa, menos una doctrina propiamente dicha. Si lo fuera, no tendría las dimensiones teóricas que sí están en el marxismo o el liberalismo económico; cuando mucho, sería una miríada de repetidas y fragmentarias consignas de la Ilustración que, a pesar de su evidente claridad, ha sido víctima de exégetas inescrupulosos que le han dado injustificadas segundas interpretaciones, al mejor estilo de los libros sagrados de las religiones.
2. Lo que Bolívar (quizás) no dijo
De más está decir que la regla dorada de cualquier investigador, en cualquier tema, es la de verificar los hechos y las declaraciones escritas. En otras palabras, cuando uno ve una frase de Bolívar, por corriente que sea, hay que preguntarse si él de verdad dijo eso. A tal efecto, hay que nadar en ríos de archivos que deben compararse para ver si alguien tuvo la desfachatez de hacer interpolaciones. Cuando se disponen de manuscritos, es preciso fijarse en aspectos físicos como la letra, la tinta y el papel, a fin de determinar que su antigüedad sea real (si es posible, se pueden solicitar tests más especializados para tener mayor seguridad).
Por insistente que sea, este consejo que doy no es baladí. No hay nada peor que exponer una postura a favor o en contra de Bolívar a través de textos imaginarios, cuyo objetivo no es otro sino el de exaltar o condenar al héroe venezolano con pruebas falsas. Algunas de ellas son precisamente ciertas páginas del Libertador que parecen salidas de la distopía orwelliana; son los documentos apócrifos con los cuales se intenta reescribir su vida y por consiguiente el pasado de América Latina. Echemos una ojeada a los que en mi opinión suelen tener mayor difusión, incluso entre los “intelectuales”.
Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito, me incorporo, abro con mis propias manos los pesados párpados: vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.
Mi delirio sobre el Chimborazo.
No son escasos los voceros del bolivarismo que han escrito diciendo que este poema en prosa es de Bolívar, con una multitud de argumentos que no son muy convincentes. En efecto, el “delirio” está en el Archivo del Libertador (Doc. 7032 A.D.L.) y supuestamente fue escrito en Ecuador, durante la campaña de 1822, pero a mi juicio hay más dudas razonables que certezas. En cuanto a la naturaleza del texto, Bedoya Muñoz (2010) aboga por su autenticidad usando como prueba la Carta de Pativilca (Doc. 124 A.D.L.), escrita en Perú a su maestro Simón Rodríguez el 19 de enero de 1824.
Bedoya Muñoz basa su argumento en una comparación que apela a las presuntas semejanzas semánticas de frases. No obstante, sus oraciones citadas no tienen la misma redacción y están sacadas de contexto, lo que obliga a desechar las alegadas similitudes de significado. Por ejemplo, en la Carta de Pativilca el Libertador usó los verbos pisar (“el día en que Vmd. pisó las playas de Colombia”) y profanar (“profane Vmd. con su planta atrevida la escala de los titanes”) para lugares geográficos, mientras que en Mi delirio… se utilizó hollar (“Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina”). Ya por ahí sus afirmaciones pierden fuelle; si Bolívar hubiera reciclado en 1824 conceptos expresados en 1822, lo más lógico habría sido hacerlo con las mismas palabras.
Aunque es cierto que hollar se empleaba a inicios del siglo XIX, no debemos olvidar que esta palabra estuvo circulando por más de dos centurias (de hecho, está registrada en el diccionario de Covarrubias, por allá en el siglo XVII) y que su uso era cotidiano en los hispanohablantes de la era independentista. Bolívar, empero, no usaba hollar para referirse a sitios del mundo, sino para expresar la idea de verbos como violar, pisotear, ultrajar y humillar; “Vosotras (…) vais a ser el escollo de vuestros opresores. Ellos (…) profanaron lo más sagrado (…); os hollaron” (Doc. 4092 A.D.L., op. cit.). Esto se corrobora con las cartas del Gran Mariscal de Ayacucho; “hollar las leyes y los derechos de nuestra patria” (Chuquisaca, Bolivia. 24/05/1825. Carta al Secretario de Estado del Despacho de Guerra. Véase en Sucre, 1981, p. 317).
Con estas diferencias radicales se puede pensar, como lo hizo Masur (1948, pp. 405-406), que Mi delirio… es “una falsificación, además mala”, pues “el estilo, el vocabulario y las ideas no son los de Bolívar, sino los de un imitador”. No obstante, Lynch (2006, pp. 171, 320) tiene al respecto una postura “agnóstica”, sin por ello haber sopesado puntos de vista. El periódico colombiano El Espectador, por su parte, anunció el hallazgo de la versión supuestamente genuina del poema, realizado por Armando Martínez Garnica (Virviescas Gómez, 2013). En este reportaje hay una foto del historiador neogranadino, en la que posa con un folio del documento; no más verla me di cuenta de que no es autógrafa del Libertador porque la letra es pequeña. Sabemos por dos cartas del prócer venezolano a Manuela Sáenz, escritas en abril de 1824 (Otuzco, Perú. Doc. 128 A.D.L.; Ibarra, Ecuador. Doc. S/N A.D.L.), que su caligrafía tenía aquellos trazos grandes que tanto irritaban a su querida amante.
Por consiguiente, el manuscrito mostrado por Martínez Garnica es una copia. Hasta él mismo lo reconoció: “Como se aprecia en la letra del documento, por la calidad de la caligrafía, esto lo hizo un copista; un secretario con letra muy buena, pareja”. El escribiente fue Mateo de Belmonte, el lugar fue Loja (Ecuador) y la fecha fue el 13 de octubre de 1822 (estos últimos dos datos están señalados por Lynch y el Archivo del Libertador). El original brilla por su ausencia y nadie lo ha encontrado hasta el momento; o desapareció, o Bolívar no lo redactó de su puño y letra porque lo habría dictado a sus amanuenses partiendo de sus observaciones. No hay forma segura de saber qué fue lo que realmente pasó, si es que pasó, pues Bolívar no escribía literatura ―menos aún poesía― y por ende no hay textos adicionales de esta categoría con los que se pueda cotejar el “delirio”. En este punto, cualquier afirmación es arriesgada, especulativa e indemostrable.
Martínez Garnica, en suma, usa el argumento repetido de Bedoya Muñoz para demostrar la autenticidad de Mi delirio…: el de la Carta de Pativilca, que recién acabo de discutir. Ahí se observa una tergiversación, porque Bolívar no admite en ninguna parte de esa Carta que compuso este poema en prosa ni que escaló el Chimborazo. Todo es cuestión de leer bien sus palabras: “venga Vmd.”, “profane Vmd.”, “tenderá V. la vista”, “al observar el cielo y la tierra, (…) podrá decir”. El uso del imperativo y del futuro es explícito, e indica que el Libertador exhortó a su maestro para que fuera a esa cumbre ecuatoriana.
Debemos sumar a esto la mención al Monte Sacro, que no es por casualidad; la invitación de Bolívar es para reavivar los viejos recuerdos de su juramento emancipador con Simón Rodríguez. Por tanto, si el Libertador hubiera subido al Chimborazo, lo habría hecho acompañado. Y no tanto porque habría sido aburrido el hecho de no compartir la gloria alpinista con su mentor, con quien fundaría la América libre de los españoles a semejanza de Rómulo en el Palatino, sino porque era extremadamente peligroso, más aún sin guías en el trayecto; entre los lahares, el soroche y un cuerpo inadaptado al altiplano andino, un ascenso a solas habría sido el suicidio, no una acción temeraria. Lo que no hicieron Humboldt, Bonpland y Montúfar en 1802, no lo habría hecho Bolívar en 1822.
Esto no quiere decir, sin embargo, que nuestro prócer no haya quedado maravillado con esta montaña, ya que en la cultura general de su época era considerada como la más alta del mundo, hasta que el Everest le quitó el trono (después lo hizo el Aconcagua, pero en los Andes sudamericanos). Por tanto, de haber estado Bolívar en el Chimborazo, la gente de esos años no habría ignorado el magno evento y hasta lo habría celebrado con un júbilo sin precedentes… Pero señala Masur una irregularidad que pone de cabeza a los cultores del Libertador: “ninguno de sus amigos o ayudantes menciona la hazaña”.
Antes de proseguir, haré unos apuntes finales. El texto de Mi delirio… está escrito desde la perspectiva de alguien que no estuvo personalmente en el Chimborazo, lo que explica la falta de detalles geográficos precisos y la narración propia de una persona que despierta de un sueño profundo (“quedé exánime largo tiempo”, “resucito, me incorporo”). Esto prueba que el autor de esta composición, llámese Simón Bolívar o Pedro Pérez, no estuvo allí, porque la redactó mirando desde la distancia. Sea como fuere, lo cierto es que con el apócrifo Mi delirio… se han soslayado injustamente bellísimos poemas decimonónicos que sí han contribuido de verdad a la literatura española, así como las proezas de escaladores que consiguieron auténticos hitos en la historia del montañismo (lo último se los dejo de tarea. Investiguen quién fue Edward Whymper).
¡Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca!
¿26 de marzo de 1812?
La supuesta frase aparece en numerosas biografías del Libertador y asombra sobremanera que muchos historiadores no dicen cuál es su fuente. Se dice que Bolívar la gritó a todo pulmón tras haber agredido a un cura que reprendía a los ciudadanos por haber pecado con la Independencia. Otras versiones, sin embargo, dicen que hubo varios clérigos en el lugar de los hechos, que él portaba una daga y que estaba ayudando a los malheridos sobrevivientes del cataclismo caraqueño como si fuera un avenger sudamericano. Además, numerosos escritores ponen esta cita y la escena en que presuntamente se dijo agregando o quitando lo que mejor les viene en gana. Con estas versiones variopintas que no llegan a ningún consenso, la lógica apunta a que todo esto puede ser un mito.
He reseñado varias veces que el terremoto de 1812 fue devastador tanto para el país como para la independencia venezolana. Nadie, ni siquiera Bolívar, fue indiferente a este trágico acontecimiento; lo mencionó a sus amigos neogranadinos de Cartagena antes de comenzar la Campaña Admirable en 1813. En esos años, el Libertador no se entendía muy bien con la iglesia católica, pues era un deísta masón de hueso colorado que repudió el rol del clero en la sociedad y en la política (tiempo después cambió su mentalidad; véase el capítulo anterior). Este pensamiento anticlerical, empero, no implica automáticamente que nuestro héroe haya hablado como un irredento ateo ―como yo, que escribo estas líneas― que reta a Dios ante el populacho atemorizado por el desastre natural, según muestra la iconografía tradicional. ¿O puede que sí?
Indagando a profundidad, se puede hallar que esa frase está mal citada, fuera de contexto y de paso no está en los papeles del Libertador, sino en Recuerdos sobre la rebelión de Caracas, una publicación salida a la luz varios años después de la victoria independentista. Que el título no los engañe; el autor de este libro fue José Domingo Díaz, periodista venezolano al servicio de la Corona española que calificó de “funesta” la insurrección emancipadora (1829, p. 3). Díaz, que también vivió el terremoto de 1812, nos da la versión íntegra de la mini-proclama de Bolívar y del entorno genuino en que la dijo (p. 31. Las cursivas están en el texto original):
A aquel ruido inexplicable sucedió el silencio de los sepulcros. En aquel momento me hallaba solo en medio de la plaza y de las ruinas; oí los alaridos de los que morían dentro del templo, subí por ellas y entré en su recinto. Todo fue obra de un instante. Allí vi como cuarenta personas, o hechas pedazos, o prontas a expirar por los escombros. Volví a subirlas y jamás se me olvidará este momento. En lo más elevado encontré a don Simón Bolívar que, en mangas de camisa, trepaba por ellas para hacer el mismo examen. En su semblante estaba pintado el sumo terror o la suma desesperación. Me vio y me dirigió estas impías y extravagantes palabras: Si se opone la Naturaleza, lucharemos contra ella, y la haremos que nos obedezca. La plaza estaba ya llena de personas que lanzaban los más penetrantes alaridos. Volví a mi casa, tomé mi familia y la conduje a aquel sitio.
De acuerdo con lo relatado por Díaz, él fue el único testigo de aquellos acontecimientos y la única persona a la que Bolívar le profirió esas “impías y extravagantes palabras”. No hubo curas sermoneando admoniciones, ni próceres rescatistas, ni amenazas a los ensotanados, ni arengas motivacionales, ni multitudes ansiosas de escucharlas. Lo que hubo fue gente muerta o moribunda, una iglesia hecha trizas y un par de hombres que se encontraron por casualidad mientras merodeaban en su interior. Eso es totalmente lo contrario de lo que nos ha querido vender el culto al Libertador.
Sinceramente, no se puede determinar si el Libertador realmente dijo eso. Díaz fue acérrimo enemigo del prócer mantuano, crítico de la revolución independentista y partidario de los realistas, por lo que siempre pensó que los simpatizantes de la emancipación eran enemigos de Dios y de la religión cristiana. Por consiguiente, su declaración debe verse con cautela porque está fuertemente sesgada; no sabemos hasta qué punto es cierta. No obstante, de lo que sí podemos estar seguros es que el Bolívar de 1812 fue intrépido, pero no tanto como para enardecer a una turba de católicos que lo habrían linchado en la plaza mayor por hereje.
¿Me pregunta usted por Manuela o por mí? Sepa usted que nunca conocí a Manuela. En verdad, ¡Nunca [sic] terminé de conocerla! ¡Ella es tan, tan sorprendente! ¡Carajo yo! ¡Carajo! ¡Yo siempre tan pendejo!
¿Diario de Bucaramanga?
Esta frase atribuida al Libertador está en unos supuestos manuscritos inéditos del Diario de Bucaramanga, escrito por Luis Perú de Lacroix. Presuntamente, esos papeles estaban en la primera parte del Diario y varias publicaciones le han dado la bienvenida sin hacerle la menor crítica. Entre ellas, está la edición al cuidado del Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información (Lacroix, 1828b, pp. 297-330); un corto fragmento está reproducido en el libro Las más hermosas cartas de amor entre Manuela y Simón, auspiciado por el Ministerio del Poder Popular del Despacho de la Presidencia (2010, pp. 11-13).
Hasta un lector poco precavido habrá notado que ambas obras mencionadas fueron difundidas por entes del actual gobierno venezolano, cuyo continuo secuestro de la democracia se ha hecho valer no sólo por las armas de su purulento ejército, sino también por mentiras intencionales fomentadas en el seno del chavismo. Por tanto, es evidente que aquí no hay ningún interés académico, con miras de hacer investigación histórica seria; su verdadero fin es hacer proselitismo político mediante la invención de un Bolívar “alternativo” que en nada se asemeja al que nos consta en sus miles de documentos.
La tramoya gubernamental se desmonta con varios argumentos arrasadores. Uno, la primera parte del Diario (del 1º de abril al 1º de mayo de 1828) sigue desaparecida, y de ella no tenemos más que el índice. Dos, los dudosos manuscritos “de reciente aparición”, que ni siquiera tienen fecha, no coinciden en vocabulario y estilo narrativo con la segunda parte del Diario. Tres, hay una contradicción; mientras el Bolívar del Lacroix apócrifo (1828b, p. 300) dijo que enviudó a los 19 años (hecho cierto, porque María Teresa del Toro falleció el 22 de enero de 1803), el Bolívar del Lacroix auténtico (p. 73) dijo que su esposa murió cuando él tenía 18 (lo que es erróneo por las razones explicadas, aunque eso no demerita la labor de este militar francés).
Cuarto, en el Lacroix apócrifo se cita a Bolívar diciendo “¡a paso de vencedores!”; sin embargo, ese grito de guerra no fue acuñado por el prócer criollo sino por otro héroe independentista. Navegando en el Archivo del Libertador, se puede encontrar un oficio de Pedro Briceño Méndez a Jacinto Lara, escrito en Rosario el 18 de junio de 1820 (Doc. 4490 A.D.L.). La misiva no es importante, sino una nota de pie de página en la que señala el autor: el general neogranadino José María Córdoba, quien peleó en la batalla de Ayacucho al grito de “armas a discreción y paso de vencedores” (hay fuentes que lo citan así: “¡Soldados, armas a discreción; de frente, a paso de vencedores!”. Al parecer, hay varias versiones de esta arenga. ¿Estamos frente a una nueva frase de cuestionable origen?).
Y quinto, el lenguaje. El Libertador descrito en este dizque manuscrito está cargado de palabrotas tales como “puta”, “perra”, “carajo”, “pendejo”, “coño”, “coño de madre”, “jodidas”, “joder” y “mierda”. El uso de estos términos soeces es recurrente y de ningún modo cuadra con el Bolívar del auténtico Diario de Bucaramanga, ni con ninguno de sus documentos. Este factor, unido a los demás anteriores, permite no ya suponer, sino sostener firmemente, que aquel texto atribuido a Lacroix es una falsificación a carta cabal, la cual debe desterrarse de cualquier bibliografía rigurosa sobre el Libertador.
Usted la conoce (a Manuela) muy bien, incluso sabe de su comportamiento cuando algo no le encaja. Usted conoce, tan bien como yo, de su valor, como de su arrojo ante el peligro. ¿Qué quiere usted que yo haga? Sucre me lo pide por oficio, el batallón de Húzares la proclama; la oficialidad se reunió para proponerla, y yo, empalagado por el triunfo y su audacia le doy ascenso, sólo con el propósito de hacer justicia.
¿17 de febrero de 1825?
Presuntamente, esa carta se la dirigió Bolívar a Santander desde el Cuartel General de Lima. No más leerla, dudé de su autenticidad. El tono hacia el prócer neogranadino exuda una aspereza que no tiene hasta 1828, cuando su amistad con él se enfrió debido a sus diferencias políticas. En suma, el texto tiene un error ortográfico que lo delata; en 1825, como ahora, húsares se escribía con “s” y no con “z”. La implícita mención a que Manuela estuvo en la batalla de Ayacucho eleva por las nubes cualquier sospecha al respecto, pues los acontecimientos históricos narran justo lo contrario.
Basándose en las memorias de Jean-Baptiste Boussingault (1801-1887), Rumazo González (1944, p. 146; 2006, p. 177) sostuvo que Sáenz combatió en Ayacucho. Sin embargo, ese testimonio no es creíble porque en la correspondencia de Bolívar no hay el menor indicio de su participación; las cartas señaladas en Las más hermosas cartas de amor entre Manuela y Simón no están en el Archivo del Libertador ni en el de Sucre (para más inri, Lovera de Sola advierte que aquel libro mezcla documentos verdaderos y falsos. He ahí el nivel de “credibilidad” que tienen las publicaciones del gobierno venezolano). No hay partes militares que la nombren y su rango de coronela fue conferido por haberse encargado de los papeles de Bolívar (Jaramillo Giraldo, 2000), no por acciones de combate.
Un detalle adicional echa por tierra esta enigmática misiva. Al estudiar la vida y obra de Manuela Sáenz, Hagen (1952, pp. 118-123) halló que la realidad fue más prosaica. Mientras las tropas de Sucre obtenían en Ayacucho una victoria épica gracias a las maniobras decisivas del general Córdoba, la “Libertadora” estaba en Lima con Bolívar, fumando su cachimba y gozando la compañía de su amado consentido. Si a esto juntamos que el prócer caraqueño proscribió la intervención femenina tanto en el ejército como en la política (véase el capítulo 4), las probabilidades de que Manuela haya masacrado realistas montada a caballo se reducen a su mínima expresión.
Maldito el soldado que vuelva las armas contra su pueblo.
¿?
Siempre que el despótico gobierno de Venezuela y su pandilla de militares asesinos se ensañan contra la disidencia, surge esta frase que acaban de leer. El aforismo tiene al menos seis versiones, cuyas variantes resalto en cursivas: “Maldito el soldado que vuelva las armas de la república contra su pueblo”, “Maldito el soldado que empuñe su arma contra su propio pueblo”, “Maldito el soldado que apunta su arma contra su pueblo”, “Maldito el soldado que dispare contra su pueblo”, “¡Maldito el soldado que levante sus armas contra el pueblo!” y “Maldito sea el soldado que dispare a su pueblo”.
A kilómetros de distancia se puede oler este fraude. Los que ponen esta cita no proveen información de cuándo y dónde se dijo; no lo harán porque no está en el Archivo del Libertador ni en ninguna compilación seria de sus documentos. Sencillamente, porque la frase atribuida a Bolívar es falsa de narices. La más similar, que a mi juicio es la auténtica, está en el discurso que dirigió el prócer criollo al Congreso Constituyente de Bolivia, el 25 de mayo de 1826 (Doc. 11128 A.D.L., op. cit.), con motivo de su propuesta constitucional de aquel año. Dice así: “El destino del ejército es guarnecer la frontera. ¡Dios nos preserve de que vuelva sus armas contra los ciudadanos!”
Cuando la tiranía se hace ley, la rebelión es un derecho.
¿?
Ídem a lo anterior. Bolívar nunca dijo eso. Tampoco la dijo Thomas Jefferson. El que quiera justificar legalmente una insurrección armada contra el gobierno de Venezuela, que lo haga con el Artículo 350 de la Constitución de 1999, que para eso existe. Y si necesita antecedentes históricos válidos para ello, que use el Artículo 191 de la Constitución federal de 1811, cuando se proclamó la independencia de España. También es poderosísimo citar la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano: “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo, y para cada parte del pueblo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”.
Adiós, Fanny, todo ha terminado. Juventud, ilusiones, risas y alegrías se hunden en la nada, sólo quedas tú como ilusión serafina señoreando el infinito, dominando la eternidad. Me tocó la misión del relámpago: rasgar un instante las tinieblas, fulgurar apenas sobre el abismo y tornar a perderme en el vacío.
¿6 de diciembre de 1830?
Dicen que esa misiva de Bolívar fue escrita a Fanny du Villars en San Pedro Alejandrino, cuando le faltaba poco para fallecer. Sobrados medios de comunicación le han dado cobertura sin dar explicaciones ni críticas para verificar su autenticidad. He visto varias versiones de esa carta; las hay con errores ortográficos (razgar en vez de rasgar), con letras cambiadas (alternan perderme y perderse), con divergencias de puntuación (en “dominando la eternidad” le ponen punto y aparte, en lugar de punto y seguido) y con fecha del día 16 de diciembre.
Lo más seguro es que esa carta sea apócrifa, pero personalmente la doy por falsa. No está catalogada en ninguna publicación seria y no está en el Archivo del Libertador. Tampoco se ha encontrado el supuesto documento original, que debió haberse escrito en francés y no en español. Adicionalmente, tanto el estilo como el lenguaje lucen muy floridos, con colores de arco iris, lo cual contradice completamente al Bolívar de 1830, cuya correspondencia escrita refleja un espíritu lúgubre propio de alguien que estaba por pisar el sepulcro.
Yo llamo a éste el equilibrio del Universo, y debe entrar en los cálculos de la política americana. (…) este coloso de poder, que debe oponerse a aquel otro coloso, no puede formarse, sino de la reunión de toda la América Meridional, bajo un mismo Cuerpo de Nación, para que un solo Gobierno central pueda aplicar sus grandes recursos a un solo fin, (…)
31 de diciembre de 1813.
Miguel Acosta Saignes puso esta cita en su estudio Bolívar: acción y utopía del hombre de las dificultades. La autoría no es del Libertador, sino de Antonio Muñoz Tébar (Doc. 558 A.D.L.), quien en ese año era Secretario de Estado y Relaciones Exteriores a las órdenes de la república venezolana. Sin embargo, el “equilibrio del universo” sí fue un lema típico de Bolívar; en Kingston, lo mencionó en una carta a Richard Wellesley (27/05/1815. Doc. 1293 A.D.L.), y a Maxwell Hyslop le habló de “poner al universo en equilibrio” (19/05/1815. Doc. 1290 A.D.L.). El sentido de la frase no es esotérico ni ecologista, pues se refiere a que las naciones emancipadas del poderío español tenían el deber de realizar un proyecto de unidad continental que sirviera de contrapeso a la hegemonía política europea.
La moral, como tú dices, en este mundo es relativa; la sociedad que se gestó y ha surgido en esa desastrosa época de colonialismo es perniciosa y farsante; por eso no debimos actuar, como tú bien dices, sino al llamado de nuestros corazones.
¿16 de junio de 1825?
Este fragmento, y la presunta carta del héroe venezolano a la que pertenece, se redactó en Tunja a Manuela Sáenz; o eso es lo que nos quiere hacer creer el libro Las más hermosas cartas de amor entre Manuela y Simón (Ministerio del Poder Popular del Despacho de la Presidencia, 2010, p. 57). El contenido del texto parece encajar, hasta que se observa un dislate que revela la bochornosa falsificación: la palabra colonialismo. A inicios del siglo XIX era común el vocablo colonia, sin el sufijo -ismo; se utilizaba para hablar de las posesiones inglesas o españolas en las Indias. Además, Bolívar nunca usó el término colonialismo en sus documentos; de hecho, tampoco está registrado en el Archivo del Libertador ni en ninguna publicación acreditada.
Abundan las frases célebres de Bolívar que (probablemente) nunca dijo. Lo que han visto es apenas una muestra. En el mejor de los casos, las citas son apócrifas o erróneamente atribuidas a él, pero en el peor de ellos son fraudes totales y absolutos. Para saber dónde está la verdad en medio de tantas mentiras, es preciso meterse en la piel del Libertador y averiguar la veracidad de lo que expresó en vida. Esto no sólo sirve para reconocer a primera vista los documentos falsos y de dudoso origen, sino también para determinar si el prócer mantuano estaba metiendo gato por liebre a su audiencia.
3. Falacias, mentiras, yerros, sesgos
Todos los políticos engañan y se equivocan cuando hablan, sin excepción alguna. Unos meten la pata más que otros, pero lo hacen al fin y al cabo. Esta regla de los estadistas rige nuestro presente, viciado de fanfarrones partidistas de izquierdas y derechas, y lo hacía por igual en el idolatrado pasado. Se ha demostrado fehacientemente que, durante la emancipación de la América Española, tanto independentistas como realistas utilizaron sus prédicas para atosigar al pueblo con falsas promesas; asimismo, expusieron por escrito ideas que eran ciertas en su tiempo pero que ya no lo son en la actualidad. Y toca meter a Bolívar en este saco por razones de peso.
Mis acusaciones no son gratuitas ni infundadas. Están basadas en los s análisis previos de las ideas sociopolíticas del Libertador, pero tienen su principal punto de apoyo en el estructuralismo de Charles Hockett, que situó entre los rasgos inherentes al lenguaje humano el de la prevaricación, es decir, la habilidad de transmitir información falsa y errónea. Este criterio lingüístico queda reforzado por la historia de distintas épocas y civilizaciones, cuyos documentos también se daban el lujo de escribir los acontecimientos según su conveniencia. Los papiros egipcios, por ejemplo, registraban sólo aquellos faraones que consideraban legítimos; los bastardos, o los que hubieran obrado contra los intereses del imperio, eran marginados de sus listas oficiales.
Desde luego, este razonamiento no da luz verde para decir que la emancipación de la América Española fue un vil montaje de los historiadores, ni incita a desechar cuanto haya dicho Bolívar. No. Más bien, esto es una invitación al lector para que piense; si alguna declaración de y sobre el Libertador no tiene lógica, se le debe cuestionar con el peso de las evidencias. Y como la ley entra por casa, toca hacer un examen muy crítico de aquellas frases del prócer venezolano que revelan sus facetas más irracionales. Lo que se presentará aquí es una modesta selección.
(…) su muerte no fue como aparece: no se hizo saltar con un barril de pólvora en la casa de San Mateo, que había defendido con valor: yo soy el autor del cuento; lo hice para entusiasmar [sic] mis soldados, para atemorizar a los enemigos y dar la más alta idea de los militares granadinos. Ricaurte murió el 25 de marzo del año 14, en la bajada de San Mateo, retirándose con los suyos; murió de un balazo y un lanzaso [sic], y lo encontré en dicha bajada tendido boca abajo, ya muerto y las espaldas quemadas por el sol.
Diario de Bucaramanga.
Generalmente, se ha creído que estas palabras del Libertador son interpolaciones de Lacroix (1828a, p. 182). Este juicio ha sido avalado en el círculo de expertos que han estudiado el texto y se complementa con un parte militar escrito por Antonio Muñoz Tébar (San Mateo, Venezuela. 25/03/1814. Doc. 730 A.D.L.). El entonces secretario de guerra dijo de Antonio Ricaurte lo siguiente: “rodeado por todas partes, no pudiendo salvar los pertrechos, los incendió, y voló con ellos para que no se aprovechasen los contrarios”. La versión oficial de Muñoz Tébar es congruente, no tiene signos de manipulación y hasta concuerda con los reportes de los realistas. Aunque eso no significa que Bolívar no haya hecho propaganda independentista.
La razón, empero, nos exhorta a ser cautos con las muertes “hollywoodenses”. Y para muestra, un botón: Pedro Camejo. José Antonio Páez escribió en su Autobiografía (1867, p. 251) que Camejo fue abatido en la batalla de Carabobo “a los primeros tiros”; el ex-esclavo pereció sin haber tenido tiempo de volver y despedirse. De hecho, la emotiva frase “Mi general, vengo a decirle adiós porque estoy muerto” fue inventada por Eduardo Blanco en su obra Venezuela Heroica y ha sido inmortalizada en el imaginario colectivo mediante la canción folclórica El negro y el catire, con letra de Graterolacho y música de Simón Díaz.
Aplicando idéntico escrutinio a la batalla de San Mateo, se podría matizar la muerte de Ricaurte sin necesidad de entrar en polémica. Aceptando como auténtico el contenido del boletín de Muñoz Tébar, se puede pensar que la “inmolación” heroica exagera un poco los hechos. Tal vez Ricaurte, urgido por quemar los pertrechos para que no fueran capturados por los realistas, murió accidentalmente cuando fue a encender la pólvora (vale decir que esto es un riesgo frecuente en el manejo de explosivos). Pero aún si la tradición venezolana estuviera en lo correcto, carece de sentido que en pleno siglo XXI se alabe una conducta propia de los atentados kamikazes islámicos en Oriente Medio.
Derrotados allí completamente en cuatro acciones sucesivas por nuestro ejército, que apresuradamente se formó en Caracas, por haber perecido con la mayor desgracia casi todos los soldados de la República, bajo las ruinas de cuantas ciudades ellos guarnecían así en la capital como en las fronteras, tuvo sin embargo éste que rendir sus armas, sacrificándose a los designios de su General, quien por una inaudita cobardía, no logró las ventajas de la victoria persiguiendo al enemigo, sino antes bien cometió la bajeza ignominiosa de proponer y concluir una capitulación, que cubriéndonos de oprobio, nos tornó al yugo de nuestros antiguos tiranos.
Exposición al Congreso. Cartagena, 27 de noviembre de 1812 (Doc. 111 A.D.L.).
Este ataque frontal de Bolívar estuvo dirigido a Francisco de Miranda, a quien no mencionó por su nombre sino por su rango militar. Como acaban de leer, el Libertador lo calificó de “cobarde” y le echó la culpa de la derrota independentista durante la campaña de 1811. Sin embargo, cualquiera que haya leído alguna biografía de Miranda ―recomiendo la de Alfonso Rumazo González y la de Mariano Picón Salas― se dará cuenta de que esas declaraciones del Libertador son falsas, pues la trayectoria castrense del Generalísimo fue impecable desde Melilla hasta Valencia; sus únicas retiradas fueron en Maastricht y en Neerwinden. Además, la arruinada Primera República de Venezuela no podía sostener más el conflicto armado, por lo que Miranda pensó en firmar la rendición, salir del país y reiniciar la lucha desde la Nueva Granada.
Jamás (…) nación del mundo, dotada inmensamente de extensión, riqueza y población, ha experimentado el ignominioso pupilaje de tres siglos, pasados en una absoluta abstracción; privada del comercio del universo, de la contemplación de la política, y sumergida en un caos de tinieblas. (…) Todo, todo era extranjero en este suelo. Religión, leyes, costumbres, alimentos, vestidos, eran de Europa, y nada debíamos ni aun imitar. Como seres pasivos, nuestro destino se limitaba a llevar dócilmente el freno, que con violencia y rigor manejaban nuestros dueños. Igualados a las bestias salvajes, la irresistible fuerza de la naturaleza, no más, ha sido capaz de reponernos en la esfera de los hombres; y aunque todavía débiles en razón, hemos ya dado principio a los ensayos de la carrera, a que somos predestinados.
Discurso. Bogotá, 23 de enero de 1815 (Doc. 1184 A.D.L.).
A estas palabras de hispanofobia, el Libertador agregó más: “aniquilaron la raza de los primeros habitadores para sustituir la suya, y dominarla… ahora hacen perecer hasta lo inanimado, porque en la impotencia de conquistar, ejercen su maleficencia innata en destruir”. Habló también de “las viles pasiones, que nos han trasmitido por herencia”, y dijo que “esta mitad del globo pertenece a quien Dios hizo nacer en su suelo, y no a los tránsfugos trasatlánticos, que por escapar de los golpes de la tiranía vienen a establecerla sobre nuestras ruinas”.
Para 1815 estaba en boga la Leyenda Negra, que reunía ideas negativas destinadas a desdeñar el legado cultural de España por sus abusos en las colonias americanas. Los independentistas creían en ella a pies juntillas y sus mensajes tenían una fuerte carga de odio, rabia y mucha xenofobia. Hoy en día ese concepto está desechado y superado por su falta de rigurosidad histórica, aunque todavía es difundido en grupos de extrema izquierda y entre los indigenistas, cuyos reclamos por los derechos étnicos se hacen, paradójicamente, en lengua castellana. En Latinoamérica, estas protestas tienen el mal hábito de usar citas como las de arriba, las cuales son de próceres de la emancipación que solían defender los intereses económicos de la burguesía criolla.
Una lectura atenta de esas frases, así como del discurso en que el Libertador las dijo, da lugar para incómodos cuestionamientos. Si para Bolívar la América Meridional “pertenece a quien Dios hizo nacer en su suelo”, ¿eso incluye a indios y esclavos africanos? Según lo analizado en el capítulo 4, no; su América es un paraíso reservado a los blancos mantuanos. En suma, cuando el héroe venezolano denunció el racismo español, lo que hizo fue mirarse frente al espejo y omitir a placer suyo el régimen segregacionista de los ingleses tanto en la Gran Bretaña como en sus (ex)colonias. Asimismo, Bolívar denominó a la América Española como el “hemisferio de Colón”. Si hubiera defendido la herencia aborigen, ¿no habría sido más coherente ponerle “hemisferio de Guaicaipuro”?
En el gobierno de los Estados Unidos se ha observado últimamente la práctica de nombrar al primer ministro para suceder al presidente.
Discurso al Congreso Constituyente de Bolivia. Lima, 25 de mayo de 1826.
No. Eso es mentira pura y dura. En el capítulo 2 esbocé el porqué, pero seguramente el lector habrá querido que le brindara una explicación menos escueta que desmintiera al Libertador. Ante todo, la farsa radica en que Estados Unidos no ha tenido nunca la figura del Primer Ministro, sino la del Vicepresidente de la República, cuyo cargo es elegido democráticamente junto al Presidente según lo establecido en la Constitución (Art. 2, sección 1; véase también la Enmienda XII ratificada en 1804) por un período de cuatro años. La rotación del Jefe de Estado no puede hacerse nombrando sucesores; de eso se encarga el sistema electoral, cuyos votantes escogen a sus candidatos preferidos mediante el ejercicio del derecho al sufragio.
Rara vez las presidencias estadounidenses fueron sillas ocupadas por mandatarios que anteriormente se habían desempeñado como vicepresidentes. Aquellos que lo hicieron presentaron sus candidaturas, hicieron campaña política, compitieron con otros aspirantes y, finalmente, fueron elegidos por el voto. Desde 1789 hasta mayo de 1826 se cuentan seis presidentes, de los cuales sólo dos concuerdan con este patrón: John Adams y Thomas Jefferson. En este último año (que corresponde al susodicho discurso de Bolívar) gobernaba John Quincy Adams, pero él había sido Secretario de Estado, no vicepresidente.
La citada frase del Libertador fue ―y es todavía― jurídica e históricamente falsa. La pifia del héroe venezolano fue una patraña de la que estuvo consciente, pues la dijo a propósito para sustentar sus argumentos de la presidencia vitalicia, que mostró en su proyecto constitucional de 1826. No hay excusas para defender este megafraude retórico con el alegato de la ignorancia, ya que la Constitución de los Estados Unidos fue uno de los materiales ideológicos difundidos clandestinamente entre los que conspiraban contra la Corona hispánica; por tanto, los independentistas de la América Española la conocían de sobra. Que Bolívar se haya hecho el desentendido es otra cosa.
(…) un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en decadencia, y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los principios que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo.
Carta de Jamaica.
Estas afirmaciones eran incuestionables en épocas pasadas, puesto que los independentistas pensaban que el Imperio Español era la encarnación de la opresión. No obstante, los avatares de la historia han erosionado este pensamiento de Bolívar, que a la sazón de la actualidad no es una verdad absoluta, sino una apreciación discutible. La complejidad de la política contemporánea nos ha dado lecciones de cómo las tiranías y las democracias se instalan en países grandes y pequeños. No hace falta tener un doctorado para comprender que la libertad de una nación no depende de su extensión territorial.
Un gobierno republicano ha sido, es y debe ser el de Venezuela; sus bases deben ser la soberanía del pueblo: la división de los poderes, la libertad civil, la proscripción de la esclavitud, la abolición de la monarquía y de los privilegios. (…) yo imploro la confirmación de la libertad absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida y la vida de la República.
Discurso de Angostura.
La defensa de la democracia está comprimida en estas memorables frases del Libertador. Pero hagamos un balance de esas palabras. ¿Fueron sinceras? Casi todas en el fondo, la verdad sea dicha. Era 1819; un año en el que se quiso un gobierno regido por las instituciones y no por las bayonetas, aunque tiempo después el prócer venezolano retomó las vías dictatoriales para imponer el orden público y suprimir a sus enemigos con sus conocidas estrategias de terror. Asimismo, los datos estadísticos analizados en el capítulo 4 prueban que la esclavitud no fue eliminada por Bolívar.
(…) lo que debilitó más el Gobierno de Venezuela fue la forma federal que adoptó, siguiendo las máximas exageradas de los derechos del hombre, que autorizándolo para que se rija por sí mismo, rompe los pactos sociales y constituye a las naciones en anarquía.
Manifiesto de Cartagena.
Nunca desconoció Bolívar la presencia de diversos elementos que conspiraron contra la etapa primigenia de la emancipación de su país natal, pero su fuerte crítica al federalismo nos indica que él dio a dicho factor político un peso especial, que no determinante, en su caída. Su juicio es acertado en no pocos aspectos, aunque tiene sesgos que ignoran la realidad de su nación, la cual fue descrita a plenitud por Caracciolo Parra Pérez en su Historia de la Primera República de Venezuela. Con esta magistral obra se esclarecen algunos hechos que el Libertador ignoró en 1812.
En síntesis, la adopción de la política federalista no fue per se la causa del colapso republicano de Venezuela en 1811. Fue, como acabó diciendo Bolívar después, el desorden. La anarquía vino de estadistas que apenas sabían hacer uso de sus poderes (de hecho, era la primera vez que los tenían sin tutela de la Corona española); su inexperiencia, aunada a la falta de acuerdos y los interminables altercados en el Congreso, provocó una crisis interna que retrasó las acciones del ejército. A ello se suma que el país tenía muy malas comunicaciones, por lo que se retrasaba el correo y con este la obtención de noticias actualizadas del frente de batalla. En consecuencia, las provincias se aislaron más, velaron por sus propios intereses y se hicieron vulnerables a las arremetidas de las tropas realistas.
Y vosotros, americanos, (…) Contad con una inmunidad absoluta en vuestro honor, vida y propiedades; el solo título de Americanos será vuestra garantía y salvaguardia. Nuestras armas han venido a protegeros, y no se emplearán jamás contra uno solo de nuestros hermanos.
Decreto de Guerra a muerte.
Puesto en su contexto, el Bolívar de este decreto es misericordioso, un hombre de palabra, de piedad infinita. En la práctica, empero, el Libertador de 1813 incumplió lo prometido y actuó más como un sátrapa que como un santo. Entre las ejecuciones, el espionaje, la dictadura y el Tribunal de Secuestros, el prócer venezolano estuvo lejos de restaurar el ansiado orden político de 1811. Sus medidas caudillistas perjudicaron incluso a los propios americanos y la ley marcial castigó con rudeza a los desertores, o a los que fueran sospechosos como tales.
La paz anunciada con la Segunda República de Venezuela se quedó, de este modo, estampada en el papel, ya que imperó la crueldad. El discurso de aquellos tiempos era realmente belicista, y la evidencia está en los documentos de Bolívar, como el citado arriba y los de otros años. En ellos, el prócer criollo no habló al pueblo para que lidiara con el enemigo mediante el diálogo y la razón, sino que lo instó a drenar su odio ―su arrechera, diría el demagogo Henrique Capriles Radonski― mediante el asesinato de los realistas. Por ende, el Libertador de ese Decreto agitó las masas utilizando sus emociones y deseos de venganza, que son esenciales en el sofisma patético.
En algunas circunstancias, el Libertador tuvo opiniones parcializadas de los hechos históricos vividos o por vivirse, mientras que en otras él se valió de argucias para convencer a su audiencia de propuestas que, a su juicio, eran valiosas. Por razones políticas, hubo veces en que Bolívar pronunció palabras en las que ni él mismo creía. Su discurso tuvo aciertos, pero también tuvo cuantiosos fallos característicos de una persona que fue falible. Todo eso y mucho más está en el océano de frases que nos dan una imagen enteramente humana de Bolívar no sólo en cuerpo, sino en un lenguaje proclive a los tropiezos.
4. Antología de frases trilladas
Hemos visto que el bolivarismo ha elaborado la llamada “doctrina del Libertador” a través de una forzosa sistematización de papeles que, cuando no son escritos apócrifos o burdas falsificaciones, están repletos de opiniones obsoletas o miopes. Asimismo, esta imaginaria ideología se construye con mantras repetidos hasta la saciedad, los cuales a menudo han servido para dar autoridad a posturas y argumentos determinados que no eran exactamente los desarrollados por el prócer mantuano. Son muchas las citas célebres de esa naturaleza, pero para el propósito que nos interesa, vamos a concentrarnos en aquellas que aparecen en los siguientes seis documentos, puesto que a mi criterio son los más mencionados y, por tanto, los más vulnerables a las tergiversaciones.
¡Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro por mi Patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español!
Juramento del Monte Sacro (Doc. 28 A.D.L.).
Los académicos más serios se toman con reservas el Juramento, o mejor dicho, su texto. Esto se debe a que su autor fue Simón Rodríguez, quien en 1850 se lo dictó a Manuel Uribe, escritor colombiano que publicó el testimonio en 1884; es decir, que las palabras que acabamos de leer fueron reconstruidas 45 y 79 años, respectivamente, después del compromiso asumido por Rodríguez, su más querido aprendiz y Fernando del Toro en 1805. Sin embargo, el hecho histórico de fondo sí es incontrovertiblemente cierto, ya que en 1824 Bolívar lo mencionó en la Carta de Pativilca: “¿Se acuerda V. cuando fuimos juntos al Monte Sacro en Roma, a jurar sobre aquella tierra santa la libertad de la patria?”
El “fuimos” de la Carta indica, sin duda, que Bolívar juró acompañado; nada que ver con la pintura de Tito Salas, que retrata la escena a la usanza de un secretísimo rito iniciático entre el maestro y su discípulo. Además, ¿dónde queda en realidad el Monte Sacro? A primera vista, el Juramento pudo haberse efectuado en cualquiera de las Siete colinas de Roma, pero ni aquella misiva del Libertador, ni la versión “restaurada” del Juramento dada por Rodríguez, nos dan pistas esclarecedoras. Aún así, por deducción se puede pensar que pudo haber sido en el Palatino, pues fue allí donde Rómulo fundó la capital del mundo antiguo occidental, según reza la tradición mitológica latina.
Cualquier otro detalle sobre el Juramento del Monte Sacro es accesorio y no suma ni resta nada a la gesta del Libertador, quien cumplió su palabra empeñada por encima de sus expectativas. Sólo cabe decir que el único pedazo posiblemente auténtico de esa histórica declaración, pronunciada en 1805, podría ser el último párrafo, porque su contenido sí se corresponde con el de la Carta de Pativilca. Al resto, empero, le pudieron haber hecho latonería y pintura (válgase el coloquialismo venezolano), con las subsiguientes interpretaciones místicas tan cacareadas por los cultores de Bolívar.
Huid del país donde uno solo ejerza todos los poderes: es un país de esclavos. (…) Soy un simple ciudadano, que prefiero siempre la libertad, la gloria y la dicha de mis conciudadanos, a mi propio engrandecimiento.
Discurso. Caracas, 2 de enero de 1814 (Doc. 565 A.D.L.).
Estas frases encajan con un Bolívar que en 1814 ejerció una dictadura feroz sin separación de poderes, cuya lucha no fue solamente para derrotar a los realistas, sino también por la gloria personal. En esta, la competitividad del prócer caraqueño fue hasta el punto de vanagloriarse con el título de Libertador durante la Campaña Admirable, y de eclipsar la Campaña de Oriente liderada en 1813 por Santiago Mariño. Por ende, el ego castrense es tan innegable como la utilidad del consejo de Bolívar sobre emigrar de una nación sometida a la tiranía, porque además de describir la suya, retrata también la de ciertos regímenes modernos, verbigracia el despotismo rojo de Miraflores y sus esbirros constituyentes.
(…) no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles. (…) Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria.
Carta de Jamaica.
A la primera frase, que siempre es sacada de contexto para decir que Bolívar fue indigenista o que elogió la mezcla racial, añadió lo siguiente: “siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país y mantenernos en él contra la invasión de los invasores”. ¿Y quiénes eran esos “americanos por nacimiento”? Los criollos. De eso habló largo y tendido Elías Pino Iturrieta en su Nueva lectura de la Carta de Jamaica, a la que hice referencia en el capítulo 4, en conjunto con los debidos razonamientos de orden sociopolítico y demográfico.
Para mayor información sobre la utopía americanista del Libertador, véanse los capítulos 2 y 3 de esta investigación, aunque cualquier profundización sobre la misma obligatoriamente tiene que partir de la referida obra de Acosta Saignes, porque no conozco otra mejor. No está de más recordar que la idea se la debemos a don Francisco de Miranda, quien no delineó una anfictionía de países libres, como en el planteamiento de Bolívar, sino un imperio propiamente dicho, aunque con estructura republicana y con capital en el Istmo de Panamá, debido a su importancia económica.
(…) nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía. (…) La esclavitud es la hija de las tinieblas; un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción; (…) el ejercicio de la justicia es el ejercicio de la libertad.
Discurso de Angostura.
De todas las piezas de oratoria creadas por un prócer de la América Española, el Discurso de Angostura es indiscutiblemente la mejor de todas. Es de aquí, precisamente, de donde se extraen las frases más inspiradoras de Bolívar, porque reúne mejor sus ideas políticas y marca la merecida transición a una verdadera era democrática que pondría fin a años de gobiernos caudillistas; en fin, porque las instituciones republicanas del Libertador serían sólidas y liberales, aunque se mantendrían en el corset del centralismo. Contradictoriamente, el Senado hereditario y el Poder Moral, que no fueron aprobados por el Congreso, eran las armas que apuntarían contra esas libertades, ya que iban a implantar una aristocracia y, peor todavía, un sistema totalitario protofascista.
Resulta preocupante cómo los gobiernos latinoamericanos, especialmente los que practican a diario el “bolivarismo”, citan esas máximas del Libertador de dicho Discurso mientras sus acciones van en dirección diametralmente opuesta. Por ejemplo, hay una nación cuyos políticos pueden reelegirse indefinidamente. En esta, las universidades autónomas son ahorcadas, los programas educativos son configurados para satisfacer la agenda del partido dominante, la propaganda lava conciencias y los militares cometen inenarrables fechorías contra los ciudadanos. Adivinen el país del que estoy hablando.
(…) los Estados Unidos (…) parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la Libertad.
Carta a Patrick Campbell. Guayaquil, 5 de agosto de 1829 (Doc. 2083 A.D.L.).
Cita oportunamente esclarecida en partes previas de esta indagación. Bolívar, ante el temor de las insurrecciones liberales en tiempos de posguerra, e impotente por no haberle puesto orden a los países emancipados en sus campañas con una inviable monarquía, le escribe a Campbell para decirle que no podría aceptar una corona aunque la Gran Bretaña se la regalara. Si la Gran Colombia tuviera un rey para impedir su desintegración, provocaría tensiones geopolíticas internas y externas que desatarían la potencial reacción de los Estados Unidos, que por ese tiempo intervino en favor del sistema republicano en las naciones independizadas de la América Española.
Noten, por cierto, un aspecto singular de esa frase, que no para de ser descontextualizada. Originalmente, lo que dijo el Libertador era una pregunta, no una afirmación: “¿Cuánto no se opondrían todos los nuevos estados americanos, y los Estados Unidos que parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la Libertad?” Los cultores de Bolívar, sin embargo, gustan de torcer el documento y hacer que luzca así: “los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la Libertad”. La manipulación salta a la vista.
¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro.
Última proclama. Santa Marta, 10 de diciembre de 1830 (Doc. 191 A.D.L.).
La favorita de los que están hartos del bipartidismo, con sus trifulcas intestinas. Dicha por Bolívar en 1830, pareciera que hubiera pronunciado esa frase para ser aplicada en la actualidad, como si hubiera querido la unidad nacional en un abrazo fraternal de sus ciudadanos, sin distinción de colores políticos, tomados de la mano y cantando kumbayá. Sin embargo, esa enternecedora interpretación es fantasiosa e ignora que Bolívar la dijo en un año de severa crisis política entre Venezuela y la Nueva Granada, que acordaron poner fin a la Gran Colombia, mientras que Ecuador había hecho sus maletas para trazar su destino. Perú y Bolivia, por su parte, ya habían perdido el interés en formar parte de ese sueño sudamericano.
En consecuencia, los “partidos” de la Última proclama no fueron los existentes en nuestros días, puesto que la pugna no fue entre adecos y copeyanos, y mucho menos entre psuvistas y mudistas. En aquel lastimero mensaje, Bolívar se refirió a las facciones que habían destrozado su magno plan, y por esa razón dijo, en un párrafo inmediatamente anterior a esa celebérrima frase, que no aspiraba nada sino a “la consolidación de Colombia”; es decir, se trataba de la Gran Colombia, la nación que juntaba esa rousseauniana “voluntad general” republicana. Para el Libertador, la partida era todo o nada; si había que morir, erigir una dictadura y acabar con los opositores para dar aliento a su utopía política, lo haría. Entonces, y sólo entonces, podría él descansar en paz.
Podríamos tener una jornada interminable tratando de “pescar” citas populares de Bolívar, pero varias de ellas fueron puestas en su sitio cuando hablé del Libertador como personaje político, militar, social y religioso. De hecho, esta labor no se detendrá aquí, sino que continuará cuando veamos la cosmovisión económica del héroe caraqueño, así como su vida privada, su influencia en épocas posteriores a su desaparición física y algunas controversias biográficas. Aún nos queda camino por recorrer, puesto que los documentos son muchísimos y la cantidad de frases expoliadas es todavía mayor.
Conclusiones
La falsificación de la historia ―“abolición”, decía el historiador venezolano Manuel Caballero― es, sin duda, el mecanismo con el cual subsiste el culto a Bolívar, pues no le es suficiente con el cherry picking perpetrado en los documentos. En este sentido, el pseudoevangelio del Libertador no sólo selecciona la evidencia que mejor se acomoda a sus creencias, sino que tiene la bajeza de inventarse papeles y hechos de la Independencia. Este mal existe desde el siglo XIX y tiene muchos autores de distintas nacionalidades que idealizaron la emancipación hasta el punto de contar medias verdades mezcladas con mentiras, con el objeto de ensalzar el pasado guerrero que venció a la monarquía española. Tampoco escatiman esfuerzos en la demonización del bando perdedor, es decir, de los partidarios de la Corona hispánica.
Una muestra tangible de dicha realidad la tenemos con el catálogo de frases apócrifas e inexistentes del Libertador. Lamentablemente, mucha gente todavía cree que son ciertas, y ni los investigadores se han salvado de caer en estas trampas. Sin embargo, la mentira siempre tiene patas cortas, por lo que nunca faltarán los expertos que desmonten estas farsas. El escrutinio crítico nos permite reconocer dónde están los fraudes, quiénes los realizan, cuándo, cómo y con qué intenciones. En algunos casos es difícil determinar la autenticidad de estos documentos, pero en otros la patraña es bien visible porque sus creadores no se tomaron la molestia de atar los cabos sueltos.
También puede suceder que la mentira no esté estrictamente en el documento físico, sino en su contenido. En ocasiones, sucede que a ello se complementan falacias, sesgos y errores; es completamente natural que todo ser humano los cometa, porque es un rasgo inherente al lenguaje de su especie, a la que perteneció el Libertador. Aunque no deben rechazarse sus ideas acertadas, no podemos dejar de lado que Bolívar conocía el arte de la retórica con la cual burló los senderos de la verdad. En los documentos donde se revelan estos giros retóricos, el prócer mantuano puso de manifiesto sus intereses sociopolíticos y militares en la América Española.
A través de los años, la fraseología de Bolívar denota, en quienes abusan de ella, una falta de criterio propio y una incapacidad de pensar por sí mismos o de hablar en un lenguaje autónomo. Citas famosas, como las analizadas más arriba, se han mitificado hasta el extremo de sostener que salieron de una revelación divina. La cultura que adora al deificado Libertador, empero, no hace nada de lo que él predicó, aunque para ser sinceros ni el mismo héroe venezolano lo hizo al pie de la letra. Por lo visto, cuando las ideas de Bolívar se convierten en expresiones cliché, dejan de ser útiles para el ejercicio de la razón y se convierten en meros sofismas que riegan las raíces de la irracionalidad patriótica.
Corresponde al público concientizarse sobre la necesidad de tener juicio con el uso de la palabra del prócer, pues el infierno está empedrado de buenas intenciones o, mejor dicho, de buenas citas. Hoy más que nunca es imprescindible la utilización de las herramientas que nos da la lógica para hacer una radiografía de los hechos sobre Bolívar y también de los documentos que los respaldan. En lo que atañe a Latinoamérica, comencemos esta sana práctica de la duda con el héroe venezolano, en la que mediante inteligentes cuestionamientos comprobaremos que el Libertador está desnudo.
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Capítulo 5 – Religión mantuana
Capítulo 7 – Una cara en la moneda
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