Simón Bolívar: una visión escéptica. Capítulo 5 – Religión mantuana

Al revisar la vida del Libertador, se puede ver que una de sus partes menos comentadas es aquella que está relacionada con sus creencias religiosas. De hecho, se hace énfasis en sus lazos con la masonería, grupo filantrópico deísta al que pertenecieron muchos miembros de la intelligentsia independentista de la América Española, especialmente entre los militares. Al respecto, el culto a Bolívar no tiene mucho que decir, puesto que prefiere orientar sus argumentos en torno a criterios ideológicos, políticos, castrenses, sociales y económicos, sin prestar demasiada atención a su espiritualidad, en la que los expertos en historia no han manifestado la presencia de lagunas sobre sus cuestiones de fe.

Por consiguiente, no tendría sentido atacar una posición del culto a Bolívar que, teóricamente, no está siendo defendida. Sin embargo, eso no quiere decir que no valga la pena echar un vistazo a las perspectivas del prócer mantuano en cuanto a la fe, la masonería, la religión y, más concretamente, la iglesia católica. Es necesario hacer esto, ya que el pensamiento sociopolítico del Libertador sobre tales asuntos no se comprendería a cabalidad si no se realizara una lectura de aquellos documentos en los que se observa la turbulenta relación entre nuestro héroe y el clero hispanoamericano, el cual tuvo un peso determinante en los eventos bélicos y posbélicos que se encontraban en desarrollo.

1. La emancipación clerical

En términos religiosos, el proceso de las revoluciones republicanas fue desigual en ambos hemisferios. En los Estados Unidos, el laicismo cobró vida y se impidió que la Iglesia tuviera un rol de cogobierno en las labores del Estado, si bien esta podía actuar libremente sobre los ciudadanos. En Francia, por su parte, se tomaron medidas radicales para cortarle las alas, por lo que se aspiró a un modelo que reemplazara el teísmo institucionalizado por el deísmo estatista jacobino, cumpliendo de este modo con los anhelos de los filósofos de la Ilustración, como Voltaire. En la América Española, los independentistas trataron de imitar los paradigmas septentrionales, aunque algunos juzgaron que estos eran inviables y potencialmente perjudiciales para la sociedad. ¿Pero por qué?

Una explicación de esta reticencia a adoptar el laicismo tiene que ver con las costumbres y las peripecias del catolicismo apostólico romano. En este, hubo una fuerte confrontación con la Reforma, que a lo largo de los siglos XV y XVI creó una nueva doctrina que rompía esquemas con el papado en el Vaticano. El cisma de las creencias cristianas se materializó en Europa con las Guerras de religión, y los católicos seguidores de la monarquía española crecieron por generaciones con temor a los protestantes, pues doctrinas como la luterana y la calvinista, que pregonaban el progreso con cierta pedantería teológica cargada de puritanismo, sólo habían traído destrucción y desunión al Viejo Mundo.

Inglaterra, aparte de Francia y Alemania, fue el territorio icónico del protestantismo al que España dirigió su desconfianza, pues “la pérfida Albión” siempre estaba al acecho de las demás potencias extranjeras, incluso en tiempos de paz. Las ideas provenientes de estos países difícilmente recibían el visto bueno, a razón de que en ellas podía haber simientes de la Reforma; cualquier simpatía con ellas despertaba fuertes sospechas de traición a la Corona. No obstante, lo que más preocupaba era la militancia de algunos súbditos al rey hispánico con las sociedades secretas, que conspiraban en silencio para infiltrar esas inflamables cosmovisiones heterodoxas a los virreinatos americanos.

Mediante el aparato institucional español se hizo un esfuerzo sobrehumano para contener a los que quisieran alterar el orden público mediante la fe; los jesuitas, de hecho, fueron expulsados del mundo hispánico debido a una multitud de cargos penales que supuestamente amenazaban la seguridad del Estado, entre ellos la divulgación de la tesis del regicidio para frenar la tiranía del rey, en caso de producirse. Si había algo malo con la Corona, había que recurrir a los canales regulares para mejorarla, respetando desde luego los santos sacramentos y, por extensión, a las autoridades eclesiásticas. La negación del carácter divino del monarca (que estaba en su trono por la gracia de Dios), y el desconocimiento al clero, eran síntomas claros de herejía, es decir, de pecado.

De acuerdo con el punto de vista monárquico español, el rey es la ley, y la ley viene avalada por la palabra de Jesucristo predicada en los Evangelios mediante la voz de los curas, cuyo voto de obediencia a la Santa Sede no hacía distinción entre peninsulares y criollos. Este dictamen se mantuvo vigente no sólo en la sociedad y en los políticos americanos, sino también en la Iglesia, cuyo rol en la guerra tomó partido predominantemente por el bando de los realistas en el transcurso de la independencia (Amores Carredano, 2009), con una minoría de clérigos que saltaron la talanquera para apoyar la república (por ejemplo, Rafael Lasso de la Vega, quien fue obispo de la Diócesis de Mérida). Lo que hayan pensado los ensotanados en el período de posguerra no es, empero, más importante que las ideas de los partidarios de la emancipación sobre la necesidad de mantener encendida la vela de la fe en la América liberada.

Las revoluciones hispanoamericanas produjeron interpretaciones teológicas que buscaron transformar la forma sociopolítica y económica del continente sin alterar sustancialmente el fondo. Dicho de otra manera, lo mejor era independizar zonas como Venezuela o la Nueva Granada, implantar repúblicas, suprimir los privilegios de casta, redactar una Constitución, aprobar el libre mercado y en lo posible abolir la esclavitud, sin por ello quitarle el biberón a la iglesia católica, ya que si el bebé eclesiástico lloraba, el pueblo se sublevaba y la causa estaría perdida. Por consiguiente, la legislación nacional debía tener un equilibrio entre las funciones del Estado y los privilegios eclesiásticos.

Pruebas hay muchas de que el incipiente orden republicano se orientó al establecimiento de un Estado confesional, sin laicismo de por medio. Podríamos indagar, de hecho, en las primeras constituciones y decretos constitucionales de la América independizada de España, los cuales protegieron el catolicismo apostólico romano, aunque no todos dejaban espacio para la tolerancia religiosa, por lo que es evidente que el Estado tenía una fe oficial, sin libertad de credo. Pero no vayamos tan lejos con generalidades; la muestra más patente la tenemos en el Artículo 1 de la Constitución venezolana de 1811, que reza así:

La religión católica, apostólica, romana, es también la del Estado, y la única y exclusiva de los habitantes de Venezuela. Su protección, conservación, pureza e inviolabilidad será uno de los primeros deberes de la Representación Nacional, que no permitirá jamás, en todo el territorio de la Confederación, ningún otro culto, público ni privado, ni doctrina contraria a la de Jesucristo.

Antes, durante y después de ese histórico año, hubo voces pronunciadas a favor de la independencia y el catolicismo, entre ellas Gual y España en su Discurso preliminar dirigido a los americanos de 1797, quienes hablaron de los “Ministros de Jesucristo”, los cuales tenían el deber de preservar “la religión de nuestros mayores (…) en su mayor pureza” (p. 14). En 1811, Juan Germán Roscio publicó el Patriotismo de Nirgua y abuso de los Reyes, del que se han citado en el capítulo 1 un par de pasajes interesantes sobre su teología de la emancipación, la cual consistía en utilizar la Biblia para demostrar que la república, y no la monarquía española, tenía origen divino.

Hasta el mismísimo Francisco de Miranda se unió a estas consignas. Habiendo sido él un masón de los “duros” que se codeó con las logias inglesas y francesas, el Precursor de la Independencia propuso, en su primer proyecto constitucional (1798, p. 51), que “la religión católica, apostólica, romana será religión nacional” cuya jerarquía sería determinada por “un Concilio provincial que se convocará al efecto”; a ello acotó que se reconocería “una perfecta tolerancia” de creencias religiosas. Ahí añadió también que “los ministros del Evangelio no podrán ser molestados de ninguna manera en el ejercicio de sus funciones”, y en su segundo borrador constitucional reiteró (1801, p. 53) que los americanos tendrían dicho credo como su “Religión Nacional”.

La apuesta por el catolicismo la dio por ganada el Generalísimo con la Constitución venezolana de 1811, de la que emitió reparos por su carácter federal. Junto a él, hubo ocho firmantes disgustados más que protestaron no por el sistema político, sino por la aparente eliminación del fuero eclesiástico efectuado con el artículo 180. A decir verdad, ese artículo no lo dice taxativamente, pues se refiere a los fueros personales, pero esa fue la lectura que le dieron y que, singularmente, correspondía con clérigos y estudiosos de teología, a saber: Juan Nepomuceno Quintana (quien después se unió a los realistas), Manuel Vicente de Maya, Luis José Cazorla, José Vicente Unda, Luis Ignacio Mendoza y Juan Antonio Díaz Argote.

A los ojos contemporáneos, puede parecer disparatado y hasta irrisorio que una república como la venezolana se haya prestado a la medievalización de su independencia; ¿no se supone que el clero no debió haberse metido en política, como ocurrió en Norteamérica? No. A inicios del siglo XIX, la fe era para tomársela en serio. Sin embargo, no faltaron partidarios de la emancipación que, influidos por la masonería, retaron a Dios en su terreno, y no en vano estos realizaron la arriesgada jugada de echar a Vicente Emparan justamente en un Jueves Santo. Pese a la falta de violencia, los eventos del 19 de Abril de 1810 fueron sin duda considerados como un gravísimo sacrilegio, un insulto a las festividades sagradas que se perpetró cuando el Capitán General iba a misa.

Esto, de por sí, sirve de base para desmentir el supuesto apoyo popular a la Primera República de Venezuela, porque una cosa es tener diferencias de opinión, y otra muy distinta es dirimirlas en mitad de una solemne ceremonia oficiada por el alto clero, precisamente en un día de supremo valor cultural para los creyentes en Jesús. Por tanto, el súbito cambio de 1810 fue una especie de ofensa social cuyos autores algún día rendirían cuentas ante el Creador. Conscientes de la impotencia monárquica de la Corona española, apuñalada todavía por la napoleónica flor de lis, a los realistas no les quedaba más que esperar el arribo de la justicia celestial para reprender esta insolencia.

Pasaron dos años para que fueran escuchadas las plegarias contra la emancipación. Los avatares de la república venezolana se multiplicaron con el terremoto de 1812, que aconteció también un Jueves Santo, y de aquí salió la frase emblemática atribuida a los realistas: “Jueves Santo nos la hicieron; Jueves Santo la pagaron”. Ante el pánico general en el país, salió el clero para calmar las almas adoloridas y, asimismo, para condenar a los infieles, que se olvidaron de Dios por andar divagando en la revolución y la Ilustración. La coincidencia cronológica de ambos acontecimientos, en relación con el calendario cristiano, potenció la idea en la que aquel desastre natural era un castigo para los independentistas de 1810; en fin, una señal de su inminente caída.

Convencidos de su error pecaminoso, los timoratos volvieron al redil monarquista y le dieron la bienvenida a Monteverde con la venia clerical; como se dijo en capítulos anteriores, el pueblo venezolano tuvo en un principio inclinaciones desfavorables a la independencia, y aquella tragedia acabó dándoles la razón. En este punto, Bolívar habló en su Manifiesto de Cartagena, durante su exilio neogranadino, de “la influencia eclesiástica” que tuvo “una parte muy considerable en la sublevación de los lugares, y ciudades sub­alternas; y en la introducción de los enemigos en el país”. También aprovechó el prócer mantuano para mencionar el abuso “de la santidad de su ministerio en favor de los promotores de la guerra civil”. Poco después, tildó a los sacerdotes de “traidores” por haber cometido “execrables crímenes” sumergidos en la impunidad.

Dichas palabras fueron bastante fuertes para definir el papel de la iglesia católica en la debacle republicana de 1812 y expresaron su visible espíritu masón enemistado con los ensotanados. El paso de los años y el devenir de la guerra, empero, le brindaron a Bolívar las experiencias necesarias para moldear sus creencias hasta que éstas se reencontraron con el cristianismo del pueblo emancipado en sus campañas. Muchos otros independentistas, de hecho, habían pasado por idénticas vivencias, en las que su irreligiosidad y deísmo radical bajaron la guardia, retomaron la senda que habían perdido y concertaron un diálogo con el clero a fin de zurcir los entramados sociales que se habían descosido.

Viendo el caso sudamericano, que nos es más pertinente si nos concentramos en los países “bolivarianos”, el primer motivo para esta reconciliación entre la Iglesia y el Estado nos devuelve al punto de partida. Se temía que la importación de ideas extranjeras opuestas al catolicismo socavaran las ideas de la familia tradicional, que es la base de la sociedad. Se pensó, pues, que con la modernización laica vendría el libertinaje del individuo y, por consiguiente, la corrupción del hogar. Además, los criollos no creían adecuado arrancar un modelo de cristianismo arraigado en el Nuevo Mundo desde las expediciones colombinas, por lo que no tenía lógica quitarlo o sustituirlo por credos ya odiados por el pueblo. La sangre derramada por política, y la que corrió a raudales por los genocidios interraciales, les advirtió que el costo social de provocar una cruzada religiosa era inaceptable.

Con el proceso independentista, en suma, se produjeron problemas más severos. La catástrofe demográfica afectó las misiones que, en buena parte, cerraron sus puertas por falta de clérigos. Esta escasez significó una triple preocupación: uno, porque no había predicadores que dieran sosiego a los ciudadanos, cuyas almas estaban deshechas por las atrocidades bélicas; dos, porque la feligresía no recibía los sacramentos, por lo que había niños sin bautizar, moribundos sin extremaunción y parejas sin casarse; y tres, porque un vasto número de esos curas, exiliados de su tierra o muertos en ella, había desempeñado funciones en la instrucción pública, la producción intelectual y la burocracia. Por tanto, era de vital importancia repatriarlos, traerlos de naciones foráneas o crear más iglesias, a fin de restaurar la evangelización y contener la descomposición social.

Parece una ironía de la vida, pero la Ilustración hizo que la América emancipada se volviera a iluminar bajo el candelabro de aquella institución que tanto criticaba. La iglesia católica perdió, con la independencia, el poder sociopolítico y económico que gozaba en tiempos de la Corona española, aunque mantuvo su cayado para el pastoreo de hombres. Repúblicas, como la de Venezuela, idearon mecanismos para que la estructura del Estado diera espacio de acción para el clero, y sobre todo para que este se integrara a las novedades decimonónicas (verbigracia la educación según la pedagogía de Joseph Lancaster), siempre que estuviera presente el catolicismo apostólico romano. Desde luego, el Libertador nadó con esta corriente, muy a su manera.

2. De masón a católico

Bolívar tuvo menos contradicciones como creyente en el cristianismo que como político, militar y hombre de sociedad. Aunque suene increíble, el Libertador fue un irredento seguidor del catolicismo que, como apunta Olivera Ravasi (2014), tuvo dos períodos en su fe personal y de Estado: de uno liberal, en el que se comportó como un caballero disoluto por la influencia de su maestro Simón Rodríguez, se mudó progresivamente a uno conservador, cuya religiosidad se impuso a través de la ley. Sobran los documentos que describen estos cambios, pero por amor a la concisión tocará conformarnos con aquellos que mejor representan la semblanza fideísta del prócer mantuano.

Se deduce, por contexto, que Bolívar fue criado como católico, y se sabe que perdió momentáneamente esta creencia en su viaje a Europa, realizado antes de 1810. Los biógrafos aciertan sobre su entrada en la masonería mientras estuvo en el Viejo Mundo, mas no todos dicen que renegó de ella. La confesión del Libertador al respecto la dio a conocer Luis Perú de Lacroix, quien escribió (1828, p. 70) que su ingreso en esa sociedad secreta fue, en París, por “la curiosidad de hacerse iniciar para ver de cerca lo que eran aquellos misterios”, en los que “había sido recibido Maestro”. Luego, Bolívar le dijo a Lacroix que esa “asociación” rayaba en lo ridículo, y que a pesar de haber conocido gente insigne, también había un sinnúmero de “embusteros” y “tontos burlados”. Asimismo, juzgó el prócer mantuano que “todos los masones parecen unos niños grandes, jugando con señas, morisquetas, palabras hebraicas, cintas y cordones”, y además manifestó que la masonería era contraproducente en Colombia por el “fanatismo” y las “preocupaciones religiosas”, en las cuales la Iglesia movilizaba al pueblo contra las logias.

La masonería del Libertador fue efímera, pero su fe católica todavía no se había internalizado en su personalidad, ya que permaneció largo tiempo en crudas crisis espirituales durante los peores años de la gesta independentista, más aún cuando el Vaticano se pronunció contra la emancipación americana. Los horrores de la guerra y los sucesivos fracasos en sus campañas militares le abrieron los ojos a una realidad que no había querido ver en el alba de los primigenios ―y fallidos― experimentos republicanos. En materia política, su labor de estadista había descuidado la relación de la Iglesia con el Estado, y por este motivo es que Bolívar dirigió su política a los clérigos, con quienes poco a poco fue trabando amistad o, mejor dicho, empatía.

Examinando los papeles del Libertador, se vislumbra que el diálogo con los curas no lo dejó para última hora, sino que lo preparó desde mucho antes de su alianza estratégica con Páez en 1818. Para ese instante, la república tenía una nueva base de operaciones en el Oriente de Venezuela, en Angostura, donde comunicó a los ensotanados que “animado (…) por mi ardiente celo y amor a la causa de la Religión Cristiana”, y que en virtud de su poder de “Jefe Supremo”, tenía la potestad de invitarlos a esta capital para “deliberar sobre las necesidades de esta Santa Iglesia y (…) nombrar un superior eclesiástico que la administre” (8/11/1817. Mensaje al Obispado de Guayana. Doc. 2325 A.D.L.). En esta misiva, Bolívar también habló de “la grave y urgente necesidad” que tenía el clero de hacer esta reunión cuanto antes, pues sus conocimientos eran muy valiosos para la elaboración de medios que pudieran “remediar los males en que se están precipitando él y los fieles”. Dos días después, el prócer mantuano dijo algo similar, pero a un destinatario diferente:

La religión de Jesús, que el Congreso de Venezuela decretó como la exclusiva y dominante del Estado, ha llamado poderosamente mi atención, pues la orfandad espiritual, a que desgraciadamente nos hallamos reducidos, nos compele imperiosamente a convocar una junta eclesiástica, a que estoy autorizado como jefe de un pueblo cristiano, que nada puede segregar de la comunidad de la Iglesia romana. Esta convocatoria, que es el fruto de mis consultas a eclesiásticos doctos y piadosos, llenará de consuelo el ánimo afligido de los discípulos de Jesús, y de nuestros religiosos conciudadanos. (Angostura, Venezuela. 10/11/1817. Discurso al Consejo de Estado. Doc. 2333 A.D.L. Las negritas son mías)

Mediante dicho discurso se corrobora lo que se ha venido diciendo desde hace varios párrafos: la guerra de independencia tuvo un impacto psicológico tan fuerte en el pueblo, que su moral estaba desollada. Y dado que la decadencia del alma no distingue castas ni colores, es evidente que la re-evangelización debía aplicarse a toda la población, incluyendo a los nativos; sobre esto tenemos, por ejemplo, que Bolívar habló de enseñarles “los principios de la religión” (Cúcuta, Colombia. 20/05/1820. Decreto. Doc. 4330 A.D.L.), que a todas luces no se trataba de la fe de sus ancestros, sino la de Jesucristo, cuyos curas hicieron que los piaches (médicos y sacerdotes de la etnia) dejaran de ser los guardianes espirituales de los aborígenes.

La misión, sin embargo, fue ardua. El principal obstáculo a superar fue la deserción eclesiástica, puesto que la guerra había dejado una estela de devastación que no incentivaba la prédica del Evangelio bíblico. El Libertador escribió al clero para que no emigrara, y en su correspondencia llegó a decirle a uno de sus miembros que pensara en los feligreses que no volverían a “recibir el sacramento de la conformación [sic] por falta de V.S.I.” y en los seminaristas que no se titularían con “el augusto carácter de ministros del Creador” (Pasto, Colombia. 10/06/1822. Carta al Ob. Salvador Jiménez. Doc. 6769 A.D.L.). En esta comunicación, el prócer habló de solventar con más obispos “la escasez de sacerdotes” en suelo neogranadino, mientras se produjera el reconocimiento de la independencia por parte de la Santa Sede. Acto seguido, Bolívar añadió:

Sepa V.S.I. que una separación tan violenta en este hemisferio, no puede sino disminuir la universalidad de la Iglesia romana, y que la responsabilidad de esta terrible separación recaerá muy particularmente sobre aquellos que, pudiendo mantener la unidad de la Iglesia de Roma, hayan contribuido, por su conducta negativa, a acelerar el mayor de los males, que es la ruina de la Iglesia y la muerte de los espíritus en la eternidad.

Más que la prédica de la fe católica, estaban la instrucción pública, la asistencia social y la organización del culto religioso. No obstante, había que encontrar sitios aptos y reasignar el destino de las funciones eclesiásticas. En la posguerra, este fue un lío recurrente que debió paliarse convirtiendo los antiguos colegios misioneros en escuelas, institutos de educación superior y hospicios; asimismo, Bolívar dictaminó legislaciones clericales e hizo obligatoria la enseñanza primaria según el sistema lancasteriano, que por esos años estaba muy de moda. De ello hay constancia en varios decretos de su estancia en Perú, como en el Valle del Jauja (Canta. 19/11/1824. Doc. 9960 A.D.L.), el Cuzco (8/07/1825. Doc. 10607 A.D.L.; 8/07/1825. Doc. 10608 A.D.L.), Urubamba (19/07/1825. Doc. 10713 A.D.L.) y Lima (31/01/1825. Doc. 10106 A.D.L.).

En esta materia, la política bolivariana se fue abriendo paso entre los enemigos. Las susodichas legislaciones tuvieron que conciliar los intereses del Estado con los de la Iglesia, que por esas medidas había perdido tierras e infraestructura. El método de enseñanza, importado de Inglaterra, se acomodó para que no contradijera la normativa republicana, que dio trato preferencial al catolicismo. Por lo que se ve, los roces de Bolívar con la Santa Sede fueron reduciendo su intensidad, la cual paradójicamente fue aumentando con sus viejos compañeros de la filantropía deísta. En octubre de 1825, el Libertador le escribió a Santander sobre “las majaderías de masones” (Doc. 972 A.D.L., op. cit.), a quienes tenía en cintura a punta de lisonjas. Inmediatamente después, él soltó para ellos estas lindezas:

Maldito [sic] sean los masones y los tales filósofos charlatanes. Estos han de reunir los dos bellos partidos de cuervos blancos, con cuervos negros: al primero por quererlo humillar, y al segundo por quererlo ensalzar. Por los filósofos, masones y cuervos, no he de ir a Colombia. Por acá no hay nada de esto, y los que haya serán tratados como es justo.

Contrástese aquella hilera de insultos con el proyecto de laicismo que propuso el Libertador en la Constitución boliviana de 1826. A tal efecto, hay que remitirnos al discurso que él dirigió al Congreso Constituyente de Bolivia (Doc. 11128 A.D.L., op. cit.). Las disquisiciones son largas, pero están mejor comprimidas en esta frase: “La religión gobierna al hombre en la casa (…); sólo ella tiene derecho de examinar su conciencia íntima. Las leyes por el contrario (…) no gobiernan sino fuera de la casa del ciudadano”. Después, tras interrogarse sobre si un Estado podría vigilar la religiosidad de los ciudadanos, Bolívar contestó que sólo la Inquisición podría cumplir con ese cometido, y sostuvo que “los preceptos y los dogmas sagrados son útiles, luminosos y de evidencia metafísica; todos debemos profesarlos, mas este deber es moral, no político”.

A estas declaraciones de aquel discurso, el Libertador dijo, en suma, que le parecía “sacrílego y profano” el acto de combinar “nuestras ordenanzas con los mandamientos del Señor”, por lo que la prescripción de la fe “no toca al legislador”. Posteriormente, él enfatizó la relevancia de fomentar la educación religiosa en los niños desde el hogar y de predicar “la ciencia del cielo” (con mención especial al cristianismo); a la postre, Bolívar culminó con esta afirmación: “Dios y sus ministros son las autoridades de la religión que obra por medios y órganos exclusivamente espirituales; pero de ningún modo el cuerpo nacional, que dirige el poder público a objetos puramente temporales”. Los deístas masones, desde luego, habrían sonreído al enterarse que el prócer mantuano tenía claro que el derecho constitucional y el derecho canónico debían estar en rincones separados.

O quizás eso es lo que Bolívar les hizo creer, porque el Artículo 6 de la Constitución boliviana de 1826 declaró que el catolicismo apostólico romano era la religión de la república, “con exclusión de todo otro culto público”. Por añadidura, la correspondencia del prócer criollo refleja su satisfacción con la aprobación de la presidencia vitalicia en este texto legal, sin atisbos de disgusto por la fundación de un Estado confesional en Bolivia. Con Sucre en la presidencia de ese país, lo más probable es que el Libertador consiguió los objetivos políticos que quería, y que en consecuencia se haya olvidado de su propuesta tan pronto como la formuló ante el Congreso Constituyente.

Los refuerzos a este planteamiento vienen en documentos póstumos a 1826, los cuales muestran políticas más rígidas que rechazaron el laicismo. Se tiene conocimiento de la correspondencia entre Bolívar y el pensador inglés Jeremy Bentham, a quien calificó como uno de los “genios del Universo” (Caracas, Venezuela. 15/01/1827. Carta a Jeremy Bentham. Doc. 1249 A.D.L.) por sus aportes filosóficos; asimismo, hay certeras noticias (Universidad Central de Venezuela, 2009) de que en junio de 1827 secularizó la Universidad de Caracas, le quitó el velo del escolasticismo y le dio autonomía. No obstante, al año siguiente, los conservadores y clérigos se enfurecieron por esta liberalización del saber, que tildaban de materialista e irreligioso, y por esa razón presionaron a Bolívar para que esas ideas no circularan en el sistema educativo. Tras duras cavilaciones, el Libertador prohibió las ideas benthamianas y las que se le parecieran; al menos eso fue lo que pasó en la Nueva Granada (Lynch, 2006, pp. 245-247).

El catolicismo de Bolívar se mantuvo incólume en los dos años que le quedaban de vida, y en ellos se fue tornando más conservador, aunque eso no lo privaba de tener un criterio propio de su fe. Lacroix nos narra (1828, p. 184) que un 6 de junio de 1828, mientras visitaba Bogotá, el Libertador entró a una iglesia, y al ver la iconografía cristiana habló de la “credulidad e ignorancia” del pueblo, vicios que hacían de los cristianos “una secta de idólatras” por adorar estatuas y pinturas nada distintas de las paganas, entre ellas la “reputada Virgen de Chiquinquirá”, que, a su juicio, era “la más fea pintura que he visto”. Y seguramente molesto por la proliferación de curas sofistas, que hacían filosofía y sacerdocio a su conveniencia, Bolívar los atacó al llamarlos “hipócritas”, “ignorantes”, “embusteros”, “bestias” y “charlatanes”.

Tal opinión no fue incompatible con sus políticas de Estado. De hecho, estas apretaron la tuerca, más aún porque había fracasado la Convención de Ocaña. Ante la crisis política con los federalistas, el Libertador se hizo dictador y comenzó a tomar medidas extremas para que la Gran Colombia no se fragmentara. Una de ellas tuvo carácter “orgánico”, y decía en el artículo 25 del título VI que “el Gobierno sostendrá y protegerá la religión católica, apostólica, romana, como la religión de los colombianos” (Bogotá, Colombia. 27/08/1828. Decreto. Véase en Mijares, Pérez Vila y García Riera, 1976, pp. 326-333). No obstante, las reacciones despertaron contra las imposiciones de Bolívar, cuyas ideas fueron atacadas por doctrinas tachadas de subversivas e impías. Para contrarrestarlas, él acudió a instancias clericales, y a uno de sus ensotanados le exhortó, con firmeza:

(…) a que no cesen en la predicación de la moral cristiana y de la necesidad del espíritu de paz y de concordia para continuar en la vía del orden y de la perfección social. Del desvío de los sanos principios ha provenido el espíritu de vértigo que agita al país; y cuando se enseña y se profesan las máximas del crimen, es preciso que se haga también oír la voz de los pastores que inculque la de respeto, de la obediencia y la virtud. (Bogotá, Colombia. 10/1828. Carta al Arz. Ramón Ignacio Méndez. Doc. 1813 A.D.L. Las negritas son mías)

Atendiendo asuntos de política externa, los resultados fueron más favorables que los de la política interna, plagados de enfrentamientos secesionistas. Para contemplar las divergencias, apreciemos los tonos en dos de sus documentos, ambos redactados en Bogotá. El primero se dirigió a León XII (7/11/1828. Doc. 1837 A.D.L.), en feliz agradecimiento por “las provisiones de arzobispos y obispos para las iglesias vacantes de esta república”; en esta carta, Bolívar le dijo al Papa que “reciba (…) la expresión de nuestra gratitud; y del pueblo (…) las más sinceras protestas de su adhesión y respeto a la Silla Apostólica y a la cabeza visible de la Iglesia Militante”, que contaría con la protección gubernamental y “con nuestra decidida voluntad de sostener el Catolicismo” en el país. En el segundo, que es un mensaje al Congreso Constituyente (20/01/1830. Doc. 183 A.D.L.), el Libertador expresó melancolía: “Permitiréis que mi último acto sea recomendaros que protejáis la religión santa que profesamos, fuente profusa de las bendiciones del cielo”.

Nótese que en estos documentos selectos hay disparidades temporales y de contexto, pero no de significado, pues el Libertador siempre fue creyente en la religión de Jesús, particularmente la que vino de España, es decir, la católica, apostólica y romana. Para despejar cualquier duda razonable que le haya quedado al lector, permítaseme citar la mejor prueba de todas las que se han presentado hasta ahora: su testamento (San Pedro Alejandrino, Colombia. 10/12/1830. Doc. 379 A.D.L. Las negritas son mías).

En el nombre de Dios Todopoderoso, Amén. Yo, Simón Bolívar, (…) creyendo y confesando como firmemente creo y confieso el alto y soberano Misterio de la Beatísima y Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero; y en todos los demás misterios que cree, predica y enseña nuestra Santa Madre Iglesia, Católica, Apostólica, Romana, bajo cuya fe y creencia he vivido y protesto vivir hasta la muerte como católico fiel cristiano, (…) Primeramente encomiendo mi alma a Dios Nuestro Se­ñor que de la nada la crió, y el cuerpo a la tierra de que fue for­mado, (…)

Desde hace tres capítulos consecutivos se ha venido demostrando que Bolívar no fue un santo en el sentido político, militar y social, pero de eso a que haya fingido su fe a siete días de expirar en su lecho de muerte, con testigos y confesión avalada con firmas autógrafas, va un mundo. Sugerir que el Libertador no era un católico genuino es sostener una argucia; es una falacia del verdadero escocés. Quien crea que no lo es, que intente derribar esta muralla de documentos analizados en orden cronológico, ladrillo a ladrillo, si es que puede. En lo que a mí respecta, el cristianismo de Bolívar no está sujeto a controversia.

Conclusiones

Tocar las fibras eclesiásticas fue uno de los retos más espinosos en la independencia de la América Española. Dentro de este continente, el motivo más trascendental para ganarse la voluntad de la iglesia católica fue el de impedir que las masas populares se sublevaran contra una emancipación que supuestamente impondría creencias heréticas de corte anglo-franco-germánico. Fuera del mismo, el diálogo entre el Estado y el clero necesariamente tuvo que pensar en obtener ventaja diplomática, en la que la Santa Sede daría reconocimiento a las nuevas naciones fundadas tras la guerra, en detrimento de las exigencias de la metrópoli española en Europa.

En lo que concierne a Bolívar, se puede afirmar que él fue uno de los muchos católicos independentistas que fortalecieron una iglesia irreversiblemente debilitada por los cambios de la revolución republicana. En términos de creencias individuales, el Libertador tuvo las suyas, como puede tenerlas cualquier creyente en cualquier época vivida por la humanidad; estas prueban, de hecho, que sus vínculos con la masonería fueron breves, mientras que los habidos con el cristianismo fueron permanentes. Aunque es cierto que Bolívar tuvo pleitos con el clero, más aún durante la guerra, no se puede negar que él movió cielo y tierra para limpiar su reputación, mancillada por la excomunión ―que fue revocada― y las habladurías sobre su impiedad.

Con masonería o sin ella, la emancipación de los países pisados por las campañas del Libertador favoreció más a la iglesia católica que a los ideales de laicismo prevalecientes en los Estados Unidos. En independentistas como Bolívar, los Estados nacientes debían obedecer la Constitución, pero también debían temer a Dios. Eso era perfectamente comprensible en los albores del siglo XIX, pero hoy en día estas reaccionarias políticas de Estado confesional carecen de validez, ya que violan la libertad de creer en deidades que no sean la judeocristiana y, más aún, la libertad de no creer en ninguna.

Bibliografía

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Capítulo 1- Ideales

Capítulo 2 – El mandatario

Capítulo 3 – La espada de oro

Capítulo 4 – ¿Moral y luces?

Capítulo 6 – La palabra del prócer

Capítulo 7 – Una cara en la moneda

Capítulo 8 – Genio y figura

Capítulo 9 – Cultos de ayer y hoy

Capítulo 10 – Resolviendo controversias