Se ha tenido de Bolívar el concepto en el que él ha sido, sin lugar a discusión, el hombre por excelencia que venció a la Corona española y que estuvo muy por encima de cualquier prócer de su tiempo; si a Bolívar se le considera el Libertador, “por algo será”. El uso del singular y de las mayúsculas en este título por antonomasia de Bolívar no denota simplemente lo que él hizo con varios países de la América Española sino que él fue el único en conseguir su liberación por vías belicosas. En suma, se ha pensado que Bolívar, siendo el Libertador, utilizó la fuerza para salvarnos de los vejámenes perpetrados por los realistas y que si alguna vez él hizo lo mismo jamás se habría rebajado a su nivel, por lo cual la violencia de sus batallas es comprensible y hasta justificable. Por ende, hay una creencia en la cual se sostiene que la campaña militar de Bolívar, además de haber roto las cadenas de varias naciones, fue tan pulcra como sus intenciones políticas.
Hay muchas verdades en la vida castrense de Bolívar que concuerdan con las aserciones del folclor, pero también hay muchas tergiversaciones, exageraciones, mitos y leyendas que han puesto a este prócer venezolano en un altar en el que no debería estar. Las evidencias nos indican que el Bolívar de sable y uniforme fue menos heroico, menos compasivo y menos apacible de lo que aparenta porque él estuvo colmado de desperfectos; la efigie militar del Libertador fue una insuperable contradicción de sus ideas sobre la paz y la guerra. Como se ha de indagar subsecuentemente, Bolívar marcó la diferencia en la emancipación de Hispanoamérica, aunque para entender este proceso hay que explorar el historial de los movimientos preindependentistas y las dimensiones reales por las cuales Bolívar fue uno de los que pusieron punto final al Imperio Español durante años de tropiezos y pasos firmes. Igualmente se analizará la interacción del Libertador con sus correligionarios ―mejor dicho: competidores, rivales y enemigos― cuya labor merece un mayor reconocimiento, así como el efecto post mortem de la gesta del Libertador.
1. Entorno hostil
Por costumbre, o quizás por falta de información, uno está acostumbrado a dar por sentado que la guerra de independencia arrancó de golpe y porrazo, con facciones de personas que un día, por diferencias de algún tipo que no pudieron ―o supieron― resolver, decidieron matarse entre sí hasta el fin. Esa, por supuesto, no puede ser una explicación satisfactoria porque los conflictos armados no nacen de la nada sino que surgen cuando los ingredientes se van añadiendo hasta que la sopa de fideos bélicos está lista para ser servida a los comensales, es decir, cuando una serie de antecedentes a la emancipación de la América Española fustigan la unidad del imperio hispánico hasta el momento en el que éste está al dente para su caída. Una vez que esto sucede, todo cambia irreversiblemente, en medio de un contexto geopolítico que determina el pasado, el presente y el futuro del continente colonizado por la Corona.
La independencia de la América Española se dio en las primeras tres décadas del siglo XIX, pero esto no habría sido posible sin que se cocinara la crisis del poder imperial, particularmente en el siglo XVIII. El debilitamiento de la Corona, que fue político, socioeconómico y militar, no ocurrió rápido; mas bien éste fue tan lento como doloroso. Los problemas con la autoridad monárquica, que repercutieron en su reconocimiento por parte de los colonos, se hicieron más palpables cuando las diversas zonas del vasto territorio que controlaba adquirieron tales grados de autonomía que podrían tornarse en contra de los designios de la metrópoli, pues al hacerse más liberales se tendrían más libertades en el comercio y, con ellas, cabría la posibilidad de enriquecerse para ascender en la pirámide de las jerarquías que en ese entonces tenía un mantuanaje expectante de hacer valer sus prerrogativas. Los blancos peninsulares, desde luego, no estuvieron dispuestos a permitirlo; de hecho, las recortaron al implantar, por mandato real, reformas que trataron de medio acomodar las arcas del Estado.
Aquellas reformas habían sido, en realidad, parapetos fiscales, pues aunque la Corona recuperó algo del capital perdido con sus guerras en Europa, los impuestos, restricciones y gravámenes en América produjeron el rechazo de sus ciudadanos a medidas que cercenaban o limitaban en demasía los beneficios obtenidos con sus medios de sustento. Por tanto, las protestas no se hicieron esperar y en la Nueva Granada tuvieron mayor eco con el levantamiento de los comuneros entre 1781 y 1782 (Biblioteca Nacional de Colombia, S/F), precedido por sus homólogos castellanos entre 1520 y 1522 (para un análisis comparativo entre ambos movimientos, véase Fiscer Lamelas, 2011). Los comuneros neogranadinos, liderados en lo castrense por José Antonio Galán (1749-1782), exigieron la revocación y modificación de esas resoluciones; las autoridades reales cedieron, se firmó una capitulación y los insurrectos se dispersaron confiando en su victoria cuando no tenían ni idea que ésta pronto sería burlada por la represión colonial, la cual los hizo callar, obedecer y morir.
Perú experimentó algo afín con la rebelión de Túpac Amaru II (1738-1781). La insurrección (Romero Meza, 2014), de 1781 a 1782, quiso la restauración del imperio inca, pero también que se detuvieran los abusos de los corregidores contra los indígenas y que la Corona española fuese eliminada de sus tierras con sus instituciones. Para lograr este fin, hubo enfrentamientos tan encarnizados que debido a su radicalismo los mismos aborígenes le dieron la espalda a su líder. En suma, otros factores que afectaron a los insurgentes, como su inferioridad militar, sus divisiones internas, su poca empatía con los distintos grupos étnicos y su pésima relación con la iglesia, marcaron su derrota y la restauración de lo que querían ver abolido.
Ni los comuneros de Galán ni los rebeldes de Túpac Amaru II triunfaron. Ninguno de los dos movimientos se plantearon a escala continental porque fueron tumultos regionales que tuvieron la intención de obtener privilegios sociales y étnico-raciales cuyo trasfondo era la economía. Es más, la agitación del siglo XVIII poseyó el lema conocido como “viva el rey y muera el mal gobierno”, en el que se muestra que el pueblo aún tenía simpatía por la Corona pese a sus defectos, los cuales pretendían ver enmendados de una u otra manera. En la América Española, los habitantes creyeron que la monarquía iba a cambiar, aunque fuese una pestaña, para no tirarlos a las fauces de la miseria y la desigualdad. No obstante, eso no pasó. Reformas aparte, fue poco lo que Carlos III hizo para contentar a los súbditos de las colonias, mientras que su sucesor Carlos IV fue más autoritario que competente en sus funciones administrativas.
Las susodichas revueltas describen cómo se fue descascarando la España imperial, pero no fueron per se (de hecho, no fueron en lo absoluto) fuentes de inspiración para los independentistas decimonónicos. Al leer sus alocuciones, los próceres de esta época hablaron muchísimo de la Constitución estadounidense, de la filosofía de la Ilustración, de cómo Holanda se quitó de encima el coloso hispánico y de los acontecimientos que acabaron con el absolutismo francés. En ellas hubo menciones a topónimos como Filadelfia y París, a hombres distinguidos como el Marqués de Lafayette y Benjamin Franklin, a conceptos “tóxicos” para la Corona como la separación de poderes y las elecciones, aunque no hubo la más mínima referencia a Galán o al inca Túpac, como si jamás hubieran existido.
Omisiones como esta no han sido por casualidad. A diferencia de sus predecesores, los independentistas hispanoamericanos sí tuvieron un plan detallado para efectuar una transición total del sistema establecido con principios ideológicos estructurados y propuestas concretas que construyeran un nuevo Estado, de preferencia republicano federalista o centralista (en esto hubo disparidades que no fueron resueltas sino durante, e inclusive después, de la emancipación). Para ellos, esta transformación no era negociable porque se había disuelto el “contrato” entre la sociedad de las colonias y la sociedad de la metrópoli, lo que indicaba que los américo-españoles tenían la potestad de desprenderse de un gobierno monárquico que, a su modo de ver, no era legítimo porque no representaba sus intereses.
Este es uno de los motivos por los cuales la Corona española tomó el rejo del absolutismo para hacer que los americanos volvieran al corral imperial. Por un lado, España no podía permitir que a sus dominios se les vieran las costuras y que la Gran Bretaña se aprovechara de esta debilidad para arrebatarle más territorio del perdido con la isla de Trinidad, además de Gibraltar. Por otro lado, la monarquía hispánica no podía darse el lujo de abrir puertas y ventanas para que entraran a sus colonias las ideas de la Ilustración, ni los reportes de la independencia de los Estados Unidos y mucho menos los de la Revolución francesa, pues temía que las élites letradas pudieran mover a las masas para desmontar una autoridad que hasta el momento era indiscutiblemente ligada a la cristiandad, al orden “natural” de las cosas.
Cualquiera que portara en la América Española un ejemplar de la Constitución estadounidense o de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano podía meterse en serios líos, mas no exactamente por ser un portavoz de ideas liberales, sino porque éstas en sí mismas venían con infamia. En Norteamérica, la revolución consiguió una república estable después de batirse en sañudas batallas contra los realistas británicos. En Francia, la revolución se salió de control a pesar de esta Declaración, por lo cual desembocó en una guerra civil que dio paso al régimen del Terror cuya dictadura tuvo por símbolo la guillotina, en la que perecieron Luis XVI y su mujer María Antonieta. En Haití, tras doce años de sublevación (1791-1804), los negros libertos tomaron la revancha al masacrar a los blancos.
Fue adversa, por tanto, la intelligentsia de la Corona hispánica a la Ilustración porque la asoció con la violencia y la extinción de la monarquía. Debido a esta alerta roja el rey español de turno tomó cartas en el asunto, por lo que su gobierno le cortó las alas a quien quisiera volar con esos idearios de libertad que debían ser silenciados. Tampoco se toleraría más la influencia del extranjero, lo cual hizo que del Estado a sus habitantes proliferara un sentimiento antiestadounidense, antibritánico, antifrancés y antihaitiano; por consiguiente, todo aquel que fuera simpatizante de alguno de estos países sería un sedicioso que debía ser perseguido, arrestado y ejecutado sin tanto protocolo.
De ahí que la rebelión de José Leonardo Chirino en 1795, la conspiración de Manuel Gual y José María España en 1797 y las expediciones de don Francisco de Miranda en 1806, además de haberse echado abajo con prontitud, fueron impopulares. Mientras la revolución de Chirino buscó emular la haitiana, la de Gual y España estuvo por hacerlo con la francesa y la de Miranda tuvo de anglosajón hasta los nombres de los navíos (i.e., Bee, Bacchus, Leander) con sus tripulantes; cuando estos señores emitieron sus proclamas de emancipación, la población venezolana no las recibió con aplausos, sino con espanto. Los funcionarios reales, así como el clero, vieron en Chirino a un zambo sediento de venganza, en Gual y España a un dúo de jacobinos irredentos y en Miranda a un corsario asalariado.
La forma en que se dio el aborto de estos sucesos previos a la emancipación induce a pensar que la Revolución francesa fue menos relevante en la América Española de lo que aparenta; como señala Núñez (1989), esta Revolución no pudo haber agrietado la muralla política hispánica porque ésta ya se estaba agrietando a lo largo del siglo XVIII. Esto está respaldado por un hecho importante: las reyertas en la corte de Carlos IV, las cuales estuvieron llenas de infidelidades, intrigas, rivalidades y, primordialmente, traiciones. Las disputas en la nobleza borbónica enredaron las cuerdas de su linaje hasta que éstas tuvieron su máxima tensión durante las Guerras Napoleónicas (1803-1815).
He aquí el nudo gordiano. La independencia hispanoamericana pudo tener sus bases con la Guerra de independencia española (1807-1814), en la que el ejército napoleónico, al apoderarse de la península ibérica, le privó a España de su majestad real que fue restaurada luego de atravesar dificultades, como la reconquista de la nación y la restitución del rey. En el transcurso de este conflicto, las pugnas palaciegas entre Carlos IV, Fernando VII y José I Bonaparte pusieron en tela de duda la capacidad de la monarquía para ponerle freno a la amenaza francesa que, de no ser detenida, tocaría el suelo de América para obligarla a rendirse a sus pies.
Muchos confiaron que la Junta Suprema Central (luego Consejo de Regencia de España e Indias) haría el trabajo de representar a la Corona en ausencia del rey, pero otros no se comieron el cuento, así que crearon sus grupos de autogobierno con sus propios miembros ejerciendo el Poder Ejecutivo para protegerse de la influencia de Francia. De esta forma, en Venezuela los acontecimientos del 19 de abril de 1810 destituyeron a Vicente Emparan no por déspota ni por corrupto, sino porque hubo sospechas en las que este capitán general fue acusado de ser, presuntamente, un lacayo de Bonaparte (Parra Pérez, 1939, pp. 189-211). En la Nueva Granada hubo sucesos parecidos de abucheos a las autoridades coloniales y revueltas desorganizadas en lo que fue la Patria Boba (Palacios y Safford, 2002, pp. 191-195, 199-214, 216-218).
A causa de este vacío de poder fue que se reventó la soga monárquica. Por doquier cundía el pavor popular porque Fernando VII, al ser desbancado y apresado, dejó un ambiente de incertidumbre; al ser irremplazable, nadie podía decir que tomaba decisiones por él sin ser visto como un usurpador. La xenofobia contra Francia se generalizó tanto en la España peninsular como en sus dominios continentales americanos, por lo cual los políticos independentistas tuvieron que cuidar que sus acciones y palabras no fueran interpretadas como francófilas. Por tanto, ellos adoptaron el modelo constitucional de los Estados Unidos, solicitaron el amparo diplomático de la Gran Bretaña y repudiaron la invasión de Napoleón Bonaparte. El mismo Miranda se abstuvo lo más que pudo de hablar en Venezuela sobre sus vivencias en la Revolución francesa, entre ellas una en la que se salvó de ser guillotinado por el Terror.
El choque cívico, empero, se intensificó. La reacción de los realistas fue verbal y físicamente airada. Para ellos no había derecho a anunciar independencia alguna si no era por autorización real (la cual de paso no podía existir porque el absolutismo no la contemplaba en sus premisas políticas), así que la insurgencia, al ser ilegal, debía disolverse y aguardar a que Fernando VII volviera al trono. No obstante, el desacato a las exigencias borbónicas fue masivo, por lo que de los ladridos se pasaron a las mordidas; es decir, que de las amenazas de bloqueo y los pronunciamientos oficiales contra la emancipación se fueron a las incursiones armadas. En respuesta, los rebeldes se lanzaron a la defensa de los Estados creados en el furor republicano. Había empezado la guerra en la América Española.
Preguntará el curioso qué tuvo que ver Simón Bolívar en todo esto. Si bien en lo temporal él no vivió la mayoría de los acontecimientos anteriormente descritos, es preciso observar que Bolívar se enteró de ellos porque se lo habían contado sus allegados o lo había leído, muy presumiblemente, de los periódicos británicos. Al igual que los demás próceres, el Libertador supo que la España monárquica se estaba derritiendo y que la invasión del imperio napoleónico a la península ibérica era la oportunidad que estaba necesitando para vencer a los realistas, puesto que ellos concentraron sus fuerzas en Europa. Sin embargo, la causa emancipadora estaba contra reloj, por lo cual era preferible que la independencia se declarara y consiguiera militarmente antes que Fernando VII regresara a la silla real.
Contrario a las expectativas de los independentistas, el rey borbón agarró de vuelta su cetro en 1814. España le ganó a Francia en este titánico duelo, por lo que el monarca se agachó para recoger el guante y se lo asestó a las mejillas de los hispanoamericanos desobedientes. Sin tener que preocuparse más por los ataques de Napoleón, quien fue finalmente vencido en 1815, Fernando VII envió refuerzos a granel para apagar el incendio revolucionario en las colonias. Lo que un día parecía pan comido, ahora se redoblaba en efectivos realistas y por ende en dificultad para enfrentarlos. En este sentido, Bolívar expresó:
Una ocurrencia de la primera importancia, sobre la cual escribo a Vd. oficialmente, me obliga a hablarle también de ella en esta carta. Es la derrota de Bonaparte en el Norte de la Europa, suceso demasiado confirmado, y cuya trascendencia es tan inmediata sobre nosotros. Así es que la España evacuada ya por los franceses afianzará más sólidamente su independencia, y volverá sus miras hacia la América. Es menester prevenir aceleradamente este golpe, pues aunque estoy seguro que la Nueva Granada y Venezuela no cederían a la fuerza, no es menos cierto que podríamos ser envueltos. (Puerto Cabello, Venezuela. 2/02/1814. Carta a Camilo Torres. Doc. 667 A.D.L.)
Francia ya no era ningún peligro, pues el león, al cortársele la melena, acabó maullando como un gatito, aunque el próximo en rugir sería el felino hispánico que no sería cazado sin ayuda externa. Por contexto histórico, los aliados requeridos por los independentistas serían los enemigos de España que, empero, fueron neutrales al conflicto, pero que por debajo de la mesa avalaron el proceso emancipador: los Estados Unidos y la Gran Bretaña. Ambos países no podían enviar sus ejércitos a la América Española para pelear contra los realistas ―los españoles asistieron a los estadounidenses en su independencia, mientras que los británicos hicieron lo mismo con los españoles para librarlos de Napoleón―, pero sí podían dar insumos y recursos monetarios a los rebeldes. En ulteriores páginas veremos cuál de los dos fue el favorito del Libertador y por qué.
Lo que sí ha de aclararse ipso facto es contra qué combatió Bolívar. En el capítulo anterior se dijo que era España, aunque esta afirmación, para que no suene tan obvia como cutre, debe complementarse con documentos probatorios; por fortuna, no son muchos y todos carecen de lagunas en su significado. En uno de ellos, Bolívar dijo: “¡Para nosotros la patria es la América; nuestros enemigos, los españoles; nuestra enseña, la independencia y libertad!” (Pamplona, Colombia. 12/11/1814. Proclama. Doc. 932 A.D.L.); en otro, Bolívar sostuvo: “Independencia y libertad son los dos grandes objetos de la lucha que sostenemos contra el poder arbitrario de la España” (Angostura, Venezuela. 22/10/1818. Reglamento. Doc. 3046 A.D.L.). En la postdata de una carta ―ya citada― a Luis Eduardo Azuola en marzo de 1821, Bolívar le dijo que “sobre negocios extranjeros debe Vd. decir que estamos en armonía con todos los gobiernos del mundo, excepto el de España”, y en diciembre de 1822 él se pronunció a Francisco de Paula Santander, además de los ataques a los realistas en Pasto, sobre “las ricas y bellas islas españolas que nunca serán más que enemigas” (i.e., las Islas Canarias).
Como se dice en el lenguaje criollo venezolano, Bolívar habló claro y raspao. El Libertador, de cabo a rabo en la independencia, no se anticipó al antiimperialismo marxista-leninista; esto, desde luego, no parte de una suposición sino de la correspondencia del prócer mantuano en la cual se constata visiblemente que él se opuso específicamente al poder imperial de España y a su monarquía. Durante la guerra, la posición de beligerancia en Bolívar fue antihispánica, no antinorteamericana y mucho menos antibritánica. Ergo, es ridículo el solo hecho de imaginarse a Bolívar cabalgando su caballo (según la tradición se llamaba Palomo) mientras gritaba “¡muerte a la Gran Bretaña!” o “¡abajo la injerencia de los Estados Unidos!” para salpimentar sus archiconocidas consignas contra España.
España que, en considerables años de los habidos en la guerra de independencia, tuvo en el bando realista su última fase de cohesión político-castrense. En la América Española, los militares a favor de la Corona casi nunca tuvieron roces intestinos, pero cuando los tuvieron destacaron por ablandar su ejército, como acaeció con la rebelión de los liberales peninsulares en 1820 contra el rey borbónico y la sublevación de Pedro Antonio Olañeta en 1824 de la cual se benefició la ofensiva de Antonio José de Sucre en Perú. También tenemos que esta desintegración monárquica se agravó luego de la emancipación de las colonias y se hizo más visible en la Primera Guerra Carlista (1833-1840) por los litigios sucesorios debidos al fallecimiento de Fernando VII.
Los independentistas fueron en general lo opuesto porque la unidad de su causa se fue dando paulatinamente, con incontables traspiés. En más de una ocasión, las operaciones militares adolecieron del debido respaldo, como la de Antonio Nariño (1765-1823) en la Nueva Granada, aunque en otras los próceres pudieron estar coordinados, como lo fueron Bernardo O’Higgins (1778-1842) y José de San Martín (1778-1850) en el Cono Sur, cuyos frutos más notables fueron las batallas de Chacabuco (12 de febrero de 1817) y Maipú (5 de abril de 1818). Esto, sin embargo, no garantizó de un soplo la victoria frente a los realistas, pero aumentó sus posibilidades de victoria y consolidó poco a poco el prestigio de aquellos que perseguían las sendas de la política ―Bolívar entre ellos―, en las cuales las disyuntivas fueron el día a día de los américo-españoles hasta la era de la posguerra.
Debe enfatizarse que las colonias de la América Española no se emanciparon al mismo tiempo, sino por separado, en años diversos, desde su declaración por ley hasta la rendición formal de los realistas. También es necesario tener en consideración que la independencia no fue sino la escena final de esta ópera en la que la España imperial agonizó por causas internas hasta que éstas fueron potenciadas por causas externas. Después fue cuando los próceres apiñaron los barriles de pólvora, prepararon la mecha y prendieron la chispa que la hizo explotar; la guerra, por tanto, estalló consecutivamente, como en una reacción en cadena, pero más anárquica, como si al timón le hiciera falta un timonel de envergadura. Aquí es donde el Libertador hizo acto de presencia.
2. La campaña bolivariana
Ciertamente, tiene que haber una manera distinta de contar la misma historia en la cual el Bolívar militar ha sido harto estudiado y documentado, hasta el punto que no considero preciso explicarle a los lectores algo a lo que se le puede dar seguimiento en las referencias de esta investigación y en los mapas elaborados (v. Apéndice) para facilitar gráficamente su comprensión. Sin embargo, esto para nada significa que no se abordará esta faceta del Libertador, sino que esto se realizará, respetando el orden cronológico de los eventos, mediante la exposición de cómo y por qué él devino en el prócer que conocemos. También se aprovechará la ocasión para desmantelar, de aquí en adelante, algunos de los mitos más difundidos acerca de su gesta, así como de matizar y aclarar los acontecimientos que se le vinculan.
Visto que el Bolívar estadista, como observamos en el capítulo anterior, no tuvo una homogeneidad ideológica (esto es, que su pensamiento político varió con el tiempo, salvo por algunos aspectos puntuales que permanecieron intactos), esto nos conlleva a ser aún más cautelosos para suponer que él, siendo el militar que fue, tuvo una homogeneidad castrense, es decir, que su gesta se desarrolló linealmente, con hechos encadenados como si fueran episodios de un cantar de gesta. Puesto que la guerra no es solamente la destrucción del hombre por el hombre, y puesto que ésta es una confluencia de eventos que nos dicen el génesis de las victorias y las derrotas, no podemos esperar por tanto que la belicosidad de Bolívar sea traducible a un resumen de hechos que lo condujeron a la gloria. A decir verdad, la realidad es mucho más compleja.
La carrera de las armas de Bolívar, lejos de haber sido fluida, se caracterizó por tener sus intermitencias a través de cuatro etapas que se deducen a partir del nivel de actividad castrense del caraqueño, siendo la primera de ellas muy breve, por tratarse de su estadía en la escuela militar. Aquí no hay nada que no se haya dicho antes (Pino Iturrieta, 2009, pp. 22-23; Masur, 1948, p. 48; Liévano Aguirre, 1950, pp. 44-45): Feliciano y Carlos Palacios, familiares del joven Simón, decidieron internar al muchacho en los cuarteles para corregir su malcriadez, de modo que él entró a la 6ª Compañía del Batallón de Milicias Disciplinadas de Blancos en 1797 y egresó como subteniente el 4 de julio de 1798, siendo séptimo de una promoción de nueve personas instruidas para proteger a la Corona española, sin mayores méritos académicos que no fueran las de obedecer órdenes. El mozo Bolívar, como era usual en los chicos de su época y de su oficio, destacó en equitación, esgrima, baile y natación, pero también en hacer alarde de su uniforme para sus galanteos de adolescente y en que su ingreso fue posible por su posición acomodada en la sociedad, pues se lo facilitó su ascendencia que había estado en el ejército y el suegro de su hermana María Antonia, el coronel Manuel Clemente y Francia.
Desmentido queda, con esta información, el idílico concepto de Bolívar en el que se le tiene como un aguerrido guerrero de la independencia desde su más tierna juventud; los inicios castrenses de Bolívar fueron forzados por las presiones de sus parientes, por lo que su alistamiento no fue voluntario, aunque esa ocupación que eligieron para él fue la única que encajó en su perfil psicológico y que a fin de cuentas terminó por agarrarle el gusto, si bien su carácter dominante fue molesto para sus superiores, quienes lo toleraron por cumplir con sus deberes y por su clase social. Esto, y su tardía atracción por la política que no cuajó sino después de 1803, nos demuestra que de 1797 a 1798, en esos dos años de adiestramiento, el interés que Bolívar tuvo por la emancipación de la América Española fue total y absolutamente nulo. Desde su travesía en Europa hasta su retorno definitivo a Venezuela en 1810 para luego integrarse de lleno a la Sociedad Patriótica, Bolívar estuvo prácticamente una década sin hacer, en lo militar, nada.
En la segunda etapa, que de 1811 a 1812 corresponde a la Primera República de Venezuela, Bolívar inició su participación en el ejército como coronel, aunque su intensidad fue poca. A juzgar por su escasísima notoriedad en todos los ámbitos, no es de sorprender que él fue también relegado a un plano inferior cuyo rol fue de mínima responsabilidad y movilidad. Por un lado esto se debió a que Bolívar, al no tener más poder que el de la palabrería patriotera en las reuniones de la Sociedad, no tuvo autoridad alguna para hacer lo que quisiera con las tropas de los insurgentes sino que fue un subalterno más del montón que debió acatar lo que le decían cuando se lo decían. Por otro lado, y en estrecha relación con lo anterior, la cadena de mando independentista, tanto la del ejército como la de la política, descansó en distintos liderazgos que litigaban entre sí poseídos por las rencillas internas, el compadrazgo, la inexperiencia ―con algunas excepciones― y la indecisión gubernamental.
La muestra más clara de este deprimente panorama la tenemos en la enconada enemistad que hubo entre Bolívar y Francisco de Miranda (Masur, 1948, pp. 124-126; Liévano Aguirre, 1950, p. 131). Su camaradería era un disimulo que escondió las grietas por las que pasó el mutuo desentendimiento de dos próceres cuyas mentalidades fueron en su gran mayoría diametralmente opuestas, y por esta razón es que el Generalísimo y Bolívar se vieron como rivales, no como compañeros de lucha. Aunque Bolívar, como otros altos oficiales, se desempeñó bien en los contados combates abiertos que tuvo contra los realistas, Miranda desconfió muchísimo de él, quizás movido por los celos propios de un hombre que durante su vida entera soñó con la emancipación americana, si bien es más probable que haya sido porque los ataques de Bolívar desafiaban los movimientos meticulosamente planeados por el Generalísimo, pero asimismo porque Bolívar, muy a diferencia de Miranda, abogó por la expulsión de los españoles europeos. Con esto sabemos por qué Miranda consideró a Bolívar como “un joven peligroso” (Parra Pérez, 1939, p. 316).
Fueron dos las naturalezas humanas que estuvieron en conflicto, ya ni hablar de las adicionales que se pudieran mencionar entre el Generalísimo y sus lugartenientes. Bolívar, que no obtenía nada al contrariar a Miranda, tuvo que conformarse con ser el edecán del Marqués del Toro para no luchar contra el enemigo como soldado, y luego le tocó vigilar la fortaleza de San Felipe, muy próxima a Puerto Cabello, porque Miranda no creía que él fuera un oficial competente para hacerle frente a Domingo de Monteverde, quien entró a Valencia el 3 de mayo de 1812 (pp. 440-441). La ofensiva realista que fue replegando cada vez más a los independentistas fue tan sólo uno de muchos hechos que dinamitaron la Primera República de Venezuela, la cual progresivamente cayó en el desprestigio, hasta que el terremoto del 26 de marzo de ese año la sumió en la absoluta impopularidad porque el desastre natural hizo pensar al clero y a los ciudadanos que éste era un castigo divino para los insurgentes. Pero lo peor aún no había ocurrido.
Un sorpresivo motín (Masur, 1948, pp. 136-138; Pino Iturrieta, 2009, pp. 51-52; Parra Pérez, 1939, pp. 488-492; Liévano Aguirre, 1950, pp. 128-130) se apoderó de San Felipe el 30 de junio de 1812, por lo que el importantísimo almacén de suministros del ejército independentista, que hasta ese mes alejaba a los realistas de Caracas y sus inmediaciones occidentales, fue tomado por los prisioneros. Bolívar, que estuvo en su cuartel general, había descuidado su asignación de pasar revista en ese emplazamiento defensivo, aunque el factor de peso fue que el subteniente Francisco Fernández Vinony se alió con los reos políticos antirrepublicanos más poderosos e influyentes y les dio la mano para hacerse con el fortín. Los partes militares de Bolívar a Miranda del 14 (Doc. 97 A.D.L.) y 19 de julio (Doc. 95 A.D.L.), escritos en Caracas, son desalentadores, pero la carta del día 12 (Doc. 96 A.D.L.) es la que exteriorizó mejor el desánimo del coronel al haber fracasado en la única misión relevante que le fue encomendada por el Generalísimo.
Mi general, mi espíritu se halla de tal modo abatido que no me hallo en ánimo de mandar un solo soldado; pues mi presunción me hacía creer que mi deseo de acertar y el ardiente celo por la patria, suplirían en mí los talentos de que carezco para mandar. Así ruego a Vd., o que me destine a obedecer al más ínfimo oficial, o bien que me dé algunos días para tranquilizarme, recobrar la serenidad que he perdido al perder a Puerto Cabello: a esto se añade el estado físico de mi salud, que después de trece noches de insomnio, de tareas y de cuidados gravísimos, me hallo en una especie de enajenamiento mortal. Voy a comenzar inmediatamente el parte detallado de las operaciones de las tropas que mandaba y de las desgracias que han arruinado la ciudad de Puerto Cabello, para salvar en la opinión pública la elección de Vd. y mi honor. Yo hice mi deber, mi general, y si un soldado me hubiese quedado, con ése habría combatido al enemigo; si me abandonaron no fue por mi culpa. Nada me quedó que hacer para contenerlos y comprometerlos a que salvasen la patria; pero ¡ah! ésta se ha perdido en mis manos.
Los insurgentes vieron cómo sus esperanzas se hicieron trizas con las sucesivas derrotas, la toma de San Felipe por los realistas, las acrecentadas tensiones sociales, el descontento popular, la desobediencia, la inacción política, la indisciplina, la desobediencia y las deserciones masivas de los soldados. Los diálogos de reconciliación se quedaron en la nada y la rendición de la república se hizo inminente. Bolívar se retiró de Puerto Cabello resignado a no poder retomar lo que le habían quitado y Miranda pensó que la emancipación debía demorarse más con tal que no se repitieran carnicerías como las de Haití (Parra Pérez, 1939, p. 533). Con su reputación desplomada, el Generalísimo consideró que no tenía sentido luchar para el beneficio de sus enemigos personales (Bolívar entre éstos) y se sintió desengañado por un pueblo inmerecedor de una libertad que no quería (p. 534).
Miranda, por tanto, pensó en terminar la guerra, pero por vías diplomáticas, por lo que selló la capitulación con Monteverde el 25 de julio de 1812 (pp. 538-539). Los realistas entraron en Caracas cinco días después, mas no sin generar malestar en el ejército y en los ciudadanos independentistas (pp. 544-545) que esperaban de Miranda una actitud más heroica. Como Miranda entabló un armisticio con Monteverde y preparó a escondidas su embarque al extranjero, se rumoreó que él fue un cobarde que vendió a su país, lo que alimentó sin duda la conjura de oficiales que lo arrestaron el 30 de julio (Masur, 1948, pp. 141-143; Pino Iturrieta, 2009, pp. 52-53; Parra Pérez, 1939, pp. 546-548; Liévano Aguirre, 1950, pp. 132-134) para salvar su pellejo, puesto que no se fiaron de las negociaciones con el enemigo en las que supuestamente ellos no irrespetarían sus términos.
Hubo de estar muy descompuesto, corrompido y desmoralizado el ejército independentista, pues sus militares se traicionaron entre sí para ir al exilio en vez de ser fusilados o ir a prisión de por vida, como en efecto le pasó a Miranda en La Carraca. Uno de ellos fue el coronel Bolívar, quien se involucró en esta felonía contra el Generalísimo, mas no para hacerle un favor a la Corona como dijo Monteverde al expedirle el salvoconducto facilitado por las gestiones de don Francisco Iturbe, amigo de ambos, sino para vengarse de Miranda, a quien calificó como “un traidor a su patria” (Parra Pérez, 1939, p. 579), un desleal a quien quiso ver ejecutado, aunque este objetivo no lo pudo conseguir porque el comandante Manuel María de las Casas, consciente que Miranda valía más vivo que muerto, se lo impidió. De todas formas, eso no alteró su itinerario de huida. Bolívar partió de Venezuela el 27 de agosto de 1812, acompañado por otros rebeldes, teniendo por delante a Curazao y por detrás a una nación donde las dos grandes facciones de los realistas hicieron de las suyas contra los que apoyaron la república (pp. 580, 585, 587).
Otro interludio estuvo desde su partida a Curazao hasta su permanencia en Cartagena, en noviembre de 1812, lo que separa la anterior etapa de la tercera, que va precisamente de 1813 a 1820. Estos años fueron los más aciagos para Bolívar porque hubo más batallas, expediciones y campañas que triunfos cosechados, si bien los dos últimos fueron los más alentadores. También fueron los más prolíficos, los que maduraron militarmente a Bolívar y los más intrincados por dividirse en subetapas que efectivamente poseyeron períodos de inactividad. Asimismo, fueron los más sombríos, violentos y despóticos tanto para Venezuela como para la Nueva Granada porque además de las crueldades cometidas en la guerra, la derrota fue para los independentistas un común denominador. Fueron los de mayor desunión para quienes pelearon con el fin de vencer a la Corona.
Acertado fue el historiador Caracciolo Parra Pérez al señalar, en base a este contexto, cuando dijo que “abundan los textos demostrativos de que la opinión general fue en Venezuela, hasta 1820, hostil a la independencia” (p. 573); tenemos, por tanto, un factor determinante para saber por qué Bolívar y los independentistas no emanciparon la América Española antes de ese año. Sin embargo, detrás de ese repudio de la población hacia los que serían sus libertadores hay un ambiente en el que los realistas tuvieron todas las de ganar, a pesar que el fraccionamiento político afectó por igual a los beligerantes tanto como lo hicieron el caudillismo que recién empezaba su edad “dorada” y las precarias condiciones financieras del país (sobre Bolívar y la economía se hablará en el capítulo 7). Eso sí, al menos los partidarios de Monteverde tuvieron a un rey por autoridad, mientras que los representantes de los rebeldes o fueron personas sin liderazgo verdadero, o brillaron por su ausencia o no pudieron sobreponerse al enemigo.
La susodicha situación en Venezuela fue similar en la Nueva Granada, en la que allí, por aquel entonces, Bolívar tuvo menos poder que el de Vicente Emparan en el Cabildo de Caracas, ya que no tuvo ejército, ni modo alguno de procurarse uno, ni la admiración de los oficiales; en fin, que para los neogranadinos Bolívar fue un meteco que no debía meterse en lo que no le importaba (Masur, 1948, pp. 149-150; Pino Iturrieta, 2009, pp. 59-60; Liévano Aguirre, 1950, pp. 142-143). Ese fue el Bolívar centralista del Manifiesto de Cartagena que se analizó en el capítulo previo; fue el que sin poder hacer mucho para aliviar estas animadversiones consiguió un poco de apoyo al reportar lo sucedido recientemente en su tierra natal y al convencer al público de no permitir que a la Nueva Granada le pasara lo mismo que a la Primera República de Venezuela despreciada por él debido a su federalismo.
En el Manifiesto, Bolívar propuso para “la reconquista de Caracas” la adopción de una estrategia puramente ofensiva porque según él “toda guerra defensiva es perjudicial y ruinosa para el que la sostiene”. Inmediatamente después recalcó las debilidades de los realistas, que por cierto se hallaron separados en numerosas facciones, sugirió atacarlos por el Oeste e instó “a vengar al muerto, a dar vida al moribundo, soltura al oprimido, y libertad a todos”. Con esto vemos que Bolívar, en diciembre de 1812, dio un anticipo de sus planes y dijo, a modo de bocadillo, lo que iba a hacerle a los realistas en el año entrante, pero sin enseñar demasiado sus garras y además sin pensar en su oposición al federalismo más allá de una mera maniobra política ajustada a una apremiante necesidad militar. El Bolívar del Manifiesto ideó el centralismo primordialmente para cobrar venganza a la Venezuela triturada por Monteverde sin que nadie le contradijera, ni se le interpusiera ni le disputara su autoridad, pues como ya hemos observado a Bolívar nunca le agradó tener competencia y tuvo más don de mando que de obediencia.
Con esto en mente en el Manifiesto, Bolívar, desde mayo hasta agosto de 1813, realizó la Campaña Admirable que es bien conocida por los especialistas (Pino Iturrieta, 2009, pp. 63-65; Liévano Aguirre, 1950, pp. 145, 148-152, 158-166; Masur, 1948, pp. 155-160, 163-171; Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información/Ministerio del Poder Popular para la Cultura, 2013, p. 2 y ss.). La Campaña, precedida por la rápida ofensiva en la Nueva Granada que no tuvo estrictamente el fin de libertarla sino el de abrirse paso hasta la frontera con Venezuela mientras Bolívar obtenía puntos de confianza con el oficial Pierre Labatut y el presidente encargado Camilo Torres, resaltó más por su recorrido victorioso en tiempo récord que por los resultados a mediano y largo plazo para la independencia. Aunque es verdad que Bolívar hizo en unos cuatro meses lo que no hicieron los federalistas de la Primera República en dos años, lo “admirable” de la Campaña tiene un par de aspectos claramente cuestionables, ambos correlacionados: la dictadura militar y la Guerra a muerte.
Durante el régimen de Bolívar, ahora hecho Libertador en la Campaña, hubo lo que conocemos como la Segunda República de Venezuela, la cual no fue sino la autocracia del hombre reacio a restituir las instituciones federales de la Constitución de 1811 que contempló la división del poder y la rotación del tren ejecutivo que descansó en el regazo del prócer caraqueño. Teóricamente, se supone que la estrategia del centralismo haría que Bolívar venciera cómodamente a los realistas, pero la historia nos ha demostrado que se necesita de algo más que política para ganar una guerra, pues en la práctica el país dominado por el mantuano no tuvo mejores condiciones socioeconómicas y castrenses que las zonas controladas por los realistas de Monteverde. La analogía maquinista que Bolívar le hizo en su carta a Manuel Antonio Pulido fue muy bonita, pero pasó por alto que un gobierno, por “enérgico” que sea, no acaba una contienda bélica si no se hace cargo del entramado de elementos que lo componen como los emplazamientos clave (i.e., la fortaleza de San Felipe, aún en posesión del enemigo), el financiamiento (que se fue vaciando en un pestañeo, sin medios eficaces para reponerlo) y las posiciones defensivas (que Bolívar no quería porque le restaban la iniciativa en la ofensiva).
Vinculado a las flaquezas de esta dictadura se añade el Decreto de Guerra a muerte (Trujillo, Venezuela. 15/06/1813. Doc. 220 A.D.L.), escrito en el transcurso de la Campaña. Los propósitos militares de este infame Decreto fueron tres: anular todo resquicio de bandos neutrales, proclamar la ofensiva en proporción a la que haga Monteverde y condicionar la amnistía en concordancia al grado de adhesión que alguien tuviera a la independencia, sobre todo si la solicitaba el adversario, o lo que se inmortalizó con estas palabras: “españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”. En síntesis, Bolívar, con el Decreto, dijo que quien no está con su causa está contra ella y que aplicaría la Ley de Talión hasta sus últimas consecuencias.
Sumando el Decreto con la dictadura de Bolívar tenemos un cóctel molotov que incendió a Venezuela con más caos del que tuvo con Monteverde, pues la saña con el enemigo se hizo ley. Tanto realistas como independentistas perpetraron atrocidades de las cuales hay muchísimas pruebas que han sido recogidas, comentadas, citadas y estudiadas por diversos autores (verbigracia Liévano Aguirre, 1950, pp. 185-186, 191; Pino Iturrieta, 2009, op. cit., pp. 70, 73-74; Masur, 1948, pp. 174-180, 182-183, 194-195, 198). Violaciones, fusilamientos, asesinatos de enemigos rendidos, saqueos, pillajes, robos, rebeliones de esclavos para matar a los hacendados, quemas de urbes y mucho más que eso se vio en la guerra de independencia venezolana, y como no hubo Estado de derecho fueron habituales las ejecuciones públicas sin juicios previos, así como el escarmiento a través de la exhibición de los cadáveres desmembrados como si fueran trofeos. Por poner dos casos muy conocidos, José Yáñez, fiel a la Corona, fue muerto y troceado en Ospino por los soldados de Rafael Urdaneta aprovechando su grave herida en combate, mientras que a José Félix Ribas, por el otro lado de los contendientes, lo decapitaron, le frieron su cabeza en aceite y le descuartizaron su cuerpo.
Vale decir que Bolívar se preocupó por hacer una guerra de exterminio y una política dictatorial que espió, persiguió y liquidó a la disidencia de los territorios liberados; sin embargo, nada de eso le sirvió porque los realistas aplastaron los focos de insurgencia y reconquistaron paulatinamente el Occidente del país. Los independentistas, en cambio, debieron hacer de todo con el objeto de estirar las municiones e inclusive los efectivos militares; sus victorias sólo fueron transitorias y para el primer trimestre de 1814 estuvieron a la defensiva, en los territorios aragüeños. El emprendimiento del Libertador, atronador al principio, desgastó sus tropas con una ofensiva demasiado impetuosa que en lugar de cubrirse las espaldas se enfrascó en acatar el Decreto. Las derrotas de los rebeldes en las dos batallas de La Puerta (3 de febrero y 15 de junio) forzaron aún más la retirada que se hizo masiva en julio con la Emigración a Oriente, en la que estuvo Bolívar, y a finales de este año fueron vencidos en Urica (5 de diciembre). La Segunda República de Venezuela dejó de existir, la Campaña Admirable lució como un araguaney marchito y Bolívar no tuvo de otra sino pronunciarse en un documento (Carúpano, Venezuela. 7/09/1814. Manifiesto. Doc. 924 A.D.L.) en el cual admitió sus errores de caudillo, pero en voz baja.
Enfrentado con los suyos, Bolívar partió a Cartagena el 8 de septiembre de 1814 con el rabo entre las piernas y una pésima reputación de déspota asesino. Su único consuelo fue que Monteverde y José Tomás Boves no lo molestaron más (Monteverde quedó incapacitado de por vida y Boves pereció en la batalla de Urica). No obstante, el prócer mantuano ahora debía rendir cuentas por sus actos, razón por la que fue un invitado mal recibido en la Nueva Granada, pues abusó de la confianza que se le dio y de la autoridad que tuvo en la silla presidencial. Desde octubre de ese año hasta abril del siguiente, Bolívar volvió a su punto de partida como subordinado, pero para combatir más a los partidarios del federalismo, opuestos al dictador Bernardo Álvarez, que a los realistas.
Hastiado de tanta anarquía en los independentistas, y apesadumbrado por las malas noticias de los avances de la ofensiva enemiga abanderados por Pablo Morillo, Bolívar resolvió agarrar sus macundales e irse al Caribe británico el 8 de mayo de 1815, a donde llegó el día 14 de ese mes, mas no para tener unas vacaciones en la playa con agua de coco sino para cobijarse en el único lugar donde no sería condenado ni perseguido. Reducido a la miseria, sin respuesta de los ingleses a sus oficios y salvado por los pelos de ser asesinado por su esclavo Pío, la turbación psicológica de Bolívar lo indujo a querer quitarse la vida, a dudar de su gesta, a sufrir en la impotencia del destierro la carencia del mando político-militar que tuvo y a barajar el destino de la América Española que, igualando al ideado por Miranda, fue sólo una especulación deducida de su idiosincracia. Ese fue el Libertador que en Kingston le habló a Maxwell Hyslop de otorgarle Panamá y Nicaragua a la Gran Bretaña y que en septiembre planificó a tientas la emancipación y la utopía integradora de las naciones libres en la Carta de Jamaica.
Nuevamente hubo una pausa que duró hasta enero de 1816, cuando conoció al curazoleño Luis Brión y se entrevistó en Puerto Príncipe con Alexandre Pétion, presidente vitalicio de Haití, país a donde arribó en diciembre de 1815 tras desviarse de su ruta a Cartagena, que fue tomada por los realistas. En sus conversaciones con Pétion, Bolívar se volvió el revolucionario que no fue en 1813 porque entendió que la independencia no es nada más la masacre del enemigo, sino la demolición de su estructura sociopolítica con propuestas que puedan subvertirla, aunque sean presentadas a modo de promesas que sabe que no va a cumplir. Bolívar se percató que no ganaría la guerra si no demostraba ser distinto a los realistas al menos en la forma del gobierno y que debía hacer algo de demagogia con mentiras elegantes. Había que bajarle el volumen a su retórica de violencia encarnizada, llena de odio desenfrenado.
Para el 31 de marzo de 1816, Bolívar zarpó de Santo Domingo como máximo jefe de la Expedición de Los Cayos (Pino Iturrieta, 2009, pp. 85-89, 92-96; Masur, 1948, pp. 250-257; Liévano Aguirre, 1950, pp. 235-236, 237-241), habiéndole hecho a Pétion el compromiso de abolir la esclavitud para obtener de su gobierno lo que necesitara; un acuerdo razonable si recordamos que Pétion presidió una nación cuyos habitantes eran negros que fueron sometidos por los franceses, por lo que rechazar esta particular petición era enemistarse con él. La Expedición tuvo progresos en altamar, pero en tierra firme fue un rotundo desastre porque el Libertador, en vez de penetrar antes por el río Orinoco para asediar Carúpano, Ocumare de la Costa y Juan Griego desde el interior del país, se arriesgó a realizar desembarcos directos en espera de refuerzos que no se vieron por ningún lado. Si a esto añadimos la indisciplina de los subalternos, el empeño de Bolívar en apoderarse de Caracas, los retrasos en la campaña por los amoríos del prócer con Pepita Machado, la mala preparación y la falta de coordinación en las tropas, la Expedición, de julio a diciembre de este año, se desmoronó y el Libertador se fue por donde vino, abandonando o perdiendo los pertrechos. Casi nadie le hizo caso a sus proclamas abolicionistas. La cereza del pastel la puso Bolívar al ser derrotado a inicios de 1817 en Clarines (8 de enero).
Mientras tanto, y aunque los realistas siguieron incólumes, a sus compañeros independentistas les fue mejor. Santiago Mariño, Manuel Piar y Juan Bautista Arismendi recuperaron parte del Oriente venezolano con la maciza provincia de Guayana, hasta entonces propiedad de la Corona, y los llanos apureños, encendidos de rebelión desde 1814, tuvieron entre sus fuerzas a los lanceros de José Antonio Páez; por consiguiente, el ejército de Morillo fue atenazado en dos frentes por el Sur y por el Este venezolano. Los insurgentes vieron un eventual retorno de la legalidad desintegrada, pero antes debían reorganizarse y redistribuir los poderes en instituciones federalistas que se crearon con el Congreso de Cariaco, entre el 8 y el 10 de mayo. Al Libertador no se le consultó nada de esto, si bien se le ofreció un mendrugo administrativo en este banquete protorepublicano que a él le desagradó por completo porque la autoridad política y la castrense se hallarían separadas, no unidas como se propugnaba en el centralismo. Si le hicieron esto no habría sido por malicia, sino porque muchos de los oficiales ajenos al proyecto de Bolívar vieron que él fue un líder poco ejemplar cuyas acciones en el campo de batalla pesaron menos que sus discursos.
Sin poderlo soportar más, Bolívar comprendió que para subir al poder de una vez por todas tenía dos escaleras; una a la izquierda por valía militar (que él no tuvo porque no había ganado nada interesante desde la Campaña Admirable) y otra a la derecha por el uso de las espaldas de sus rivales, situados entre los mismos independentistas, como peldaños. Mediante las influencias que tuvo a su alcance, Bolívar optó por la segunda en la cual crujió a sus adversarios con sus botas políticas para hacerlos obedecer a como diera lugar. Desde mediados de 1817, el Libertador se aseguró de ver disuelto dicho Congreso ―o “congresillo”, como él lo denominó peyorativamente―, pidió el arresto de Mariño (Angostura, Venezuela. 6/10/1817. Carta a Manuel Cedeño. Doc. 2141 A.D.L.), puso a Piar en el paredón y exigió el procesamiento judicial de José Cortés y Madariaga si era aprehendido (San Diego, Venezuela. 2/12/1817. Carta a Manuel Cedeño. Doc. 2457 A.D.L.). Hubo más persecuciones de disidentes y de potenciales traidores a la revolución.
Quienes aún estaban indecisos de unirse a su gesta padecieron un destino afín, considerando además que el ejército independentista no tenía suficiente personal capacitado para combatir. Por tanto, Bolívar estableció el alistamiento obligatorio de los varones con edades comprendidas de los catorce a los sesenta años de edad, con pena capital para los infractores (Angostura, Venezuela. 11/12/1817. Decreto. Doc. 2472 A.D.L.); años antes, el Libertador decretó que los alteradores del orden público fueran condenados al cadalso (Puerto Cabello, Venezuela. 6/09/1813. Decreto. Doc. 351 A.D.L.) y dio instrucciones de reclutar a los civiles, tanto jóvenes como ancianos (Santafé, Colombia. 24/12/1814. Oficio al Comisionado en Zipaquirá. Doc. 1043 A.D.L.). Sin embargo, estas medidas extremas con el objeto de obtener soldados, calmar los ánimos caldeados y postrar a sus enemigos internos no aceleraron la ofensiva del Libertador. En 1818 esto siguió igual, y eso que en enero se hizo amigo de Páez a fin de realizar operaciones conjuntas en los llanos occidentales que fueron derrotadas entre marzo y abril. En mayo Bolívar se retiró a San Fernando de Apure y de junio a diciembre estuvo de nuevo en el letargo castrense porque los movimientos de las tropas se quedaron en el plano defensivo y de guerrilla. Al menos, tanto para su satisfacción como el de la intelligentsia, ya circulaba el Correo del Orinoco, el periódico propagandístico de los rebeldes.
Ya en 1819 el panorama fue más prometedor porque hubo dos elementos que marcaron la diferencia en la emancipación: la definitiva intervención encubierta de la Gran Bretaña y la liberación de la Nueva Granada. El Libertador hizo gestiones para que los ingleses sacaran la pata del barro a las tropas insurgentes con dinero, pertrechos y miles de voluntarios de diversas nacionalidades europeas que, por tener más entrenamiento, disciplina y experiencia, equilibraron la balanza al conformar lo que fue la Legión Extranjera, llamada también, y a menudo erróneamente, Legión Británica (Masur, 1948, pp. 299-304). Sin ella, lo más seguro es que la guerra de independencia se habría estancado en un callejón sin salida y que la ofensiva no hubiera cogido el reimpulso que permitió en agosto el triunfo en Boyacá, así como la creación en diciembre de la República de Colombia. Ese fue el Bolívar del Discurso de Angostura; el del constitucionalismo revivido, el de la política con ideas claras (ancladas, efectivamente, en el centralismo), el que esta vez sabía lo que hacía y el que avanzó mucho en su campaña de 1820, sobre todo en tierras neogranadinas. Pero aún no era momento de cantar victoria.
Rafael del Riego, teniente coronel al servicio de la monarquía hispánica, pensó, como Miranda el Generalísimo, que la guerra podía acabarse con medios pacíficos en vez de hacerlo con más refuerzos procedentes de la península ibérica, aunque Fernando VII prefirió la vía opuesta, a la que había recurrido desde 1814: la de aplastar sin miramientos a los rebeldes, a los afrancesados y a los liberales. No obstante, hubo un levantamiento militar y Rafael del Riego obligó al rey a jurar el cumplimiento de la Constitución gaditana de 1812, proclamada de nuevo el 1º de enero de 1820. Con el Trienio Liberal (1820-1823), el absolutismo de Fernando VII fue maniatado, de modo que él ya no podía aniquilar, sino que debía dialogar con el envío de emisarios que discutieran con los insurgentes la posibilidad de concederles la amnistía a cambio de su aceptación incondicional de dicha Constitución, pero sin reconocerles la autonomía. Los independentistas, por supuesto, rechazaron la oferta y creyeron que estas negociaciones eran una trampa. Suficientes dolores de cabeza tuvieron con los embustes de Monteverde.
Cuando el Libertador supo que los monarquistas se machacaban entre sí, y que encima de eso Morillo quería ―mejor dicho, debía― conversar con él por mandato de Fernando VII, se le ocurrió una muy, pero muy gran idea. Sin embargo, como no se podía negociar la paz se negoció lo contrario a través del afamadísimo Tratado de regularización de la guerra (Trujillo, Venezuela. 26/11/1820. Doc. 5175 A.D.L.) que logró el cese temporal del fuego entre los beligerantes y la modificación de los términos castrenses del conflicto que había sido una carnicería desde 1811. No se puede negar que el Tratado se redactó para disminuir la cascada de tropelías, pero reducir sus intenciones a una espontánea sensibilidad por los sentimientos humanos es rayar en el simplismo. El objetivo subyacente del Tratado fue de táctica y estrategia militar, pues con la tregua se ganó tiempo para reacomodar la gestión de la economía, reestudiar las posiciones enemigas y evitar los estragos que ocasionaron las hemorragias financieras anteriores a ese pacto entre Bolívar y Morillo.
Tres ventajas del Tratado se sumaron a los descritos. Uno, se ratificó a Bolívar como máximo representante de los rebeldes, lo que convirtió en guerra internacional lo que había sido una guerra civil; es decir, que no sería ya un enfrentamiento de “independentistas” versus “realistas” sino de “colombianos” versus “españoles”. Dos, el prócer caraqueño pudo proceder con más paciencia a la planificación de la campaña emancipadora sin por ello alejarse de la veloz ofensiva que lo ha caracterizado. Y tres, siendo ésta la más importante, la Guerra a muerte decretada en 1813 fue revocada de jure, lo cual demuestra irrefutablemente que el Libertador sí tuvo pensado el exterminio físico de los españoles europeos y canarios, que su dictadura en Venezuela fue una tiranía con todas las letras y que una proclama suya, en la que cuatro años antes dijo que esta guerra “cesará por nuestra parte” (Ocumare de la Costa, Venezuela. 6/07/1816. Doc. 1697 A.D.L.), fue un insípido trozo de papel sin validez jurídica. He aquí cómo la tinta puede tener más fuerza que los cañones del fortín de San Felipe.
El interludio, que gracias al Tratado duró menos de un semestre, nos localiza la cuarta y última etapa, que va de 1821 a 1829, mientras duró la República de la Gran Colombia. Para el momento en que expiró el armisticio con los realistas, Morillo se había retirado de su puesto y en su lugar estuvo Miguel de la Torre; además, en las regiones del altiplano sudamericano se gestaron sublevaciones y en un lapso de cuatro años Bolívar le arrebató a la monarquía de España las posesiones que le quedaban con victorias que apenas fueron opacadas por reveses minimales. En 1821, la Corona hispánica perdió a Venezuela. En 1822, a Ecuador. En 1823, parte del Atlántico caribeño, exceptuando algunos dominios insulares. Y en 1824, a Perú. Con la opinión de los americanos en contra y su ejército en desbandada, a Fernando VII, que derogó el legalismo del Trienio Liberal para restaurar el absolutismo, le tocó ver cómo casi todo su imperio tricentenario se había ido al quinto pino en menos de dos décadas. Eso debió doler.
Las responsabilidades de Bolívar como general y jefe de Estado fueron intensas en estos años, pero su reputación estuvo más limpia que en 1813. Sus deberes en la Nueva Granada, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Perú fueron esencialmente políticos desde 1825, pues el Libertador, con los realistas vencidos, no hizo más que intentar el aplacamiento de los inacabables roces de las zonas independizadas, los cuales se agudizaron con los movimientos separatistas. Bolívar no tuvo actividad castrense de interés hasta la campaña de 1829, en la Guerra grancolombo-peruana, pero en ese año su energía no dio más para esos trotes castrenses. A partir de aquí, el currículo militar del prócer mantuano puso su punto final.
Hablar sobre Bolívar en el ejército no es difícil, aunque sí es un relato extenso porque hay mucha tela que cortar, muchas anécdotas que contar, muchas batallas que narrar y muchos personajes que mencionar. Ese relato, sin embargo, puede sintetizarse a dos dimensiones. En la cronológica hay cuatro etapas que develan la evolución castrense de Bolívar: su iniciación en los cuarteles para servir a la Corona, su debut accidentado en la Primera República de Venezuela, su centralismo dictatorial fallido de la Guerra a muerte y su definitiva victoria a España para erguirse como el Libertador y el presidente. Relacionada con la anterior, en la geográfica hay dos grandes campañas: la septentrional, que abarca las operaciones en Venezuela y la Nueva Granada, y la meridional, situada en Ecuador y Perú. Sabemos por qué Bolívar no triunfó de buenas a primeras, pero lo que queda es averiguar cuáles son los laureles de la victoria que de verdad le corresponden, cuáles fueron realmente útiles para la emancipación y cuáles debería compartir con sus paisanos americanos.
3. Panteón del mérito
No siempre estuvo presente el héroe caraqueño en el largo compendio de batallas de la independencia porque no pudo estar en todas partes al mismo tiempo. El Libertador tuvo aproximadamente poco más de una década de belicismo al rojo vivo con los sucesos de la posguerra en los que hubo victorias, derrotas, empates y ausencias del prócer. Toca por ende “peinar” cada uno de esos años de golpes a la Corona española para determinar con más exactitud las verdaderas dimensiones que poseyeron sus encuentros violentos más relevantes con los realistas, e igualmente los habidos entre éstos y los independentistas como Bolívar. Para ello hay que atenerse a tres marcos contextuales a fin de no salirnos por la tangente.
Tenemos en el contexto temporal que Bolívar luchó según los principios castrenses que le fueron inculcados en la academia, ampliados después en Europa, por lo que él no se tomó la molestia de reformar el “arte” de la guerra; si Bolívar fue de por sí dogmático con las ideas políticas de la Ilustración, ni se diga su cerrazón mental con las militares, lo cual nos dice por qué él solía ser tan inflexible. En correlación con lo anterior, dentro del marco geográfico se observa que Bolívar no pudo haber sido el Libertador de toda la América Española porque es obvio, hasta para un lego en la materia, que él no intervino en la independencia de México ni en la de los países del Cono Sur (i.e., Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay). Corroborando ambos marcos señalados, en el biográfico se precisa que los combates más activos de Bolívar ocurrieron en Venezuela, la Nueva Granada, Ecuador y Perú, mas no antes de 1811 ni después de 1824.
Pero vayamos por años. En la campaña de 1811 no tuvo treinta años de edad, como tampoco la experiencia ni la preparación que sí tuvo Miranda. No obstante, aunque él hubiera tenido ese par de cualidades la Primera República de Venezuela se habría ido a pique porque su caída no fue culpa de él sino de una multitud de factores. Desde luego, la pérdida de la fortaleza de San Felipe y la subsiguiente derrota en Puerto Cabello fueron obra de la dejadez de Bolívar al asumir la defensiva, pero no hay que dejar de lado que de su grave descuido se valió el subteniente Vinony para llevar a cabo su traición.
Después, a finales de 1812 e inicios de 1813, Bolívar pudo reponerse con las victorias de Tenerife, Guamal, Mompox, Chiriguaná, Tamalameque y Ocaña, pero ninguna de ellas fueron decisivas para la independencia de la Nueva Granada porque estos poblados están entre Cartagena y Cúcuta, razón por la cual el desplazamiento de Bolívar hacia el Este fue para romper las líneas enemigas que le bloquearon la vía a San Antonio del Táchira, es decir, a la ruta más directa hacia Caracas que cruzaba los Andes venezolanos. La ofensiva veloz y sorpresiva le dio luego a Bolívar, en líneas generales, el éxito en la Campaña Admirable, aunque no libró ni ganó muchas batallas. Tampoco propulsó la guerra a muerte, ni realizó proezas inverosímiles, ni fue el único que atacó a los realistas en esos años.
La mayor hazaña de Bolívar en su Campaña de 1813 consistió en lo que conocemos como el clásico divide et impera. Al partir a la mitad el ejército favorable a la Corona aisló cada uno de sus dos extremos e impidió la coordinación de sus oficiales; no obstante, el interés real de Bolívar fue la toma de Caracas, la dictadura y sus planes de vendetta contra el enemigo. De todas las batallas victoriosas, la más notoria de Bolívar fue la de Taguanes (31 de julio), mientras que las de Niquitao (2 de julio), Los Horcones (22 de julio) y Bárbula (30 de septiembre) no fueron libradas por él sino por José Félix Ribas, Rafael Urdaneta, Vicente Campo Elías y Atanasio Girardot. Estos oficiales independentistas, siguiendo órdenes de Bolívar, distrajeron a los realistas con el objeto de obligarlos a retirarse y atrincherarse en sus posiciones defensivas, si bien algunos de ellos, incapaces de contestar el relampagueante ataque del prócer mantuano que había sido advertido en Cúcuta contra Ramón Correa, ya lo habían hecho para luchar después en condiciones más idóneas, dejando tras de sí urbes vacías de sus tropas.
Cuando Bolívar pasó por ellas se topó con poca o nula resistencia. Él tomó San Antonio del Táchira, Mérida, Trujillo, Barinas, Guanare, San Carlos, Valencia y Caracas prácticamente sin disparar un tiro. Sin embargo, el prócer caraqueño observó, en ese trayecto, que en 1813 más de uno le disputó la emancipación o la metodología para obtenerla. Antonio Nicolás Briceño fue el primer independentista en proponer la guerra a muerte (16 de enero) con jugosas recompensas que se cobraban según la cantidad y rango de los enemigos decapitados, aunque él fue a la postre derrotado, encarcelado y fusilado. Santiago Mariño inició la Campaña de Oriente con el pie derecho al apoderarse de Güiria (13 de enero), y continuó hacia el Oeste hasta Barcelona (19 de agosto), donde venció a los realistas que se replegaron a Guayana.
Bolívar, en su correspondencia a Mariño, le expresó su deseo de unir fuerzas al decirle que “me tomo la libertad de invitar a V. S., para que se sirva acelerar sus movimientos, siempre que sea posible, para que hagamos juntos nuestra entrada en la ilustre capital de Venezuela” (Barinas, Venezuela. 12/07/1813. Doc. 253 A.D.L.). Lo cierto, empero, es que ese compañerismo fue mas bien una carrera por ver quién pisaba antes Caracas con el fin de imponer su sistema político; si Mariño lo hacía volvería el federalismo y eso es lo que Bolívar quería evitar. Apurándose, Bolívar ganó a zancadas el maratón militar, aunque eso no le quitó el amargo sabor de haber sido solamente el Libertador de Occidente, por lo que no pudo hacer nada salvo elogiar a Mariño llamándole “héroe Libertador del Oriente” y “Grande Hombre dotado de todas las virtudes” (Valencia, Venezuela. 30/01/1814. Doc. 657 A.D.L.).
Sin embargo, la melosería de Bolívar con Mariño fue de poca utilidad. Como vimos en el anterior segmento, los realistas tuvieron su remontada en 1814 y acabaron con la Segunda República de Venezuela. Las revanchas de los independentistas, por tanto, fueron de contención, como las de Bocachica (31 de marzo), La Victoria (12 de febrero) y Ospino (2 de febrero), que no fueron de Bolívar sino de Mariño, Ribas, Urdaneta, Campo Elías, Luis María Ribas Dávila y Mariano Montilla. Ni aún la del Libertador en San Mateo (28 de febrero-25 de marzo) bastó para frenar al enemigo. La escalada de triunfos pírricos podría hallarse en la paupérrima situación económica, pero la militar, que fue más comprometedora por la escasez de hombres, se registró desde fines de 1813, con la batalla de Araure (5 de diciembre), en la que Bolívar ganó. En palabras de este prócer (Valencia, Venezuela. 16/12/1813. Doc. 542 A.D.L.), “si ahora pudimos derrotar a Ceballos y Yáñez, fue el resultado de esfuerzos extraordinarios que no podrán hacerse siempre. Para reunir la fuerza armada que llevamos a Araure, dejamos descubierto y en el mayor riesgo el resto del territorio”.
De 1815 a 1818 Bolívar no tuvo avances significativos. En 1815, de enero a marzo, no hizo nada contra los realistas en la Nueva Granada porque en su condición de subalterno debía vencer a los enemigos federalistas del dictador independentista de turno, por lo que ninguno de sus combates fue trascendental. De mayo a diciembre, debido a su exilio en Jamaica, Bolívar estuvo cabalmente alejado del campo de batalla, muy a diferencia de los grupos armados que, como los comandados por Pedro Zaraza, forjaron células de guerrilla en Guayana y en los llanos. Un destino similar tuvieron Mariño, Urdaneta y Arismendi.
Para 1816, Bolívar fracasó estrepitosamente en todas sus campañas aunque inicialmente tuvo victorias que no fueron enteramente suyas. Los combates a mar abierto contaron con la pericia de Luis Brión (v. Los Frailes, 2 de mayo) puesto que Bolívar no tuvo profunda experiencia ni conocimientos en el área naval (él, de hecho, sólo tuvo entrenamiento como soldado de infantería, no estuvo en la marina). La Expedición de Los Cayos y los posteriores desembarcos en el centro-Oriente de Venezuela fueron fracasos absolutos por motivos que ya han sido expuestos, en tanto que Páez había vencido en El Yagual (8 de octubre) y Piar en El Juncal (27 de septiembre).
Luego, en 1817, el Libertador pudo respirar con más alivio porque casi todo el Oriente y parte de los llanos occidentales venezolanos ardió con la flama independentista. Pero ojo: eso no se debió a su magnificencia militar, sino a la de los demás. Las huestes de Morillo fueron echadas de Apure, Guayana y la isla de Margarita principalmente por las batallas de Páez (Mucuritas, 28 de enero), Francisco Esteban Gómez (Matasiete, 31 de julio), José Francisco Bermúdez (Angostura, 17 de julio) y Piar (San Félix, 11 de abril). Bolívar, si bien tuteló algunos de estos próceres, no había hecho más que perder, perder y perder (los realistas le dieron una paliza en Clarines), aunque a la larga pudo salirse con la suya mediante la dictadura que puso de rodillas a sus enemigos internos.
Hacia 1818 hubo la alianza de Bolívar con Páez, pero conocemos cuáles fueron los resultados desastrosos de esa campaña. No obstante, hubo varias batallas de interés, como la de Calabozo (12 de febrero) y La Toma de Las Flecheras (6 de febrero), esta última ganada por Páez en solitario. Lo que asombró ―y asombra todavía― de estos combates fue que demostraron el poderío de unos guerreros cuya escuela había sido el paraje de la sabana y cuyo líder había salido airoso mediante estrategias que no figuraban en los códigos castrenses de la época. Es decir, Páez y sus llaneros lograron enfrentarse ferozmente a Morillo sin los refinamientos, protocolos, cortesías y formalismos que caracterizaron a militares como Bolívar, quien fue derrotado en La Puerta (16 de marzo).
Indetenible fue la ofensiva de 1819, mas no exclusivamente debido a Bolívar. Páez ganó en Las Queseras del Medio (2 de abril), mientras que Boyacá (7 de agosto) fue una victoria combinada (Pino Iturrieta, 2009, p. 111; Liévano Aguirre, 1950, pp. 312-313) en la que sobresalió la intrepidez de los voluntarios británicos con las tropas al mando de Francisco de Paula Santander, José Antonio Anzoátegui y Carlos Soublette. Los llaneros también se presentaron, y Bolívar hizo la parte más fácil que fue la de darle caza a los que huyeron. Los realistas, temerosos de la justicia de los rebeldes (la Guerra a muerte no había sido aún revocada), evacuaron Bogotá por su derrota (Masur, 1948, pp. 336-338), por lo que Bolívar ocupó la ciudad sin el menor esfuerzo. Con la capital bajo control republicano, y con el enemigo desperdigado por doquier, se dio por terminada la campaña de la Nueva Granada, haciendo que batallas sin resultados concluyentes como la del Pantano de Vargas (25 de julio) quedaran como vagos recuerdos de las penurias vividas por los próceres colombo-venezolanos.
La guerra, de este modo, se descongeló en 1819, pues como se ha descrito arriba en 1818 quedó en un punto muerto. En este año hubo mejoras por el panorama económico, así como por la incorporación de la Legión Extranjera aunado a los llaneros de Apure, Arauca y Casanare. Además, Bolívar, al democratizarse con el Congreso de Angostura, hizo que las decisiones fueran inevitablemente tomadas en grupo, a través de consejos de oficiales que no enviaban ni un regimiento a la lucha sin debatir sus pareceres. Por tanto, eso significó que las deliberaciones, que antes recayeron en el individualismo dictatorial de Bolívar, fueron un trabajo colectivo cuyo jefe supremo fue el prócer de Caracas que no se ubicó más en la vanguardia, como solía hacerlo en sus campañas fallidas, sino en la retaguardia, viendo desde un lugar seguro las posiciones y el movimiento del ejército a fin de dar órdenes cónsonas a las circunstancias, resguardar su propia integridad si le tocaba retirarse por una derrota, atender el seguimiento de la estrategia planificada y servir de reserva en caso de emergencia. En el siglo XIX esta fue una norma acatada por grandes militares como el Duque de Wellington, y la veremos con más frecuencia en las campañas que le quedaron al Libertador hasta 1824.
Así, a Bolívar lo tenemos más relajado, pero no por ello menos tranquilo, en la campaña de 1820, en la cual él no tuvo que mover demasiados dedos para tumbar las fichas del enemigo en la Nueva Granada porque se limitó a dar instrucciones a sus oficiales para repelerlo. Tras la derrota de José María Barreiro en Boyacá, los realistas quedaron acéfalos de autoridad por la fuga del virrey Juan de Sámano, pero aparte de eso las ciudades de Riohacha y Santa Marta fueron asediadas por Montilla y Brion (p. 363); Cartagena, por su parte, no tardaría en caer junto a las regiones centrales y las fronterizas con Ecuador. Para mayor remate, hubo lo que llamó Bolívar un “golpe de fortuna loca” (San Cristóbal, [¿Venezuela?]. 26/05/1820. Carta a William White. Doc. 4361 A.D.L.); a causa de la revuelta liberal en España se detuvo el envío de diez mil unidades frescas como lechugas para pelear por la Corona. Cercado en todos los frentes, sin los refuerzos procedentes de Cádiz y con sus tropas agotadas tanto en lo físico como en lo moral, a Morillo se le acabaron pronto las opciones.
Venezuela, sin embargo, debió aguantar más tiempo, hasta 1821 (Pino Iturrieta, 2009, pp. 118-120; Masur, 1948, pp. 374, 377-379; Liévano Aguirre, 1950, pp. 337-340). Morillo dejó el pelero, por lo cual Miguel de la Torre tuvo que cargar con el pesado costal de contener a los insurgentes. Para presionar al jefe realista en el Oeste, Urdaneta tomó Maracaibo (28 de enero) por cuenta propia, sin que Bolívar se lo dijera, por lo que esto le sentó mal al prócer caraqueño porque podría romper el armisticio antes de lo acordado. No obstante, Bolívar pensó que era mejor aprovechar aquel desplazamiento arriesgado; por tanto, él hizo que las fuerzas de los rebeldes marcharan desde todos los rincones del país para acorralar al enemigo. Y en efecto lo hicieron en Carabobo (24 de junio). Thomas Ildeston Ferriar ―o Farriar―, al mando de la Legión Extranjera, y Páez, que lideró los Bravos de Apure, fueron los artífices de esta victoria en conjunto; ni se diga de Manuel Cedeño y Ambrosio Plaza, quienes cortaron la retirada a los realistas. Bolívar, que había planeado la batalla a semejanza de aquella en Boyacá, la contempló en la comodidad del Cerro Buenavista. En lo que Bolívar entró a Caracas, con este triunfo a cuestas, la campaña en su terruño natal se dio por concluida. En tierra firme.
Perdida la guerra en la Nueva Granada y en Venezuela, los realistas de Ecuador y Perú quedaron aislados de cualquier ayuda que pudieran recibir desde el Norte, aunque eso no quiere decir que hayan tirado la toalla. Los vaivenes de Bolívar entre sus obligaciones militares y políticas (él debía estar pendiente de los asuntos de la República de la Gran Colombia, consolidada en 1821 a través de la Constitución de ese año) le alteraron su ritmo normal de pelea contra la Corona española, motivo por el cual esta nueva ofensiva tuvo a un militar excepcional: Antonio José de Sucre, su más fiel amigo íntimo, quien estuvo antes que él luchando por la independencia del altiplano incaico (e.g., Yaguachi, 19 de agosto de 1821). En 1822 (Masur, 1948, pp. 400-403; Pino Iturrieta, 2009, pp. 128-130), los ataques de Bolívar no avanzaron según lo previsto porque se empecinó en librar la batalla de Bomboná (7 de abril) que no fue sino un empate. Los de Sucre, por el contrario, fueron vencedores en Riobamba (21 de abril) y Pichincha (24 de mayo) sin la asistencia de Bolívar. Con el arribo de Sucre a Quito finalizó la campaña ecuatoriana.
Al igual que en 1820, en 1823 Bolívar no hizo mucho. En Perú hubo pugnas entre el Congreso, José de la Riva Agüero y José Bernardo de Tagle ―o Marqués de Torre Tagle―. El despelote republicano hizo que el poder ejecutivo fuera cambiado varias veces sin efectos positivos. Sucre fue jefe militar supremo tanto en dicho país como en Ecuador, donde se sofocaron rebeliones de pueblos leales al rey, como en la contienda de Ibarra (17 de julio), donde Bolívar fue el ganador, si bien eso no constituyó avance alguno en la emancipación de la América Española. Por otra parte, el almirante José Prudencio Padilla libró la batalla naval del Lago de Maracaibo (24 de julio), la cual culminó de verdad la guerra de independencia de Venezuela. De no ser por Padilla, los realistas no se habrían rendido definitivamente y la victoria de Carabobo habría sido en vano.
El desafío final vino en 1824 (Pino Iturrieta, 2009, pp. 139-140; Masur, 1948, pp. 457-463, 465-468; Liévano Aguirre, 1950, pp. 454-456, 469-475) con las batallas de Junín (6 de agosto) y Ayacucho (9 de diciembre), cuando Bolívar fue nombrado dictador de Perú para que cundiera el orden político. Aunque Bolívar la consideró como una “brillante escaramuza” (Chancay, Perú. 10/11/1824. Carta a Mariano Montilla. Doc. 9901 A.D.L.), la de Junín fue ganada con los húsares de Mariano Necochea y William Miller en el momento en que los realistas tuvieron la delantera; sin embargo, este combate no fue contundente del todo porque el enemigo, si bien se desmoralizó, pudo reagruparse tras la retirada. La de Ayacucho, en cambio, sí fue la que le trajo la independencia incontestable a los peruanos porque ocasionó la capitulación del virrey José de la Serna y posteriormente la de su lugarteniente José de Canterac, aunque en ella no venció Bolívar, que por un pleito con el Congreso grancolombiano tuvo que permanecer en Lima, sino Sucre. Debido a esta victoria del prócer cumanés, la campaña del Libertador por la emancipación de la América Española escribió su página postrimera.
Copiado el libro voluminoso de la guerra de independencia, Bolívar debió dictar uno más que recogió los sucesos acaecidos desde 1825, pero en su puesto de general no hizo nada especial salvo aconsejar a sus oficiales; lo demás fue una enredadera de marasmos concernientes a la política que por ahora no vienen al caso. El punto es, para ser precisos, que el Libertador se mantuvo al margen de los asuntos del ejército hasta el corto conflicto habido entre los grancolombianos y los peruanos, pero ni de esa manera intervino en los acontecimientos; a lo sumo, Bolívar fijó una posición que, obviamente, fue a favor de la Gran Colombia. Por esta razón es evidente que aquí el Libertador no participó en batalla alguna, a diferencia de Sucre y Juan José Flores, quienes en 1829 derrotaron a José de la Mar y Agustín Gamarra en el Portete de Tarqui (27 de febrero).
Realizado este repaso a la carrera militar de Bolívar, tenemos un triángulo imaginario del que han sido descritos dos de sus vértices. En el primero observamos que el Bolívar castrense vivió en un cuarteto de etapas desiguales en duración cuyos altibajos tuvieron causas determinadas. En el segundo acabamos de ver que fueron poquísimos los combates exitosos de Bolívar. En el tercero nos queda por resolver una duda para completar este polígono argumentativo: ¿por qué Bolívar, si tuvo un desempeño tan accidentado, fue considerado como el Libertador por excelencia, como si no hubiese ningún otro? Para dar una explicación satisfactoria a esta interrogante hay que ir por fuera del culto a su personalidad, desmigajando los datos de los que disponemos.
Internalicemos, ante todo, que la América Española no fue emancipada por un hombre, sino por muchos. Y por “muchos” no me refiero al pueblo, sino a los miembros de la intelligentsia, como Bolívar, que tuvieron pleno conocimiento de los hechos. Además, es preciso tener en cuenta que las épocas cambian y que con ellas se modifican radicalmente los paradigmas bélicos. En el Antiguo Egipto, un faraón como Ramsés II podía organizar, comandar y pelear directamente las batallas, pero en el siglo XIX las funciones en el ejército tendieron a distribuirse, si bien podían comprimirse con una dictadura o un reinado absolutista. En esos tiempos decimonónicos casi nadie se tomaba en serio los ideales caballerescos medievales, salvo los literatos y una minoría de militares que deseaban imitar la gloria de generales antepasados. Bolívar quiso emular la de Napoleón, pero sólo después de 1817 le había dado la debida importancia a la estructura de su estrategia militar (Masur, 1948, pp. 231-232).
Ante nosotros está, de este modo, un hombre histriónico en la Edad Moderna, un Bolívar al que le fascinó la teatralidad, el ímpetu y el liderazgo habido en los generales de otrora, con la juvenil ambición aristocrática de Julio César. Bolívar, empero, no fue un estratega nato, y no fue siquiera el mejor de su clase, pero vio que este torneo de ajedrez tuvo múltiples concursantes jugando a la vez en diferentes tableros; los realistas, por tener más probabilidades iniciales de ganar, movieron las blancas. A los independentistas, mientras tanto, les tocó el set de las piezas negras, por lo que el problema central de Bolívar fue hacerles entrar en razón para que se aliaran en un plan mancomunado que invirtiera su deplorable racha en la tabla de posiciones. El Libertador, por supuesto, había sido el hazmerreír de todos debido a sus vergonzosas derrotas; en 1814 con mate de la coz, en 1816 con mate pastor, en 1817 con mate del loco y en 1818 con mate del pasillo. ¿Cómo hizo el prócer mantuano, entonces, para lograr que los caudillos opuestos a la Corona cooperaran con él si su hoja de servicios era un espantajo de fracasos?
Mediante la política. Bolívar nunca pudo solo y él lo sabía. Cuando él tuvo alguna victoria por sí mismo (e.g., Taguanes, Araure, San Mateo, Ibarra), ésta no fue un puñetazo lo bastante fuerte como para noquear a la Corona. Ergo, sería superficial decir que el motivo por el cual los independentistas aprobaron el centralismo y las dictaduras del Libertador fue por fraternizar alegremente con él como hermanos de armas o por creer en su utopía americanista, puesto que hay dos factores concretos que no deben ser ignorados: el diplomático y el militar. En el diplomático, especialmente en 1820, cuando se firmó el Tratado de regularización de la guerra, Morillo dio la cara por los realistas en nombre de Fernando VII y Bolívar la dio por los republicanos de la Gran Colombia. Tanto federalistas como centralistas estuvieron al tanto que Bolívar tal vez no fue el general más competente de la América Española, pero pensaron que por sus dotes para negociar y ejercer su autoridad lo mejor sería que él los representara a que nadie lo hiciera. Al fin y al cabo, puede que los ejércitos rebeldes tuvieran un único enemigo, pero su lucha se vería fragmentaria si no tenían un único líder cuya voz se oyera en el extranjero.
En el militar, si un rey con tres peones y dos alfiles de las negras no hacen mate a las blancas, que tienen su rey con cinco peones, dos torres y una dama, entonces una tropa pequeña no derrotará a otra de mayor tamaño, a menos que se compense con eficientes tácticas ofensivas como en Austerlitz, o defensivas como en Salamina. Asimismo, un modo alterno es, indistintamente de si se va al ataque o no, hacer una cayapa con el fin de sumar todos los recursos posibles, sean materiales o humanos, para que la estrategia de batalla no sea tan embarazosa y para subsanar las bajas. Dado que Bolívar tuvo mucha labia, para él fue sencillo hacer esto, por lo que no tardó mucho en convencer a oficiales que incluso tuvieron pensamientos distintos al suyo ―y a los británicos― para que lucharan con él por la independencia, haciendo que el beneficio fuera mutuo con este contrato; a cambio de sus servicios, el Libertador otorgaría a los altos mandos ascensos y cargos públicos, mientras que el prócer de Caracas saciaría sus delirios de grandeza. Desde luego, esta receta cooperativista no fue infalible al cien por ciento, pero hasta Bolívar, con lo temerario que era, sabía que la Campaña Admirable no pasaría de Mérida si enfrentaba sus 800 hombres que lo habían acompañado desde Cúcuta con los cerca de 12.000 realistas de Monteverde.
Los factores a los que me he referido no fueron decisivos por sí mismos porque requirieron un ingrediente fundamental: el geográfico. Con seguridad, Bolívar no fue el estratega militar más brillante, ni el guerrero más valiente, ni el prócer que haya ganado más batallas, pero sí fue el estratega político más “magnético”, pues su aptitud para la retórica, que lo catapultó en su carrera de estadista, fue la que lo hizo ser un trotamundos castrense en Sudamérica. Desde Caracas hasta Lima, Bolívar recorrió incansablemente kilómetros y kilómetros de territorios que quiso ver gobernados de acuerdo a los revolucionarios conceptos del Estado; conceptos de la Ilustración que hizo suyos según sus propios criterios. Naturalmente, más de un héroe se interesó en echar abajo el olivo colosal del Imperio Español, aunque Bolívar fue el que lo sacudió con más fuerza para que esto fuera posible, por lo menos en Venezuela, la Nueva Granada, Ecuador y Perú. Muchísimos hombres persiguieron la esquiva idea de lo que para ellos significaba la libertad. Bolívar también lo hizo, ¿pero a qué precio?
4. Atolladeros posbélicos
Del proceso independentista conocemos las causas y la serie de sucesos que guardaron relación con éste en cuanto a la vida militar de Bolívar, pero quedan por explicar las consecuencias dejadas por la emancipación en los países pisados por el Libertador, aunque también nos extenderemos un poco por aquellos de la América Española en los que él no estuvo. Para ser más precisos, el enfoque que va a haber es en los problemas limítrofes y de relaciones exteriores que se pusieron en evidencia tras la violenta ruptura del imperio hispánico durante el mandato de Fernando VII, tomando en consideración que el fenómeno de la posguerra en las excolonias españolas tuvo su epicentro en el ordenamiento geopolítico de la Corona, pero germinó y creció a medida que se desarrollaba la lucha entre independentistas y realistas.
Mucho antes de proclamarse la Constitución venezolana de 1811, los territorios imperiales en América se dividían en virreinatos, con más poder político, y en capitanías generales, con menos poder político, ambos subdivididos en provincias. Ni lo primero ni lo segundo podía existir jurídicamente sin la Real Cédula emitida por el rey, pero eso cambió radicalmente después de la derrota de los monarquistas porque no habría un máximo líder cuya tutela legitimara las naciones recién surgidas, por lo que se idearon dos salidas a este embrollo. Para la mayoría de los optimates, las líneas que separaban sus países emancipados debían dejarse tal como estaban. Para Bolívar, había que borrarlas y hacer unas nuevas que cupieran en su concepción de América.
La primera tesis está basada en principios del derecho; es la del uti possidetis iuris, es decir, “como poseías poseerás”. Sobrados independentistas la respaldaron porque para ellos era la manera más práctica de realizar la distribución de la pizza americana, pues no tendrían que ponerse a inventar fronteras arbitrarias sino que solamente debían utilizar las que fueron asignadas por la Corona durante la Colonia. Para avalar que a cada quien le tocara lo suyo, se usaron los documentos oficiales españoles como una especie de testamento hecho por el moribundo imperio y además se dejó por escrito, verbigracia el Artículo 5 de la Constitución venezolana de 1830, que sus respectivos países se guiarían por esos lineamientos a fin de no tomar más de lo que realmente les correspondía.
Quien le buscó las cinco patas al gato con la segunda tesis fue Bolívar, de carácter personalista. Su idea de unidad americana era “física”, pues la Nueva Granada, Venezuela, Ecuador y Perú se insertaron en un solo país que fue la Gran Colombia. Bolivia se creó en 1825 al fraccionarse el Alto Perú del Bajo Perú, lo que replanteó el diseño de las líneas internacionales porque era, en cierto sentido, una negación del uti possidetis iuri. Para conformar esta empresa colosal, Bolívar tenía que hacer que estas cinco naciones se gobernaran con una ley (la Constitución grancolombiana de 1821, luego la boliviana de 1826), una autoridad (él, o en su defecto Sucre) y un sistema (republicano, que podía tener una dictadura o una presidencia vitalicia). Ninguno de estos tres objetivos del Libertador se pudo cumplir debido a motivos concretos.
En parte, la imposibilidad de la utopía política de Bolívar radicó en las graves contradicciones de sus posturas que en 1819 decía una cosa pero que en 1824 decía otra, lo cual le restó credibilidad, pero más aún porque solamente el Libertador tuvo el entendimiento de la máquina grancolombiana que había fabricado, y él, disminuido física, política e intelectualmente, no tardaría en fallecer. La autoridad, por tanto, no podía recaer en él, cuyas dictaduras hicieron más mal que bien, como tampoco en Sucre, quien en su correspondencia con Bolívar se quejaba siempre del tedio que le causaba estar en la presidencia y de lo mucho que quiso tomar sus maletas para volver a su privacidad familiar en Cumaná. Resulta muy comprensible el hastío del Gran Mariscal de Ayacucho. Después de años de guerra, los militares, del soldado raso al general, estaban cansados. Como su salario había sido un pellizco ―o peor aún, nada, puesto que no había dinero―, lo mínimo que ellos solicitaron fue ser relegados de sus funciones para retornar a sus países de origen ―o simplemente a sus casas― y así rehacer sus vidas en naciones que de España son libres, pero miserables, derruidas, divididas y con encontronazos políticos por doquier.
Sumado al motivo anterior, hay razones más amplias que explican por qué no fraguó el cemento del proyecto de Bolívar. La debacle del integracionismo del Libertador fue condicionada por el secesionismo legalista cuyas semillas fueron sembradas durante la guerra. Los caudillos independentistas tuvieron sus líderes locales, oriundos de su propia región, por lo que tanto los ciudadanos como los guerreros les dieron su confianza porque fueron representados por alguien de su gentilicio; ergo, vieron con recelo a cualquier forastero, incluso si era del mismo virreinato o capitanía general, y no aceptarían alianzas con nadie a menos que hubiese de por medio un beneficio en común. Los llaneros, por ejemplo, tuvieron como jefe a Páez, que se había criado en los duros rigores de las tradiciones sabaneras venezolanas; si juntaron sus tropas con las de Santander y las de Bolívar, fue a condición de obedecer a Páez, pues los apureños preferían ser mandados por hombres que conocían y que además tenían sus costumbres. Ídem para Mariño, Urdaneta, Arismendi, entre muchos próceres más.
La cayapa de los independentistas fue por pura conveniencia, por lo que tarde o temprano llegarían los conflictos de intereses, pues en público se trataron de lo mejor pero en privado se dijeron lo peor. Ni Bolívar, en sus campañas, fue ajeno a las desavenencias habidas en los caudillos; del Libertador se sabe lo mucho que se había liado con Manuel del Castillo y con Piar, aunque casi nunca se divulga que fue muy tensa la relación entre Bolívar y los Bravos de Apure. Según el Libertador (Guanare, Venezuela. 24/05/1821. Carta a Pedro Gual. Doc. 5670 A.D.L.), ellos “son llaneros determinados, ignorantes y que nunca se creen iguales a los otros hombres que saben más o parecen mejor. Yo mismo, que siempre he estado a su cabeza, no sé aun de lo que son capaces”. Luego dijo que “los trato con una consideración suma; y ni aun esta misma consideración es bastante para inspirarles la confianza y la franqueza que debe reinar entre camaradas y conciudadanos” y que “estamos sobre un abismo, o más bien sobre un volcán pronto a hacer su explosión. Yo temo más la paz que la guerra”. Un mes después de estas duras declaraciones, Bolívar tuvo que tragar sus palabras en Carabobo.
Igualmente, la fugaz cercanía que Bolívar tuvo con José de San Martín es la muestra más ilustrativa de estas pugnas, pues su amistad fue efímera. San Martín, que contribuyó enormemente a la liberación de Argentina, Chile y Perú con una fulgurante campaña, se dio cita con Bolívar en Ecuador, el 26 de julio de 1822, para dialogar acerca de la guerra y de cuál forma de gobierno habría en lo que ésta acabase (Pino Iturrieta, 2009, pp. 133-135; Masur, 1948, pp. 410-417, 418-423; Liévano Aguirre, 1950, pp. 397-400). Los dos independentistas tuvieron opiniones encontradas (Bolívar detestaba a San Martín por querer una monarquía, y San Martín a Bolívar por querer una república), por lo que hubo una fuerte discusión. No hubo posibilidad de tener un acuerdo.
Todos estos impasses políticos transcurridos en la independencia son avisos de lo frágil que era y de la utilidad escasa que tuvo el proyecto de unidad américo-española de Bolívar para preservarla como él lo había ansiado. Los regionalismos y nacionalismos, afianzados con la guerra, significaron incompatibilidades ideológicas para los países emancipados. Los venezolanos, acostumbrados a las prédicas de la democracia y la alternancia del poder ejecutivo, creyeron que la Constitución propuesta por Bolívar en 1826, que contempló la presidencia vitalicia, los conduciría a su “bolivianización”. Los peruanos vieron como invasores al ejército grancolombiano porque permaneció en su territorio más tiempo de lo pactado, es decir, porque se quedó para algo más que enfriar el calor de los combates con los realistas.
Por tanto, el Libertador no podía pretender que estas asperezas se iban a limar con artimañas cesaristas que fueron errores absolutos. Su Constitución de 1826 desapareció en 1827 sin ser acatada. Sus intentos por apaciguar a los separatistas con las dictaduras sólo le había echado más leña al fuego, por lo que Bolívar terminó ratificando con su dimisión la posición política de sus rivales. Su postura pro-grancolombiana en la guerra contra Perú de 1828-1829 fue fútil porque hubo tablas en aquella partida ajedrecística, o lo que en el argot militar se denomina statu quo ante bellum. En consecuencia, la tesis de Bolívar no se hizo efectiva porque no hubo manera de lograr que su América tuviera una ley, una autoridad y un sistema.
Como hemos visto, la política interna de posguerra fue un fracaso para Bolívar. No obstante, ¿sucedió lo mismo con la política externa? La evidencia documental sugiere que sí, tanto en América como en Europa. En América, los vínculos que ataron a Bolívar con el antiguo virreinato de México y con la intelligentsia meridional de Sudamérica fueron más palabras que hechos, con montones de misivas de correo con un tono lisonjero dirigido a personas con las que en su mayoría no tuvo trato directo. De Pedro I de Brasil y Agustín de Iturbide, el Libertador nunca emitió buenas opiniones; de San Martín está de más decirlo. Y aunque los militares de las provincias del Cono Sur estudiaron la posibilidad de pedirle auxilio a Bolívar, lo cierto es que se las arreglaron para obtener su emancipación sin su intervención. Con hombres de la talla de Bernardo O’Higgins, cuyo historial castrense es recordado en Chile, José Gervasio Artigas, el héroe de Uruguay, y Bernardino Rivadavia, el primer presidente de Argentina, fue evidente que el prócer venezolano sobraría tanto en el Atacama como en la Patagonia. De todas maneras, Bolívar no tuvo jurisdicción fuera de la Gran Colombia.
En estas circunstancias es que se revelaron los insalvables obstáculos que tuvo la noción de América en Bolívar, pero también su verdadero rostro. Tuvimos la ocasión de leer una carta suya en la que sacó de ese tablero a mexicanos, argentinos, haitianos, brasileños y estadounidenses. Tenemos conocimiento que Bolívar lo hizo por etnocentrismo, por roces políticos y porque Brasil era un imperio por el que jamás sintió simpatía. Asimismo, se aclaró que el Congreso que se iba a realizar en Panamá no era para crear el abuelo de la CELAC ni de la Unasur sino para fines militares que de completarse redundarían en favor de la Gran Bretaña, aunque esas ideas del Libertador datan de antes de 1826. En la campaña ecuatoriana, Bolívar dijo que “la asociación de los cinco grandes Estados de la América es tan sublime en sí misma, que no dudo vendrá a ser motivo de asombro para la Europa” (Cali, Colombia. 9/01/1822. Oficio al Director Supremo de Buenos Aires. Doc. 6559 A.D.L.), y en la Guerra a muerte Bolívar especificó con quién haría negocios dicha “asociación”:
Deseoso siempre este país de ser el amigo de la Gran Bretaña, sólo por las tristes circunstancias en que se ha visto envuelto ha dejado de dirigirse al Gobierno de esta Nación. Ahora que la tempestad se retira de nuestras inmediaciones y que perdemos un poco de vista a un enemigo feroz, volvemos los ojos hacia ella que por sus propios intereses y por su generosidad debe interesarse en la justa e inevitable independencia de la América. Nuestros votos son por separarnos de la tiránica dominación española, por la paz, por el comercio y amistad con la Gran Bretaña. (Caracas, Venezuela. 5/05/1814. Carta a P.C. Durham. Doc. 808 A.D.L.)
¿Qué buscó Bolívar con los británicos a través del Congreso, aparte de “comercio y amistad”? Saldar su deuda, o, mejor dicho, la deuda externa de la Gran Colombia, puesto que la Gran Bretaña no le dio asistencia de a gratis; desde el equipamiento hasta los fondos procedieron primordialmente de los ingleses en calidad de préstamo y había que pagarlo. Sin embargo, la economía de este país sudamericano estuvo tan apretada que, al ritmo de tortuga que iba, quedaría debiendo por siglos si no hallaba un modo eficiente de producir rentas, lo cual de por sí fue muy difícil. Por ende, el método alterno, que era más directo, consistía en usar lugares valiosos como garantía. Nicaragua y Panamá eran los candidatos más idóneos porque por ahí se podían abrir canales marítimos.
Claro está, suponiendo que los centroamericanos fueran tan ingenuos como para dejarse timar por estas ofertas del Libertador y que él hubiera tenido el poder político necesario para mover estos hilos con la Corona inglesa. La única vía posible era logrando su utopía americana con el Congreso de Panamá, y éste se quedó en la nada. Hay quienes aducen que el aborto de esta anfictionía fue un complot de los Estados Unidos, y aunque a mi juicio esto suena descabellado hasta la médula, creo que puede tener algo de razón, mas no por lo que sostienen los voceros de la izquierda reaccionaria. Si a la Casa Blanca le hubiera convenido frustrar el Congreso, habría sido para cortar en seco la influencia político-económica de los británicos, es decir, que sin Congreso no se cerrarían tratos con la Gran Bretaña porque no habrían cesiones territoriales y, más aún, no se coronarían príncipes europeos, digamos, en la Nueva Granada, porque ese país estaría repleto de partidarios de la república.
Por lo que se ha descrito, ya estamos en los cuatro años finales de Bolívar, en los cuales los Estados Unidos constituyeron un Estado estable, mas no una potencia mundial que pudiese amedrentar la integridad de la América Española. Acabamos de ver que Bolívar persiguió el fortalecimiento de los británicos con suculentas rutas comerciales. Ahora bien, ¿hubo algo más que eso? Sí; continuar la guerra con España si ésta no le reconocía la independencia, o como le dijo Bolívar a Pedro Gual y Pedro Briceño Méndez en agosto de 1826, “marchar a España con mayores fuerzas, después de la toma de Puerto Rico y Cuba, si para entonces no quisieren la paz los españoles”. “Marchar a España”, “mayores fuerzas”, “toma de Puerto Rico y Cuba”. ¿Para qué, si se supone que el último núcleo de resistencia realista fue barrido en el Segundo sitio del Callao, en enero de ese año?
Ante todo, para generar una muralla contra la que se estrellara cualquier intento de recolonización por parte de España, que simpatizó con la Santa Alianza. Para quienes aún no lo sepan, la Santa Alianza fue una coalición integrada por Prusia, Austria y Rusia, que desde 1815 quiso la restitución del absolutismo en las colonias americanas y su reforzamiento en Europa; a ella se suscribieron los gobiernos monárquicos que, al ver el resquebrajamiento de España y Portugal, pusieron sus barbas en remojo para frenar el liberalismo revolucionario que se hizo sentir en Francia, Italia y Grecia. La oposición a esta Santa Alianza se ubicó en los Estados Unidos, la Gran Bretaña, los Estados Pontificios y el Imperio Otomano.
Los insurgentes de la América hispanohablante sabían que si España recibía ayuda de la Santa Alianza no vacilaría en despacharla derechito a sus naciones emancipadas. El temor a una invasión y la necesidad de adelantarse a este movimiento, por tanto, tuvieron su razón de ser, pero la amenaza fue más hipotética que real. En 1818, los rusos enviaron al puerto de Cádiz unos barcos que les fueron devueltos por no ser aptos para surcar el Atlántico (Masur, 1948, p. 361), y si a esto se añade que la Santa Alianza decayó desde que su máximo promotor, el zar Alejandro I, murió en 1825, no parece entonces que la tripleta imperial germano-austro-eslava tuviera intenciones sinceras ni duraderas de salvar el absolutismo borbónico. A Fernando VII, en consecuencia, lo dejaron solo, derrotado y abandonado a su suerte.
Si Bolívar cometió un error, fue el de sobreestimar el peligro que pudo ser pero no fue. Ni la Santa Alianza era tan fuerte, ni la monarquía de Fernando VII reconquistaría lo perdido en América. No obstante, el Congreso de 1826 tampoco se realizaría, por lo que no habría modo de darle a los británicos lo que había acordado, es decir, las tierras de Nicaragua y Panamá, con la potencial construcción de sus canales. Sin Centroamérica bajo su poder, las posesiones españolas de valor que ahora podría entregar si las emancipara serían Cuba y Puerto Rico; así, Bolívar dijo, confiado en una presunta declaración de guerra hecha por los ingleses a los españoles, que “la independencia de estas islas nos dará los medios de indemnizarlos con inmensas ventajas” (Caracas, Venezuela. 27/01/1827. Carta a Mariano Montilla y José Padilla. Doc. 1260 A.D.L.). La emoción del Libertador, empero, se evaporó cuando se le informó que el asunto no pasó a mayores, por lo cual él dijo que “no habrá, pues, expedición a Puerto Rico, porque sin la cooperación de la Inglaterra nos perdíamos” (Caracas, Venezuela. 5/02/1827. Carta a Andrés de Santa Cruz. Doc. 1266 A.D.L.).
Efectivamente, las últimas campañas de Bolívar fueron las que no existieron. Hubo preparativos para mover decenas de miles de hombres y una flota para llevarlos, con escalas, a la península ibérica, pero se cancelaron. La imaginaria ofensiva del Libertador de 1826-1827 para obtener de España, por la fuerza, el reconocimiento de la emancipación americana fue un proyecto suspendido que de haberse realizado habría dado comienzo, quizás, a una guerra intercontinental de proporciones y alcances imprevisibles que en nada habría cambiado la debilitada Gran Colombia, ya próxima a sufrir su proceso de partición. Coronarse como su rey, por tanto, habría sido un despropósito porque le daría puntos a la decadente Santa Alianza, lo que significaría el inmediato levantamiento de los independentistas contra él. Si Bolívar le dijo a Patrick Campbell en agosto de 1829 que no se entronizaría, fue por eso.
Quemada la leña independentista, la cantidad de contrariedades sociales, políticas, militares, territoriales y económicas fueron brasas de carbón que no pudieron removerse de ahí, una por una, en poco más de una centuria. Al menos estuvo garantizada la soberanía de la Gran Colombia que Bolívar vio nacer, por lo que el gobierno de los Estados Unidos le dio el visto bueno a la autonomía de sus naciones antes de 1830. Hubo que esperar, sin embargo, hasta después de 1836 para que el gabinete hispánico tuviera, con la mediación de los británicos, tratados diplomáticos y comerciales con las colonias rebeladas en las campañas del Libertador; por nombrar un caso, Venezuela no firmó la paz con España sino en 1845, durante la presidencia de Carlos Soublette. Bolívar no vivió para contarlo. Fernando VII tampoco.
Como dice Elías Pino Iturrieta (2009, p. 188), los eventos históricos ocurridos después de la emancipación de España corresponden a “otras vidas y otras biografías, que forman el amasijo de nuestra levadura”, por lo que hablar sobre los conflictos de los siglos XIX y XX en la América Española sería divagar en una plétora de acontecimientos que se alejan de la guerra de independencia, en la cual nos consta que los efectos producidos por ésta fueron telarañas que se destejieron paulatinamente, mientras se curaban las heridas. Eso sí, hay que contrastar la belicosidad bolivariana que se ve reflejada en la cultura, las acciones y percepciones de aquellos que, bien sea en los años subsiguientes al deceso del Libertador o en el presente, aseguran ser los dignos sucesores de un hombre que es calificado como el más íntegro que haya pisado este subcontinente.
5. Secuelas para la posteridad
Al igual que el Bolívar como hombre político, el Bolívar militar también poseyó dos caras, a modo de punta de lanza, cuyos filos se sintieron en su tiempo y se sienten en el nuestro. No obstante, que el Libertador haya sido el personaje de mayor influencia en la América Española durante su independencia no lo santifica, ni le da validez a sus ideas, ni lo exime de ser juzgado por lo que hizo. En efecto, y como examinaremos en este hilo argumentativo, el legado militar de Bolívar es el más pernicioso de todos los que haya dejado, ya que está lleno de falsedades que son fuentes de comportamientos erráticos y concepciones idealizadas que en nada han estimulado el desarrollo de las naciones latinoamericanas.
Vamos con el trago suave, que es el de los comportamientos erráticos, es decir, las diversas formas en las que se recuerda a Bolívar al contradecir los datos históricos. La más común está en las escuelas, en las que se enseña que Bolívar independizó a “Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia”, como lo recitan las maestras a los niños en el aula de clase. Bolívar, empero, dijo en su renuncia a su última dictadura que había “libertado tres repúblicas” (Bogotá, Colombia. 24/01/1830. Comunicado oficial. Doc. 184 A.D.L.), no cinco, aunque si hacemos caso al análisis presentado con antelación solamente fueron dos (i.e., Venezuela y Colombia, con el apoyo de Santander, Páez y Mariño) porque las batallas decisivas en Ecuador y Perú fueron las de Sucre, mientras que Bolivia se creó un año después de la emancipación peruana por los canales legales.
Un equívoco adicional está en cómo se inflan los logros del Libertador. Una cadena difundida por Internet asegura que según la BBC Bolívar “peleó 472 batallas”. Lo cierto es que este medio de comunicación nunca dijo eso; lo más similar que he podido encontrar en su archivo ha sido un reportaje (Heyden, Barford y Hogenboom, 2012) donde se abordó tangencialmente el tema en un top-ten y un programa radial (Bragg, 2008) en el que se habló sobre la vida y obra de Bolívar. Aún si la BBC lo hubiese afirmado estaría en lo incorrecto porque de acuerdo a lo ya explicado, el conteo llega a una veintena de batallas presenciadas por él de 1811 a 1824, de las cuales ganó 8 y sólo 2 sellaron la independencia hispanoamericana (i.e., Boyacá, Carabobo). Eso no es ni el 5% de la pretendida cifra que se intenta colar en la red.
Los monumentos conmemorativos también se suman a esta lista, como aquel en el que se celebra la Entrevista de Guayaquil entre Bolívar y San Martín en 1822. En el Hemiciclo de la Rotonda, tanto el venezolano como el argentino lucen serios pero cordiales en su acercamiento, aunque ellos en la vida real no se podían ver ni en pintura porque eran rivales políticos que se tenían mutuo desprecio. En la ciudad venezolana de Mérida, la estatua ecuestre de Bolívar en la plaza homónima tiene dos placas; la primera dice: “Mérida; destruida por el terremoto, os dio sin embargo en 1813 quinientos voluntarios, diez y seis cañones, ochocientas caballerías, treintamil (sic) pesos en oro para libertar a Venezuela”. La segunda, por su parte, dice: “Mérida; pórtico occidental de la independencia de Venezuela, glóriase de haberos dado por primera vez el 23 de mayo de 1813 el brillante título de Libertador conque (sic) hoy os conoce el mundo entero”. ¿Hay sustento documental en estos textos conmemorativos? No mucho, a decir verdad (Chalbaud Zerpa, 1983, pp. 95, 100-101, 166-167, 178, 191, 522, 528).
Aunque es creíble lo de los 30.000 pesos ―los independentistas ricos donaron dinero a la causa― y también los animales que obtuvo Bolívar, que fueron mayormente mulas y burros para el transporte de víveres, la cuestión de los quinientos reclutas y los cañones no lo es tanto. Los nuevos soldados totalizaron doscientas unidades de infantería al mando de Campo Elías con veinticinco jinetes subordinados a Francisco Ponce, y los adicionalmente ofrecidos a Bolívar no fueron al frente por insuficiencia de armas. En Mérida no se fundió ni un obús. A lo sumo, el Pbro. Dr. Francisco Antonio Uzcátegui ―quien de paso no conoció al Libertador, ni fue herrero― prestó una de sus casas para la elaboración de pólvora y municiones, las cuales no vinieron de los tubos del órgano de la catedral de esta ciudad andina porque María Isabel Briceño no pudo reemplazarlos por cañas de azúcar. Estas partes de aquel instrumento musical, hechas de plomo, fueron a parar a los realistas de Ramón Correa con el objeto de hacer metralla.
Por consiguiente, es muy improbable que en 1813 María Inés Uzcátegui le haya dado un cañón a los insurgentes, que María Rosario Nava cargara el fusil de su hijo lesionado en un brazo y que Anastasia ahuyentara al enemigo monarquista con un trabuco, redoblando un instrumento de percusión a altas horas de la noche. En la Campaña Admirable, el parque de guerra no registró recuperación de piezas de artillería hasta la batalla de Niquitao (concretamente, 160 tiros de a cuatro) y en la Campaña de Oriente se usaron en la batalla naval de Cumaná (3 de agosto). Bolívar no les dio mucha prioridad porque su ofensiva consistía en un viaje rápido, sin retrasos por traer consigo equipajes pesados, enfermos, lisiados o prisioneros que ralentizaran su marcha a Caracas, por lo que llevarse a la señora Nava habría sido contraproducente, pues su crío, en la condición que estaba, habría comprometido la formación del ejército en el combate.
Aparte de eso, puede que los realistas no hayan tenido de su lado el elemento de la sorpresa, pero no eran tontos. Ellos sabían que si Bolívar atacaba de sopetón, lo haría de día, sin anunciarlo con disparos ni tambores, por lo cual no cuadra la leyenda en la que Anastasia hizo que Ramón Correa huyera despavorido de Mérida en abril de 1813. De hecho, Correa se apoderó de la ciudad en ese mes, mientras que Bolívar no salió de Cúcuta sino el 14 de mayo y arribó a la Ciudad de los Caballeros el día 23. Por ende, el episodio de las heroínas al que se ha referido el ilustrísimo don Tulio Febres Cordero es muy pintoresco, verosímil y romántico, aunque en su esencia es un relato anacrónico sin fundamento racional. Eso sí, lo de la vivienda dada por Simona Corredor del Pico para los rebeldes siquiera tiene coherencia histórica.
Hay una excepción en estos mitos de Bolívar en Mérida. En algo tienen razón las placas de la susodicha estatua ecuestre. Es totalmente cierto que la capital de los andes venezolanos fue la que le otorgó su título de Libertador. No obstante, cabe destacar que esa distinción se la había puesto él mismo mucho antes. “Es bien doloroso que aquellos mismos que debían verme como su libertador, y que en efecto lo he sido, se esmeren en perjudicarme, perjudicando a su propia Patria” (La Grita, Venezuela. 18/05/1813. Carta a Camilo Torres. Doc. 192 A.D.L. Las negritas son mías), dijo Bolívar cuando estuvo en Táchira, al lamentar sus roces con los oficiales neogranadinos en un tono que revela su mesianismo en el cual creyó ver personificada la nación en su figura de caudillo, es decir, su complejo de superioridad del que se hablará en el capítulo 8.
En el trago fuerte, en donde están las concepciones idealizadas, tenemos varias cosas de supremo interés porque son las que menos se dan a conocer al vulgo, pero son las más importantes. Comencemos con la más sencilla de rebatir, que es el “antiimperialismo” del Libertador, ya que el lector puede no estar aún convencido con lo hasta ahora dicho sobre las relaciones fraternales entre él y los británicos. En uno de sus documentos, Bolívar imploró (Bogotá, Colombia. 15/12/1827. Carta a Jorge IV del Reino Unido. Doc. 1534 A.D.L.), “a nombre de Colombia agradecida”, misericordia hacia los penalizados voluntarios foráneos que de su nación se fueron a pelear por la emancipación de la América Española. ¿A quién se dirigió Bolívar? Al monarca anglosajón, al que llamó “grande y buen amigo” y “el muy alto y muy poderoso”.
No vemos, por tanto, que al Libertador le cayera mal la Corona británica, menos aún con esos adjetivos al rey Jorge IV. Tampoco se olvidó de Ferriar, a quien mencionó en un informe posterior a la batalla de Carabobo (Valencia, Venezuela. 25/06/1821. Comunicado oficial. Doc. 5788 A.D.L.) en el que lo consideró un coronel “benemérito” por su desempeño con la Legión Extranjera, ni a los forajidos navales a sueldo para sabotear por mar a los realistas; Bolívar dijo que “la experiencia nos ha probado la utilidad de los corsarios, particularmente en nuestra lucha con la España” (Angostura, Venezuela. 22/02/1819. Carta a Luis Brión. Doc. 3611 A.D.L.), en contraste con los “piratas obstinados” (Riobamba, Ecuador. 01/06/1829. Carta a José Antonio Páez. Doc. 2019 A.D.L.) de la marina peruana. Por deducción, los bucaneros contratados por el Libertador debieron haber sido holandeses e ingleses.
Militarmente, Bolívar no fue un antiimperialista en la acepción entendida por el comunismo, sino lo contrario; él se alió con la Gran Bretaña para acabar con España a fin de unir lazos duraderos entre grancolombianos y británicos. De esta manera, también carece de lógica que las campañas de Bolívar fueran como epopeyas porque éstas se asemejaron a una prosaica crónica de peripecias. Los que comparan a Bolívar con El Cid Campeador lo hacen ignorando que El Cid no libertó nada (Rodrigo Díaz de Vivar mantuvo el poder feudalista de la Corona en la España cristiana), y aquellos que equiparan al prócer mantuano con Don Quijote de la Mancha no han notado que Alonso Quijano es el medio literario de Cervantes para mofarse de las novelas de caballería. Aún suponiendo que tales parangones tuviesen alguna veracidad, éstos no sacralizarían a Bolívar, sino que de modo subrepticio lo harían verse como un hombre chapado a la antigua, o peor todavía, como una parodia y ridiculización del héroe.
Al respecto, se ha hecho mucho hincapié en mostrar a cualquier prócer independentista que no fuese Bolívar como un dios menor, y si era un adversario suyo como un Judas Iscariote. Eso está alejado de la verdad, más aún si es Páez. El testimonio más claro de Páez lo recogió Teodoro Valenzuela en 1871 (S/A, S/F), mientras “El Catire” pasaba sus años finales en el exilio neoyorquino. Las respuestas de Páez a las preguntas de Valenzuela son reveladoras, pues dijo que Bolívar “era muy guapo”, que “no pensaba sino en batirse y batirse, y por eso muchas veces me perdió la tropa que yo había organizado”, y que “el Libertador era muy grande”. Asimismo, el Centauro de los Llanos hizo mención al “ruido de los estribos con las espuelas” que se le pasaba “a lo que entraba al combate”, en el que “no me volvía a acordar ni de mí mismo”. ¿Qué prueba esto? Uno, que Páez fue uno de los principales admiradores del Libertador pese a las fortísimas diferencias políticas habidas con él, y dos, que los próceres de la América Española no eran de hierro ni de palo sino de carne y hueso.
Reconocer que el miedo es la emoción más natural que se puede sentir en una lucha armada no tiene nada de malo. Eso es lo que nos hace humanos. Eso es lo que eran los próceres como Bolívar. En lo castrense, el Libertador no era un semidiós ni un ente asociado con lo divino; no era tan invencible como el homérico Aquiles, ni tan infatigable en su trabajo como Heracles, ni tan listo como Ulises, ni tan fuerte como Thor. Bolívar demostró mas bien que él era con frecuencia voluble a la manzana del poder que mordía con fruición, por lo que sus debilidades eran superadas con creces mediante el trampolín de su retórica de estadista que se erguía para hacer realidad los sueños de la Ilustración en su América, pero a través de sinsabores y errores garrafales. La independencia, por ende, no puede ser contemplada como un hermoso acontecimiento épico porque no lo fue. Si vemos a Páez como a un Theoden y sus rohirrim en los Campos de Pelennor, o a Bolívar como a un Aragorn en el Abismo de Helm, estamos en un gravísimo desacierto que debe ser desmitificado de una vez por todas.
En este orden de ideas, la auténtica guerra por la emancipación de la América Española no estuvo ni remotamente cerca de la estética en el arte de Martín Tovar y Tovar o de Arturo Michelena, aunque no hay que culparlos de incurrir en estas tergiversaciones, pues los responsables de esto son los cultores del prócer caraqueño, a quienes les incomoda que se traigan a colación las matanzas hechas por él, como si no quisieran admitir que los independentistas nunca fueron mansos corderitos y que Bolívar tuvo las manos manchadas de oprobio. Para ellos es más sencillo irse por lo fácil, es decir, acusar de todo a los realistas, que agachar las orejas y divulgar al público que el Libertador, por muy relevante que haya sido, destiló un discurso de odio en el cual el enemigo fue visto como inferior a la escoria.
Debido a su grado de fanatismo y crueldad exacerbada, Antonio Nicolás Briceño obtuvo el apodo de “El Diablo”. A él se le conoce mucho por haber promovido la guerra a muerte antes que Bolívar, como se dijo previamente, y también porque le envió al Libertador una carta escrita con la sangre de sus enemigos descabezados. Bolívar sintió horror por ello, pero eso no impidió que a él le encantara tanto la idea de matarlos que se la tomó muy en serio. De las quince propuestas de Briceño (Cúcuta, Colombia. 20/03/1813. Comunicado oficial. Doc. 137 A.D.L.), la Nº 2 orientó la guerra “a destruir en Venezuela la raza maldita de los españoles europeos, en que van inclusos los isleños”, de los cuales “no debe quedar uno solo vivo”. Bolívar, empero, prefirió limitarla a aquellos que estuvieran con armas, aunque las demás las aceptó sin objeciones, como la Nº 9, la de las compensaciones monetarias por las calaveras realistas recolectadas.
Aunque Bolívar no se conformó con aprobar la actitud macabra de Briceño hacia los españoles europeos y canarios. Él quiso convertirlos en un rival universal, y por eso él avivó los estereotipos sobre ellos con palabras de lo más denigrantes, peyorativas e insultantes, a fin de hacer creer a los venezolanos que los colonizadores hispánicos no son unos angelitos y que nunca lo han sido. Para rebajarlos verbalmente, Bolívar se expresó de ellos en los siguientes términos y frases (Mérida, Venezuela. 08/06/1813. Proclama. Doc. 214 A.D.L.): “monstruos”, “odiosos”, “crueles”, “tránsfugos y errantes como los enemigos del Dios salvador”, “la guerra y la muerte que justamente merecen”, “la Europa los expulsa y la América los rechaza porque sus vicios en ambos mundos los han cargado de la execración de la especie humana” y “feroces”. Luego de señalar la transgresión al “sagrado derecho de gentes”, Bolívar añadió que
(…) estas víctimas serán vengadas, estos verdugos serán exterminados. Nuestra vindicta será igual a la ferocidad española. Nuestra bondad se agotó ya, y puesto que nuestros opresores nos fuerzan a una guerra mortal, ellos desaparecerán de América, y nuestra tierra será purgada de los monstruos que la infestan. Nuestro odio será implacable y la guerra será a muerte.
Y la guerra fue a muerte. La declaró por decreto. Pero más de uno dirá que Bolívar no formó parte de esas matanzas o que su exhortación al genocidio fue realmente una maroma semántica. No obstante, los argumentos para exculpar a Bolívar son falsos, vanos y refutables sin dificultad. Los documentos militares del Libertador muestran que a sólo meses de concluida la Campaña Admirable ya había abusado del poder. La correspondencia de Bolívar en Valencia, fechada el 8 de febrero de 1814, no deja lugar a dudas. En ésta, Bolívar le habló a José Leandro Palacios (Doc. 685 A.D.L.) sobre “las críticas circunstancias en que se encuentra esa plaza con poca guarnición y un crecido número de presos”, es decir, sobre el hacinamiento de reos en un emplazamiento situado en La Guaira. Con el temor de un motín como el de San Felipe, Bolívar no le dio más rodeos al asunto y le dijo a Palacios “que inmediatamente se pasen por las armas todos los españoles presos en esas bóvedas y en el hospital, sin excepción alguna”.
Narciso Coll y Prat, empero, intercedió para impedir una desgracia, aunque el Libertador hizo oídos sordos con la rousseauniana excusa de la “voluntad general”. Bolívar le dijo al clérigo (Doc. 686 A.D.L.) que “no menos que a V. S. Illma. me es doloroso este sacrificio. La salud de mi patria que lo exige tan imperiosamente podría sólo obligarme a esta determinación”, que “no sólo por vengar a mi patria, sino por contener el torrente de sus destructores, estoy obligado a la severa medida que V.S. Illma. ha sabido” y que “uno menos que exista de tales monstruos es uno menos que ha inmolado e inmolaría centenares de víctimas”. Cerca de ochocientos prisioneros de guerra, muchos de ellos enfermos, fueron vilmente asesinados por estas palabras taxativas (Pino Iturrieta, 2009, p. 71; Masur, 1948, p. 203).
Probablemente pensará el lector que Bolívar dio un giro con el Tratado de regularización de la guerra. Bien, sí, eso es cierto, aunque parcialmente. Se explicó con antelación que su filantropía fue una fachada para remodelar la estrategia castrense y que la iniciativa de dialogar con el enemigo no fue del Libertador sino del liberal español Rafael del Riego. Además, el Tratado se firmó con Morillo, pero como él se fue a España y los independentistas venezolanos vencieron en 1821 (los neogranadinos lo hicieron en 1819), Bolívar habría creído que el convenio, por este motivo, se había deshecho. No obstante, había un detalle: la mayoría de los adeptos al rey y los representantes de la Corona en Sudamérica se retiraron a Europa, perecieron en las campañas de la emancipación o se replegaron en reductos defensivos, vitoreando a Fernando VII. Ergo, no hubo más diplomacia de Bolívar con los realistas porque no había nadie con quien negociar, y dado que el compromiso de 1820 había perdido su efecto, Bolívar podía, legalmente, volver a una guerra a muerte que de hacerse tendría que ser a una escala menor, con objetivos más selectivos.
Tal es el caso de la masacre de los pastusos, mejor conocida como la Navidad Negra, porque acaeció el 24 de diciembre de 1822, si bien se extendió hasta 1825. Más que un sitio estratégico para entrar a Ecuador, Pasto era en la Nueva Granada un foco de constantes insurrecciones contra los independentistas, quienes sufrieron muchas bajas por los guerrilleros realistas. A causa de esto, Bolívar y sus partidarios los consideraron como una piedra en el zapato de la república grancolombiana, por lo que estuvieron de acuerdo en su exterminio, tanto de militares como de civiles. De este modo, el Libertador ejerció su aparato de represión en la que se presenció “el reclutamiento forzoso de mil pastusos en el ejército para servir en el Perú, el exilio de trescientos a Quito y la confiscación de bienes, así como el ajusticiamiento de los capturados en combate, la ejecución de dirigentes y otros castigos atroces” (Palacios y Safford, 2002, pp. 222-226). De Pasto, para marzo de 1823, lo que quedó fue la población femenina.
Fue casi nada lo que varió Bolívar en su opinión sobre los pastusos. En general, el Libertador no descansó hasta verlos bajo tierra. Inicialmente, el prócer mantuano les dijo (Popayán, Colombia. 18/02/1822. Proclama. Doc. 6652 A.D.L.) que “el ejército de Colombia va a entrar en vuestro territorio con miras benéficas y con intenciones pacíficas” y que “ninguna ofensa recibiréis de nosotros: os trataremos como amigos, os veremos como hermanos, y Colombia será para vosotros tierna madre”, pero también les advirtió que si se portaban mal recibirían “el rigor de las leyes de la guerra”. Y eso pasó, pues Pasto se sublevó, lo que fue una bofetada a la tranquilidad de Bolívar, quien le dijo a Santander (Quito, Ecuador. 12/11/1822. Doc. 7054 A.D.L.), muy molesto, que “los pastusos serán batidos inmediatamente y ocuparemos a Pasto y su territorio” y que “yo mandaré a ocupar a Pasto hasta el Mayo, con tropas de Quito; y temo al mismo tiempo que este maldito país nos desarme nuestra guarnición cuando menos pensemos”. Añadió el Libertador que “este país ofrece mil ventajas para lo futuro, pero está como una niña doncella, que si se pierde una vez no se vuelve a recobrar con su integridad y pureza”.
Un día antes de Nochebuena, Bolívar le informó a Santander (Ibarra, Ecuador. 23/12/1822. Doc. 7108 A.D.L.) que extinguiría aquella fogata en Pasto y que para ello había enviado a Sucre. Cuando el Libertador expresó que “yo no he ido en persona a dirigir aquellas operaciones militares, por no desairar al general Sucre, que no es digno de tal bochorno”, nos dice que la situación tendría tan mala pinta que ni él mismo podría lidiar con ella. La matanza debió haber sido bastante despiadada, puesto que Bolívar la denominó “pacificación”, como para tapar con un cínico eufemismo lo que él había hecho (en realidad, lo que había hecho Sucre por mandato suyo). Luego de masacrar a los pastusos, Bolívar les quitó sus bienes (Pasto, Colombia. 13/01/1823. Decreto. Doc. 7131 A.D.L.) y dijo a este prócer neogranadino que “el famoso Pasto que suponían tan abundante de medios, no tenía nada que valiera un comino; ya está aniquilado sin mucho empeño” (Quito, Ecuador. 30/01/1823. Doc. 7168 A.D.L.).
En suma, Bolívar se refirió a los ciudadanos de Pasto, por correspondencia privada con Santander, mediante estas lindezas: “(…) los pastusos y Canterac son los demonios más demonios que han salido de los infiernos. Los primeros no tienen paz con nadie y son peores que los españoles, y los españoles del Perú son peores que los pastusos” (Quito, Ecuador. 05/07/1823. Doc. 7591 A.D.L.). Asimismo, Bolívar los calificó de “godos de América” y “numantinos tártaros” (Pativilca, Perú. 23/01/1824. Doc. 8638 A.D.L.); “godos” y “numantinos” que, a su parecer, debían ser extirpados para siempre de la faz de la Tierra. No obstante, dejemos que sea el Libertador quien nos diga cómo, por qué y para qué debían ser eliminados físicamente.
Los pastusos deben ser aniquilados, y sus mujeres e hijos trasportados a otra parte, dando aquel país a una colonia militar. De otro modo, Colombia se acordará de los pastusos cuando haya el menor alboroto o embarazo, aun cuando sea de aquí a cien años, porque jamás se olvidarán de nuestros estragos, aunque demasiado merecidos. (Potosí, Perú. 21/10/1825. Carta a Francisco de Paula Santander. Doc. 972 A.D.L.)
¿No es esta una apología al genocidio, al uso de la fuerza letal y a la violencia para hacer valer tanto el poder judicial como el orden cívico? ¿No es esta, acaso, una irrefutable prueba del despotismo de Bolívar? ¿No es esta una muestra de su jacobinismo que, llegado a su máxima expresión con estos horrendos desmanes, no fue cuestionado por los independentistas sólo por el hecho de ser el Libertador? La verdad salta a la vista; para Bolívar, la destrucción del enemigo debía hacerse no sólo para obtener la emancipación, sino para conservarla. Ésta debía ser total y precisaba de las más rudas herramientas castrenses para su cumplimiento, las cuales consisten, como se contempla en la misiva de Bolívar a Santander que acabamos de leer, en la completa erradicación y destierro de aquellos que contravengan ―como lo hizo Pasto― la “voluntad general” de la América Española y, más específicamente, de la Gran Colombia.
El Libertador reprimió a sus opositores continuamente. De acuerdo a los documentos estudiados, lo hizo sin piedad, casi siempre bajo premisas rousseaunianas, centralistas y dictatoriales que cogieron vuelo con las exigencias del conflicto bélico con la Corona. No se han encontrado indicios de arrepentimiento, remordimiento o lástima, ni siquiera una disculpa; incluso se observa que para Bolívar era muy natural mandar gente al patíbulo, y que si alguien se salvó de éste fue porque tenía un trato muy cercano con él. Por tanto, pretender que este mortífero aspecto de Bolívar no es para tanto, hacer a un lado que su “pacificación” se realizó con las armas o convertir en un paisaje con arco iris su discurso tanatofílico ―discurso que por cierto era compartido por Ribas, Briceño, Campo Elías, Sucre, Páez, entre otros― es una actitud intelectualmente deshonesta, que no una encubierta apología a la guerra. Es olvidar adrede que las órdenes impartidas en el ejército, al ser explícitas, se acatan al pie de la letra, por lo que éstas no admiten segundas interpretaciones. Es pasarse por el arco del triunfo de Carabobo el hecho de que Bolívar era un militar y que actuó como tal, pues no sabía gobernar de una manera distinta.
De hecho, es desestimar que los comportamientos erráticos y las concepciones idealizadas, aunque aparentan no quemar a nadie, son dañinos. La ignorancia histórica sobre el Bolívar castrense ha sido utilizada para malos propósitos; describiré rápidamente dos de ellos. En lo que se denominó la Nueva Granada, el bolivarismo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) ha tenido desde 1964 la forma del narcotráfico, el secuestro, el crimen organizado y la guerra de guerrillas que ha devastado a la nación cafetera por décadas sin ningún resultado apreciable. En Venezuela, por su parte, al transitar por las calles de Barinas, en la Avenida Cuatricentenaria, a la altura de lo que fue el Destacamento 14 (ahora Comando de Zona Nº 33), se lee en una de sus paredes una gigantografía que dice: “Mientras exista la revolución bolivariana, el Libertador vivirá”. En ésta se hallan impresas las caras de Bolívar y la del finado de Sabaneta con este texto adicional: “En este comando de zona Chávez vive”.
¿Cuántos han sido los logros de la “revolución bolivariana” con la Guardia Nacional, la marina y la aviación? Cero. Ni uno. Al hojear lo que han hecho estos tres componentes desde 1998 lo que dan es vergüenza. A lo sumo, lo mejor que saben hacer es desfilar en las fechas patrias, pronunciar de memoria las consignas del oficialismo, darle ofrendas florales al Libertador, aplaudir cuando habla el presidente de la república o el ministro de la defensa, repartir peinillazos y caramelos de plomo a quienes muestren su descontento con el régimen, subirse astronómicamente el salario cada año, comprarse de Rusia las armas y los vehículos, cerrar fronteras, custodiar las colas del Abasto Bicentenario, cobrar “matracas” en las alcabalas y militarizar los cargos públicos. En fin, nada. El ejército venezolano es medallista olímpico en corrupción, fetichismo histórico, culto al líder, holgazanería, cobardía y desdén por la democracia.
Sobra aquí cualquier explicación acerca de cómo Bolívar ha sido usado por el chavismo para la politización del ejército, el cual ha agredido múltiples manifestaciones pacíficas en contra del gobierno. Del mismo modo, también está de más decir que el proselitismo partidista ha sido el mecanismo más empleado para el fomento de los mitos castrenses de Bolívar ―algunos de ellos rebatidos arriba―, pero que éstos no perdurarían sin el folclore y los fallos del sistema educativo en el cual, al menos en Venezuela, se enseña que el prócer caraqueño fue el adalid de la libertad y los derechos humanos. Por los hechos que se han examinado, eso no es cierto y nunca lo fue. Bolívar, aunque fue un Libertador de varios, no se comportó como un héroe; cuando mucho, fue un antihéroe cuyo militarismo convirtió en dragón a la hispanoamericana damisela en apuros. En la modernidad, este reptil tiene la forma del terrorismo de guerrilla y de Estado.
Conclusiones
Aunque no fue inmediata la pérdida del poder de la Corona sobre sus posesiones en la América Española, la monarquía hispánica de fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX se caracterizó por su inestabilidad, la cual trató de ser taponada con las herramientas de las reformas de Carlos III y el absolutismo de Carlos IV seguido por su hijo Fernando VII. Los resquicios de las instituciones reales se hicieron progresivamente más notorios con las primeras confrontaciones armadas (i.e., sublevación de los comuneros y de Túpac Amaru II) e intentos de deponer la autoridad mediante la fuerza (e.g., revolución de Chirino, conspiración de Gual y España, expediciones de Miranda), pero fue la arremetida de Napoleón en la península ibérica la que definitivamente puso en evidencia el desmoronamiento interno de los borbones cuyos enlaces con los colonos se estaban desamarrando.
Batalla tras batalla se libró la guerra por la emancipación, en medio de esta crisis de autoridad de la que surgió el pugilato por la soberanía entre realistas e independentistas. En este segundo bando estuvo Bolívar, quien en menos de un período no mayor a un par de décadas venció a las huestes de la Corona española en una serie de campañas que atravesaron la mitad de Sudamérica y un sinnúmero de eventos que, siendo unos venturosos y otros desgraciados, le dieron en 1824 sus triunfos más contundentes. Sin embargo, el Libertador no fue un compendio de victorias, sino un relato histórico que es como el de Bonaparte, pero al revés: una recopilación de derrotas sucesivas que tras una conexión de factores determinados se convirtieron en objetivos que pudieron cumplirse como lo había jurado en el Monte Sacro.
Con diferencias evidentes, por supuesto. El genio militar de Bolívar estuvo en la estrategia política, no tanto en la castrense, pues hubo próceres como Sucre que subsanaron sus falencias, fueron como Páez sus imprescindibles elementos en el campo de batalla o le dieron a sus tropas, como lo hizo Ferriar, un espaldarazo táctico sin igual. El Libertador, por tanto, no estuvo solo en su gloria, por lo que ha de compartir con los demás los laureles de la victoria, en los cuales existieron muchos combates que destacaron por su alto trabajo colectivo y por su potencialidad logística para imponerse ante las adversidades, especialmente las socioeconómicas. Así, Bolívar fue “el hombre de las dificultades” por dos razones; uno, porque pudo lidiar con ellas en el conflicto bélico, y dos, porque irónicamente creó en la posguerra más de las que creyó tener resueltas.
Desde luego, Bolívar fue hábil para hacer en la América Española el omelet de la independencia, aunque también lo fue en romper los huevos, con todo y sartén. Los resultados finales del conflicto fueron los que el Libertador siempre quiso, pero su metodología es aún motivo de debate; incluso es en sobrados aspectos muy reprochable, principalmente en lo ético, que es donde se aferran los cultores a su personalidad porque ahí es donde quieren librarlo de sus culpas. No tiene sentido, en lo absoluto, otorgarle a Bolívar una inocencia que no tuvo, ya que él, como militar de rango superior, fue un señor adulto consciente de sus actos, de modo que debe ser juzgado y responsabilizado por sus vilezas. Bolívar jamás fue un pacifista; fue un belicista, y de los duros. En julio de 1823, cuando le habló a Santander sobre los “demonios” de los pastusos, Bolívar dijo que “esta guerra es como la escultura del diamante, que cuanto más golpe recibe más sólido y más brillante se pone, (…). Verdaderamente como espectáculo teatral nada es más espléndido”.
En síntesis, el Libertador tuvo facetas que deberían darse a conocer con más frecuencia, la castrense entre ellas, más todavía si se trata de su lado oscuro. Cierto es que la independencia habría tenido un cariz muy distinto sin su participación, pero también hay que enfatizar que sus campañas no tuvieron aquellos rasgos míticos que tanto se le atribuyen con pomposidad, ni estuvieron cargadas del heroísmo que a más de uno le encantaría que hubiese tenido, ni tuvieron esos finales apoteósicos que vemos en las películas; creer en este tipo de entelequias sólo cabe en alguien con pensamiento ilusorio que vive en un país de fantasía. La guerra de Bolívar, la de verdad, fue un proceso tan relevante como inevitable y tortuoso en la América Española, pues la tiñó de rojo e implicó una transformación política que, aunque no fue despreciable, fue violenta con creces. El auténtico legado de la revolución bolivariana está adornado con una guirnalda de balas, no de flores, por lo que eso debe ser una razón para reflexionar sobre ésta, sobre los perjuicios de las guerras y sobre los medios para impedirlas en la medida de lo posible.
Bibliografía
-Archivo General de la Nación. Archivo del Libertador [Página web]. URL: [clic aquí]
-Biblioteca Nacional de Colombia (S/F). El proceso comunero en la Nueva Granada [Artículo en línea]. Ministerio de Cultura. Consultado el 13 de noviembre del 2015. URL: [clic aquí]
-Bragg, Melvyn (2008, octubre 30). In Our Time. Bolívar (Programa de radio). British Broadcasting Corporation Radio 4. URL: [clic aquí]
-Chalbaud Zerpa, Carlos (1983). Historia de Mérida (3ª ed., 2010). Mérida, Venezuela. Universidad de Los Andes.
-Codazzi, Agustín (1840). Atlas Físico y Político de la República de Venezuela. París, Francia. Lithographie de Thierry Frères.
-Fiscer Lamelas, Guillermo (2011, octubre 15). Las revueltas comuneras de Castilla y Nueva Granada; un análisis comparado. Revista digital de Historia y Ciencias Sociales (233), 1-21. URL: [clic aquí]
-Heyden, Tom; Barford, Vanessa y Hogenboom, Melissa (2012, septiembre 24). 10 things readers want in a history of the world. British Broadcasting Corporation. URL: [clic aquí]
-Liévano Aguirre, Indalecio (1950). Bolívar (1ª reimpresión, 2007). Caracas, Venezuela. Grijalbo.
-Masur, Gerhard (1948). Simón Bolívar (2ª ed., 2008; Pedro Martín de la Cámara, trad.). Bogotá, Colombia. Fundación para la Investigación y la Cultura.
-Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información/Ministerio del Poder Popular para la Cultura (2013). Campaña Admirable. Bicentenario de la Campaña Admirable 1813-2013. Caracas, Venezuela. Gobierno Bolivariano de Venezuela.
-Núñez, Jorge (1989, septiembre/octubre). La Revolución Francesa y la Independencia de América Latina. Nueva Sociedad (103), 22-32. URL: [clic aquí]
-Palacios, Marco y Safford, Frank (2002). Colombia: país fragmentado, sociedad dividida, su historia. Bogotá, Colombia. Editorial Norma.
-Parra Pérez, Caracciolo (1939). Historia de la Primera República de Venezuela (2ª ed., 1959; 1ª reimpresión, 2011). Caracas, Venezuela. Biblioteca Ayacucho.
-Pino Iturrieta, Elías (2009). Simón Bolívar. Caracas, Venezuela. El Nacional.
-Romero Meza, Eddy (2014, junio 6). Túpac Amaru II, entre el mito y la realidad. Hispanic American Historical Review. URL: [clic aquí]
-S/A (S/F). Entrevista a José Antonio Páez. El Desafío de la Historia, 1(5), pp. 94-95.
Apéndice
Nota preliminar
Las ilustraciones representan gráficamente lo que ha sido descrito por autores como los referidos en la bibliografía; hago especial mención a Parra Pérez (1939) en todo el período de la Primera República de Venezuela. En cuanto a los mapas, éstos han sido adaptados principalmente de Codazzi (1840), pero también toman en cuenta los datos aportados por los biógrafos del Libertador. Recomiendo enteramente su consulta para obtener mayor información sobre las campañas de la Independencia venezolana, aunque si tienen conocimiento de alguna que dé mayores detalles, no duden en hacérmelo saber para ir mejorando este pequeño atlas de la guerra por la emancipación de la América Española en lo que concierne a Simón Bolívar.
Agradezco de antemano cualquier contribución que sirva para completar este trabajo cartográfico, que está centrado en la Campaña Septentrional, específicamente en Venezuela. En sí, mi labor en esta área es corregible, si bien he procurado estar lo más cerca posible de la información suministrada en las fuentes documentales. Esto no me ha impedido tomar la humilde licencia de ajustar los datos histórico-geográficos a los límites actuales de dicho país, a fin de facilitar la comprensión del lector y, asimismo, de diseñar por cuenta propia la simbología que pone en orden dichos datos.
A. Ilustraciones
B. Mapas
Volver al prólogo e índice de artículos
Capítulo 5 – Religión mantuana
Capítulo 6 – La palabra del prócer
Capítulo 7 – Una cara en la moneda
Debe estar conectado para enviar un comentario.