Preludio
Ser un seudocientífico es más fácil que pelar mandarina, pues no hay que estudiar; todo está dicho y todo está hecho en una serie de postulados inmutables que fueron proclamados por algún sabiondo que en alguna época remota o reciente creyó haber descubierto la quintaesencia del universo cuando en realidad no había descubierto ni el agua tibia. Con frecuencia, los postulados de este ente de la sinrazón se reducen a un manojo de aforismos precocinados que al ser enunciados guardan cierta similitud con las respuestas pregrabadas de una contestadora telefónica (sí, de esas que uno escucha cuando se llama al número de atención al cliente). No hay manera de abordarlos sin que éste dé sus patadas de ahogado con la cantinela de las conspiraciones, la tramoya del establishment científico y el “negacionismo” de los escépticos acerca de su “verdad”.
A un magufo le viene bien el llantén de la ciencia “inquisidora” que lo persigue o pasa de largo cuando le toca oír sus alocadas aserciones, puesto que tiene un complejo de Galileo, de Newton o de Einstein digno de un análisis psiquiátrico. Y no es para menos, porque a un don nadie que se adjudica un estatus de superioridad intelectual mediante el empleo de esta burda comparación se le debería dar un jalón de orejas para dejarle claro que jamás va a compartir el podio de los sabios salvo que su aporte valga la pena; es decir, el seudocientífico, quien se cree un escéptico “auténtico” y no un poser, no estará a la par de ese Galileo, de ese Newton y de ese Einstein si no nos ofrece algo que le dé un vuelco fenomenal a nuestro entendimiento.
Ninguno lo ha hecho y ninguno lo hará porque el experto en apariencia, que no es sino el que acostumbra estar espabilado por si es capturado por los agentes del Nuevo Orden Mundial, está más pendiente de sus manías persecutorias que de entrar al tatami para medir fuerzas con los especialistas genuinos. El magufo se concentra en invocar su interminable elenco de papers como si fueran los hechizos de Harry Potter, contamina el ciberespacio con trolls blogueros anticientíficos, provoca controversias donde no las hay y debate por debatir. Sin embargo, mientras ese seudocientífico despilfarra su poca lucidez en la bobería que esté de moda, el científico de pesos pesados es un monumento a la productividad porque no gasta pólvora en los zamuros que aletean en la red.
1. Lo que la menstruación no cura
Hace un tiempo se propagó en Internet un bulo en el que se sostuvo que la sangre menstrual tiene efectos beneficiosos para la salud. Los medios que se hicieron eco de esta patraña fueron los más apegados a la charlatanería de la medicina alternativa o a las teorías conspirativas, o en su defecto fueron los noticieros digitales caracterizados por su periodismo mediocre; personalmente, para mí da lo mismo, puesto que sus afirmaciones son falsas y utilizan titulares cazabobos que buscan atraer la atención a sus artículos. Normalmente, estos medios suelen decir que este fluido corporal es bueno si se unta en el cuerpo para el tratamiento de diversas dolencias, que es un remedio utilizado por no sé qué cultura indígena australiana y que ha sido científicamente demostrado en el laboratorio.
De lo primero no puede haber más constancia que el placebo sentido por el paciente al pensar que la mejor manera de sanarse es usando su propio cuerpo o el ajeno (el hombre no menstrúa, así que necesitaría de una mujer con la que tenga confianza para que le dé un poquito de “lo suyo”). De todas formas, incluso si la sangre menstrual tuviera efectos superiores al placebo (lo cual no es cierto, no hay prueba alguna de ello), resulta muy impráctico un ungüento casero que no se puede recolectar sino cada mes y que requeriría condiciones clínicas muy estrictas para su aplicación tópica, comenzando por el hecho de verificar que la mujer no tenga enfermedades de transmisión sexual. Por tanto, esta “medicina” no solamente es engorrosa; es antihigiénica.
En lo segundo se asoma lo increíblemente absurdo. Es una apelación a la tradición que es muy fácil de refutar. Los aborígenes de Australia (en sí, los aborígenes como tal) no tenían una esperanza de vida mayor que la de los colonizadores británicos, pues mientras los europeos investigaron para hallar la causa de las enfermedades los indígenas se conformaban con saber, de acuerdo a sus relatos orales, que todo se debía a espíritus malignos, a designios misteriosos de los dioses o a maleficios enviados por los brujos de las tribus enemigas. Ergo, lo que dice el folclor de Oceanía (o el que sea) podrá ser muy hermoso o antiguo, pero tiene pinta de supersticiosa espiritualidad que en nada contribuyó al desarrollo de sus etnias.
Con lo tercero es donde entran las mentiras descocadas. Algunos de esos medios citan un trabajo hecho por Leo Bockeria y sus colaboradores; otros lo hacen con la investigación hecha por el equipo de Naoko Hida. Los títulos de ambos papers son reveladores: Endometrial regenerative cells for treatment of heart failure: a new stem cell enters the clinic y Novel Cardiac Precursor-Like Cells from Human Menstrual Blood-Derived Mesenchymal Cells. Los términos stem cell, precursor-like cells y mesenchymal cells nos dicen de una que los experimentos mencionados abarcan el campo de la genética y de la biología molecular, y más aún, de las células madre, que conforman el núcleo de esas indagaciones. En la de Bockeria et al, estas células parten de las endometriales, mientras que las de Hida et al parten de las mesenquimales. En ningún momento se dice que las enfermedades del corazón se alivian poniéndose en la piel este singular líquido, ni que los indígenas tenían razón, sino que se toman muestras de tejido y se hace un cultivo para obtener células coronarias sanas que reemplacen las que están dañadas mediante técnicas no invasivas.
Es decir: los magufos, aparte de ser unos profesionales de la nada, faltarle el respeto a la razón y falsear lo que dicen las verdaderas investigaciones científicas, no saben leer, cuando mucho medio escribir. En su ficticio profesionalismo, estos farsantes de la medicina alternativa nos juran que la sangre menstrual es un medicamento “natural” al venir con especialistas cuyas publicaciones han sido vertidas “libremente” al español en sus noticias cargadas de fraudes, sin pararse a revisar el vocabulario técnico con el cual obviamente no están familiarizados. En ese caso, he de añadir que su incultura científica es tan grave que no entienden siquiera de inglés. Es más; no tienen el más mínimo conocimiento de lo que es lidiar con la traducción de vocabulario técnico. Vergüenza es lo que dan.
2. Entre traductores e intrusos
Vi en el blog de ABCTranslink un pequeño post de Marta Barrero sobre el instrusismo en el sector laboral de la traducción que me pareció corto pero contundente. En éste se habla que muchas empresas, para ahorrarse gastos en personal cualificado, contratan el primer “paleto” que se les atraviesa para que hagan esta labor importante que por desgracia es menospreciado por aquellos que no saben bien de qué se trata el meollo de este asunto. Los resultados siempre son desastrosos porque a menudo la calidad del producto final deseado es muy mala, por lo que se afecta por un lado el prestigio de quienes sí tienen las titulaciones adecuadas, en tanto que por el otro lado ―esto no lo dice Barrero, lo digo yo para añadir argumentos― se perjudica la difusión de los conocimientos que se quieren poner de manifiesto en el idioma B (el idioma A es la lengua materna, la del texto original).
Algunos creerán que Barrero exagera, pero estoy seguro de que eso no es verdad. Barrero ha dado en el clavo. Las traducciones torpes causadas por principiantes son una cosa, pero de allí a encargar algo de más envergadura a personas que no están capacitadas ni tienen el currículo necesario va un mundo. Por ejemplo, la BBC ha reseñado una lista de errores garrafales que han desatado malentendidos, tanto científicos como diplomáticos, lo cual nos dice que de esto dependen incluso las relaciones políticas entre dos países que puedan verse envueltos en crisis bilaterales. De hecho, estas metidas de pata pueden hacer que se anulen documentos por culpa de traductores que no tengan nociones de derecho.
Incluso las obras más célebres de la ficción pueden quedar afeadas por palabras erróneamente escogidas al no conocer al autor, sus escritos o su contexto en el que vivió, como sucede con las traducciones al español de la obra de Isaac Asimov, las cuales son a mi juicio las peores que he visto. Las editoriales no se han preocupado en solicitar expertos que dominen la traducción científica y literaria; si lo hicieran, sabrían que la narrativa de Asimov tiene una terminología muy precisa que apunta a la divulgación de hechos científicos o de imaginaciones futurísticas basadas en esos hechos. Si esto ha pasado con Asimov, ni se diga de Shakespeare y los autores anglosajones. Con ellos, y hasta con los mismos traductores de la Biblia, ha pasado que muchos dilettanti se han tomado licencias arbitrarias en las que se le da un significado torcido a los vocablos correctos.
No voy a pedir la perfección, puesto que eso es imposible, pero sí estaría encantado en que se pusiera más empeño en las traducciones que deberían ser hechas por expertos con “e” mayúscula. Pienso que esta no es una petición para tomársela a la ligera, como si pasar a un nuevo idioma algo que esté en inglés fuera un oficio que puede hacer cualquiera entre el coser, el cantar y el bromear. En mi posición de egresado de una carrera universitaria donde me he formado en estos menesteres, no puedo sino decir que la delicada tarea de traducir debe ser asumida como una asignación que va en serio.
3. Charlie, Charlie, Charlie
Si yo todavía digo Je suis Charlie Hebdo es por algo más que por mi placer al ver la revista francesa cuyas caricaturas ridiculizan todo lo que se les atraviese, incluso a las religiones; es por lo que Mario Vargas Llosa comentó en El País: “no poder ejercer esa libertad de expresión que significa usar el humor de una manera irreverente y crítica significaría pura y simplemente la desaparición de la libertad de expresión”. Naturalmente, puede que esa libertad tenga sus límites y matices, pero pretender que éstos se utilicen para limitar la burla sólo porque hayan grupos emocionalmente afectados no es distinto a enmudecer a los demás con armas de fuego. Silenciar con la corrección política es un modo de sostener que hay ideas sagradas e implica, como dice Zineb El Rhazoui, ser un “idiota útil” que para no ser tildado de “islamófobo” o racista evita juzgar al islam sin darse cuenta que con esta acción se fortalecen los sectores más fanáticos de este credo.
La cuestión principal es que no hay ideas sagradas y mucho menos hay una línea divisoria que nos indique cuándo, cómo y dónde nos podemos reír de ellas. Indistintamente de si somos o no somos Charlie, lo que no se puede poner en entredicho es que la democracia es, como dicen por ahí, la libertad de decir lo que es desagradable. Los musulmanes que no están de acuerdo con el atentado contra la revista parecen tener clara esta lección, pero los islamistas que han hecho protestas violentas no, pues exigen que ésta cierre la boquita. Al actor Guillermo Toledo, activista de la izquierda española, le importó un bledo porque justificó la masacre, y el papa Francisco I, con su carita de yo no fui, le dio su pisotón eclesiástico al decir que con la fe nadie se mete.
Hay, empero, grandes diferencias entre los terroristas islámicos, la iglesia católica y Charlie Hebdo. La revista nunca mató a quienes hablaran mal de ella, ni usó el Index Librorum Prohibitorum para meter en una lista negra los textos contrarios a sus ideas, ni le ha enseñado a los niños a usar un AK-47, ni ha tratado de encubrir la pederastia clerical, ni ha proscrito los chistes políticos contra la autoridad como en efecto sí ocurre en el castrismo apoyado por Guillermo Toledo. Por consiguiente, el problema no es Charlie Hebdo, sino aquellos que al sentirse ardidos por unos dibujos de burla creen tener el derecho de decirle a su directiva que para no tener líos lo mejor es moderarse o callarse. Y tienen el descaro de hacer estas sugerencias desde lugares donde es visible el retrato del atraso en todos los sentidos concebibles.
4. Adiós, tecnofobia
Es increíble que haya aún gente reaccionaria que desprecie la tecnología, acusándola de ser la raíz de nuestros males, pero lo más increíble es que digan eso en países desarrollados cuyos estilos de vida son superiores a los del tercer mundo. Si algo más me deja intrigado es que se muestre esta postura con herramientas que otrora no se disfrutaban porque no las habían. En esta época presente, donde tenemos computadoras, celulares y televisores, aún debemos aguantar los berrinches de los que se sentirían complacidos en volver al Paleolítico porque les da náuseas vivir entre las máquinas. Comprendo que su visión se debe al temor del “complejo de Frankenstein”, pero no la comparto porque es una idea equivocada, incoherente y fatalista.
Si esa visión es equivocada es porque aunque está al tanto que la tecnología funciona al cien por ciento, se hace una renuncia a priori de ésta al señalar lo que pasaría si cayera en las fauces de personas malintencionadas, o bien, al advertir posibles riesgos de salud que no se han demostrado. El error, pues, está en la potencialidad que se sustenta en tragedias que o han pasado o no han acontecido pero podrían acontecer. En esta perspectiva, la energía atómica es mala por las bombas lanzadas en Japón y el maíz cultivado con métodos modernos también lo es porque supuestamente su consumo nos haría propensos al cáncer. Sin embargo, si ustedes echan cabeza verán que estas fobias tendrían asidero si estuviéramos en 1945 o en el 2000 a.C., justo cuando nuestros conocimientos sobre la radiación estaban gateando y cuando la agricultura ancestral “orgánica” destacaba por ser muy insalubre para los consumidores.
La incoherencia de los que se oponen a la tecnología es aún más visible que lo errónea de su postura, especialmente en los creyentes de la “obsolescencia programada”. Por ejemplo, si las innovaciones en la fabricación de hachas de acero inoxidable no sirvieran más que para engordar la codicia de los dueños de ferreterías, ¿por qué no vemos a sus detractores usando hachas de piedra o de bronce? Porque esa es una tontería tan colosal que ni los mismos tecnófobos se la tragan. Porque están al corriente que los utensilios del día a día mejoran a pasos agigantados, pues de no hacerlo seguiríamos habitando en casuchas de bahareque sin más luz que el de una vela.
El fatalismo, que deriva de la equivocación a la que me he referido, es en sí alarmismo puro y duro. Parece sacado de algún filme de cyberpunk, pues veo que se toma muy a pecho lo que un Terminator pueda hacer con nosotros. No obstante, el muro que obstaculiza los brincos de esta falacia está en su olvido de un aspecto fundamental de la tecnología; que ésta, al ser antropocéntrica, no puede ir en contra de los intereses de la humanidad, por lo que sería contraproducente la construcción de un robot que sólo esté hecho para borrarla de la faz de la Tierra. Lo más cerca que hemos estado de tener un T-800 está en el inventario de los ejércitos de naciones muy ricas que pueden costearse estos “jugueticos” sujetos a estrictas regulaciones y estándares internacionales.
Conforme continuemos en la globalización, la especie humana estará regida cada vez más por patrones de mutuo respeto y consideración a los derechos fundamentales, razón por la cual la tecnología irá en función de este paradigma de universalización ética en el planeta. Ir contra esta corriente es ir rumbo a los viejos nacionalismos que nos trajeron calamidades, lo cual también equivale también a hacer que la ciencia camine como el cangrejo. Igualmente, el solo hecho de decir que se usa un iPhone para destronar el capitalismo “desde adentro” es como ordenarse sacerdote con el objetivo de acabar con el cristianismo.
5. Dios y yo
Me es complicado hablar de ateísmo. No sé por qué. Sencillamente no hallo por dónde empezar. Tengo montones de ideas revueltas en la cabeza que no he podido organizar como he querido; por ende, no me he atrevido a hacer un escrito extenso en el que detallo las causas por las que no creo en Dios, mis concepciones concretas sobre las religiones y cómo es mi vida sin deidades que me gobiernen. Voy a hacer, empero, un pequeñísimo boceto de lo que es mi pensamiento como no creyente a fin de no quedarme con las palabras en la boca, o por mejor decir, en las sendas neuronales de mi cerebro.
Ex-devoto de la Virgen de Coromoto, y criado en las alas del catolicismo apostólico romano, le recé al Dios cristiano sin consecuencias visibles ni milagros observables de los que hubiera una demostración satisfactoria a la razón. Obtuve en cambio las palmadas en el hombro que decían repetitivamente que los caminos del Señor son misteriosos, que no he tenido suficiente fe ―¿Suficiente? ¿La fe se puede cuantificar?― o que no siempre lo que pido es lo que me hace falta. Me han soltado esta joyita que dice más o menos así: “que Dios no haya cumplido con tu plegaria no significa que Él no la haya escuchado”. Entre la insatisfacción de estos pretextos baratos para justificar la ineficiencia burocrática del cielo y mis investigaciones personales en diversas ramas del saber, me di a la faena de exiliar a Dios porque aparte de no haberlo visto en ninguna parte no tenía razón lógica para asumir que estaba allí, guiándome como lo ha hecho con los patriarcas hebreos.
Han pasado varios años desde que acogí el ateísmo. No me arrepiento de haberlo hecho, y no siento que deba disculparme ante nadie por ello porque esta ha sido una decisión particular, individual, que solamente me afecta a mí, ya que no se la impongo a quienes me rodean. En efecto, me he topado en ocasiones con gente que no tiene el intelecto de comprender esto, motivo por el cual he tenido que poner las cartas sobre la mesa para que no se tomen la menor molestia de intentar convertirme a sus agrupaciones fideístas. Algunos las captan de una, pero otros insisten con la voz amable de Jorge Lavat, en su versión musicalizada del poema Desiderata, que me dice: “debes estar en paz con Dios, cualquiera que sea tu idea de Él”. Pues bien, y duélale a quien le duela, mi idea de Dios es que Dios no existe.
Coda
Irrisorias serían las idealizaciones del lejano Oriente de no ser porque este vasto continente pone en entredicho el relativismo cultural debido a sus numerosas manifestaciones de barbarie. No es que Occidente se libre de estas acusaciones que de hecho tienen validez, pero es incorrecto situar a los asiáticos por encima de los europeos o los americanos sólo porque lo dice el mito de la invasión del “hombre blanco”. Ídem para las civilizaciones aborígenes tocadas por los imperios de Inglaterra, Francia, España, Holanda, Alemania y Portugal porque aunque muchos no lo quieran creer éstas han dejado recuerdos dolorosos. No nos salgamos por la tangente con el cuento vaquero ese del buen salvaje, porque no cuela.
Hay que enfrentar los hechos que han sido documentados con la arqueología y los registros escritos o audiovisuales que hemos podido conservar de esos períodos desordenados. Para no fastidiarlos con un recuento pormenorizado de esos desgraciados eventos, les traigo un notición reportado por Scientific American: el hallazgo de la decapitación ritual más antigua del Nuevo Mundo, la cual data de hace unos 9.000 años. Ocurrió en Brasil y es muy probable que tenga algún parentesco con ceremonias de sacrificios humanos que tenían lugar en los Andes, pero también con las de las etnias del Amazonas que poseían una fijación particular por los cráneos humanos.
Véase que los indígenas de Brasil se descuartizaban entre ellos mucho antes del nacimiento de Pedro Álvares Cabral, cuando no habían curas predicando el evangelio, ni arcabuces, ni imprentas, ni catedrales. A lo sumo hubo un puñado de aldeas habitadas por pueblos sin unidad lingüística, política, social y religiosa que casi nunca se hermanaron, sino que mas bien aplacaron durante milenios los sentimentales deseos de sus dioses o las ansias conquistadoras de sus caciques. ¿Cómo lo hicieron? Descabezando a sus oponentes según las filosas formalidades de sus tradiciones. Ah, pero ya saben: esa es su cultura y hay que “respetarla”. Ahí se los dejo para que lo piensen.
Con el caso de la sangre menstrual,me has recordado lo de la orina curativa, de Shaya Michan en México. Lo malo es que en su tiempo recibió hasta el patrocinio de universidades públicas.
Hola javierreta, gracias por comentar. El caso que comentas de la orinoterapia, afín a la «menstruoterapia», es uno de los más absurdos de la medicina alternativa. Bien apuntó un amigo mío que su falsedad radica en que no se puede usar como remedio algo que el cuerpo humano saca de sí porque es un desecho.
Y un desecho es eso: un desecho. Es decir, algo que no sirve para nada.