Aunque no se puede poner en duda que la red ha ampliado los horizontes a los que puede llegar la información y que gracias a ella el conocimiento es más accesible, el correlato entre la inteligencia y la computación es cuestionable. Me explico: que algo esté en Internet no significa de una que sea cierto; más aún, que nadie es más sabio por consultar la World Wide Web (WWW) mientras dice que la prensa escrita, la radio y la televisión mantienen obnubiladas a las masas para servir a los magnates del poder. Si es usted una de esas personas que tienen esta concepción envilecida de los medios mainstream de comunicación y esa visión idealizada del Internet, le insto a reconsiderar su postura.
Demos un tour por el bosque de los bits o, más específicamente, de los códigos de la programación. Sea detallista y mire atentamente cada detalle de las páginas web en las que usted se encuentre. Observe cómo están rodeadas de anuncios publicitarios, tienen diseños variopintos según los gustos de sus creadores, emplean un vocabulario único en su estilo y sus estadísticas ―tanto de visitantes como de comentarios― guardan una estrecha relación con las temáticas abordadas. Comparado con sus equivalentes en la selva de concreto y en el campo, los mensajes llamativos del Internet vienen a una escala mayor; así, no hay mucha diferencia entre “compre aquí su queso fresco de búfala al mejor precio” y “mantenga protegido su sistema con el mejor antivirus, haga clic aquí para descargar gratis”, porque ambas oraciones invitan al consumo de un producto.
Las estrategias de persuasión y disuasión del Internet funcionan igual al de un cartelito de cartón con errores ortográficos que dice “c-bende jojoto” y del titular periodístico amarillista escrito en una oración con letras enormes. Y no es broma; en la red hay una cantidad exorbitante de usuarios que en Facebook y en YouTube se (auto)promocionan con un “suscrivacen” o que aseguran en mayúsculas, como si fuera preciso gritarlo a los cuatro vientos, que el bicarbonato de sodio cura el cáncer. Póngale una imagen, un video o un set de emoticones y le garantizo que le lloverá la gente en su blog, foro o canal. Si mete sus narices en alguna polémica, mucho mejor.
Efectivamente, la esencia de la viralización en la red es en la teoría y en la práctica muy afín al de los cuchicheos barriobajeros entre vecinos que se cuentan las infidelidades “calientes” de la cuadra. Uno solo que tenga esa primicia es poseedor de un eco que se repite exponencialmente conforme haya un público dispuesto a hacerle caso. Con palabras breves, lo que se diga debe caber en un meme o ser un meme; debe ser algo difícil de refutar que se pueda digerir en un santiamén. Como investigar cuesta tiempo y trabajo, son sobrados los internautas que, dejándose llevar por su cognición sesgada, multiplican la información falsa sin haberla contrastado primero con los tentadores botones “compartir”, “retuitear” y “rebloguear”, los cuales hacen que la difusión del engaño en los medios mainstream se queden a la zaga de los logros informáticos.
No en vano el software contribuye, aunque sin proponérselo, a fortalecer nuestras ideas preconcebidas con los algoritmos de la inteligencia artificial (IA) a la que le hemos dado hasta nuestros datos más íntimos desde el instante en que nos registramos en, digamos, Spotify. Servicios como Spotify nos sugieren el contenido y los artistas proveedores de ese contenido en base a nuestros hobbies, hábitos o cualquier elemento que, vinculado a la identidad individual, es recolectado para satisfacer las demandas de los clientes que se “loguean” para escuchar su música favorita. Nada es peor para esas empresas que pasar por alto estas tendencias.
Si usted aún no lo cree, haga un experimento sencillo siguiendo el que yo hice con una celebridad de la NBA, Stephen Curry, aunque puede elegir la que le plazca. Supongamos que recién encuentro la página oficial de Curry en Facebook, le doy clic a “me gusta”, activo la casilla de las notificaciones en mi muro y veo que justo debajo sale un cintillo de sitios afines, pero con otras caras y logotipos; Houston Rockets, James Harden, Los Angeles Lakers, FIBA, Michael Jordan, etc. En general, todo tiene el perfume del baloncesto: nada de golf, ni de equitación, ni de surf. Una búsqueda de su biografía en Google arroja resultados similares extrapolables a temas como ciencia, religión y política en las que si el usuario a menudo lee periódicos de izquierdas hallará con más frecuencia artículos del ala izquierda. Las recomendaciones que se reciban van a ir de acuerdo a lo que se ha insertado en los formularios de datos de la máquina.
De esta manera, las herramientas de la computación pueden reforzar nuestros prejuicios en vez de disiparlos, pero esto no es por una conspiración global sino por una razón más evidente. El software, que es rentable para las compañías mientras subsane nuestras necesidades de entretenimiento e información, está constituido por una IA que de momento no ha sido aún ideada para distinguir lo verdadero de lo falso sino para almacenar, procesar y filtrar los datos de acuerdo a los requerimientos del que los utilice. Google es, por tanto, una biblioteca de cuyo inventario se le dará lo que se le pida, cuando se lo pida y como se lo pida, no un sustituto del método científico ni un Multivac asimoviano que pensará por la raza humana, al menos no todavía. Por eso es preocupante que muchos hablen de transgénicos ―por mencionarles un tema “escandaloso”― habiéndose informado con webs dudosas y videos de entrevistas a ecologistas “orgánicos” antes de haber aprendido siquiera mucha biología y química.
Métodos para hacer que estos timos cuelen son muchos, pero todos coinciden en su apuesta a la concisión y al irrespeto de las fuentes originales. En Internet, hacer esto es pan comido. Cualquiera puede editar un video de diez minutos diciendo por qué las pirámides de los mayas fueron hechas por alienígenas, y no es complicado escribir un artículo antivacunas poniendo miles de enlaces a referencias de PubMed que o no se han leído o se han tergiversado. Lo que no hace cualquiera es explicar con detalles por qué la arquitectura indígena mesoamericana sí fue erigida por humanos y hablar de la efectividad de las vacunas habiéndose sentado antes a cotejar los papers de los especialistas, tanto los que tienen datos a favor como los que tienen datos en contra. Esta es la diferencia abismal entre la ignorancia y el conocimiento.
En este orden de ideas, es posible aseverar que la inteligencia de los conspiranoicos y seudocientíficos populares en la red es inferior a la IA de Google, pues un ordenador no es tan vocinglero como para sostener ideas descabelladas que se cimentan con cerezos escogidos para saciar el hambre de sus desvaríos. Cuando estas personas aseguran que los medios manipulan a la vez que dicen, por poner un ejemplo, que la “industria cárnica” está dirigida por los mafiosos de las cadenas de comida rápida, no puedo sino cavilar en la irónica capacidad de la gente para inyectarse dogmas por Internet, mientras cree deshacerse de otras que, supuestamente, les han sido insuflados por la televisión o por la crianza que han tenido desde la infancia.
Probablemente reciba de parte suya la mirada dubitativa que me había dado al explicarle la relación de los sesgos humanos con la IA, oportunamente aclarados con el basquetbolista Stephen Curry. Para quitársela le mostraré una imagen sobre los indicadores estadísticos de Cuba. ¿Sabe cuántas webs la han hecho viral sin cuestionarla? Miles. ¿Sabe cuántas webs la han verificado línea por línea? Una; es la mía, y a ello le dediqué un post (mas bien, la tanda fue doble), en el que demostré que esa sarta de falacias y mentiras ha estado rodando aproximadamente desde el 2006 sin el más mínimo análisis ni crítica de los números que han sido publicados por fuentes oficiales y ONGs, es decir, por el malévolo “sistema” y sus amigos. La verdad estaba online en esos informes. Que se haya falseado la realidad presente en éstos es culpa de los simpatizantes de la extrema izquierda, no de Google ni de la ONU.
La pereza mental se manifiesta de este modo a través de la falta de rigurosidad, el aprendizaje a toda velocidad, la omisión de pasos en la metodología científica, los sesgos y principalmente la expectación ilusa de las computadoras como doctas maestras en las aulas de clases. Mal utilizada, la WWW se convierte en un vehículo de oscurantismo y anarquía, como ocurre con el cibercrimen, pero bien utilizada contribuye a la democratización de la educación y al derrocamiento de la injusticia, como ha ocurrido en los países de la Primavera Árabe. Visto desde este ángulo, el conocimiento o la ausencia del mismo otorgan un poder con más valor que la fortuna de Bill Gates.
Increíblemente, el mal uso de la red es el pan de cada día. Leyendas urbanas, cadenas de email, tuits falsos y seudodocumentales se han difundido en un frenesí desenfrenado de afirmaciones gratuitas. La Wikipedia en español ha sido secuestrada por gañanes de la superchería que desprecian el escrutinio de los expertos y la comprobación de los hechos. Los creepypastas y los “top 10” de misterios insolubles repiten como guacamayas cosas que han sido inventadas, tienen años sin ser demostradas, han sido desmentidas o han tenido explicaciones lógicas. Las webs de lo paranormal y de ufología tienen galerías enteras de material audiovisual “perturbador” de ánimas en pena y de naves extraterrestres “auténticas”. Hay quienes se tragan estas tonterías, pero también hay quienes las refutan para mantener la cordura en este bullicioso zoológico virtual.
Hay quienes de hecho realizan actos de valentía mediante el ciberactivismo y el hacktivismo, como Julian Assange, de Wikileaks, que arriesgan su integridad por sacar al sol los trapos sucios de los poderosos. Personas como él han trascendido porque sus proyectos han atacado problemas concretos al meter el dedo en la llaga, al tocar puntos muy sensibles para los intereses de las autoridades como la corrupción y al hacer esto teniendo los pies sobre la tierra, es decir, con las ideas claras. Él está al tanto de lo que una dictadura es capaz y que le han puesto un precio a su cabeza. Indistintamente de si uno está o no de acuerdo con sus métodos o su filosofía de vida, es indiscutible que Assange se han convertido en un paradigma de la lucha virtual.
Claro está, el heroísmo puede confundirse errónea y peligrosamente con el vandalismo, el acoso y el amedrentamiento colectivo. En una ocasión, los animalistas del Internet acordaron una protesta frente a la oficina del que mató al león Cecil para insultarlo, para decirle “lindezas”; en otra, un grupo de ambientalistas se organizaron en línea bajo el llamado de Sofía Gatica para impedir que José Miguel Mulet diera una charla. Al ver estos eventos bochornosos, no puedo dejar de pensar que el siglo XXI es aquel donde la red traspasa sus fronteras para materializarse en situaciones que, si bien le ha pateado las pelotas al “sistema” como lo ha hecho Assange, se ha prestado para los linchamientos verbales que otrora se hacían quemando viva a la bruja frente a una turba de pueblerinos enfurecidos.
A estas alturas, su parecer sobre si es “pro” a “anti” cacería o transgénicos no es más relevante que la etología del activismo en la WWW, en la cual el fin nunca justifica los medios, menos aún si se ampara con el anonimato que en sí es un tema muy resbaladizo del que no profundizaré aquí para no extenderme demasiado. En líneas generales, el anonimato es permisible y hasta aceptable para preservar la privacidad y la seguridad de alguien que realmente está en riesgo (e.g., fuentes periodísticas) o que no quiera atravesar los avatares de tener un perfil público con su auténtico nombre, pero esa no es una patente de corso para cometer fechorías ni para andar de troll en cada blog donde se emita una opinión distinta a la suya. Enmascarar su ID para decirle al cazador-dentista que ojalá le zampen un balazo no le hace a usted un justiciero. Mínimo se gana una investigación por intento de homicidio; si le hallan culpable, le quitarán la careta.
No hay peor mal para el Internet que la coctelera mezcla del concepto de libertad con el de libertinaje. Anónimo o no, el que combina torpemente ambos términos cree que cuanto hace no tendrá repercusiones posteriores; es exactamente la misma clase de gente que le diría piropos sucios a una mujer bonita en la red (e.g., “estás para mamártela”), aunque no le soltaría tremebundas vulgaridades en la calle, de frente, porque le teme a las cachetadas. Ante estos abusos, las leyes se han modificado para recordarle a los usuarios que las acciones cibernéticas tienen reacciones en el poder judicial: de esta manera es como los directores de El Ciudadano fueron procesados penalmente por injurias contra un ex diputado. Ciertamente, con esto queda demostrado que el derecho a expresarnos no nos exime de responsabilidades.
Recapitulando las cavilaciones anteriores, se observa también cómo la red permea el intercambio de las ideas en los medios mainstream, los cuales hacen constantes referencias a las redes sociales y nutren sus noticias hasta con fotos de Instagram, aunque suponer que no acontece el efecto opuesto es ver el árbol en lugar del bosque. Para ilustrarles les hablaré de Porfirio Torres, quien no es un “creepypastero” sin pena ni gloria sino un locutor profesional con décadas de experiencia en el micrófono de las ondas hertzianas. Desde 1969, Torres y su equipo de producción han grabado más de seis mil relatos del programa radial Nuestro Insólito Universo que ahora están disponibles a través de SoundCloud.
La retroalimentación de lo virtual con lo mainstream y viceversa es incuestionable. Nuestro Insólito Universo puede escucharse incluso en Mumbai fuera de las restricciones de los horarios establecidos por la “Ley Resorte” debido a su nueva plataforma en la “nube”, los libros de papel compiten con sus homólogos en PDF, el cine ya se disfruta a la carta en Netflix o por descargas piratas, en la red hay transmisiones en vivo de conciertos y aunque es un periódico italiano, el Corriere della Sera puede leerse en la Patagonia porque se ha hecho digital. Con estos y una infinidad de ejemplos más, la comunicación de esta época vaticina el futuro. Por este motivo sostengo que los medios “tradicionales”, lejos de desaparecer, van a seguir su evolución de una manera tan revolucionaria que serán redefinidos por las pisadas del teclado. Los embaucadores, sin embargo, aún estarán al acecho. Ni todo el Internet es bueno, ni toda la televisión es mala.
Internet es por ende el lugar en el que mucha gente, creyéndose libre, puede hacerse esclava de sus sesgos en los pasadizos que los hacen caminar directamente al minotauro; es aquel espacio donde suele pensarse que uno ha escapado de aquellas siniestras maquinaciones que presuntamente nos quieren cegar ante la realidad. Es la plataforma en la cual los más necios pensamientos sobre la verdad “ocultada” por las corporaciones deambulan pidiendo una libertad de expresión que se les ha conferido sin interrupción, en un océano de palabras donde la desinformación nada mimetizada como algo digno de confianza en una “caja” que vendría siendo ya no la del televisor, sino la del monitor, el smartphone o la tablet.
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