Reflexiones mediáticas (I/III)

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Los ataques a los medios tradicionales de comunicación se suelen centrar en la mediocridad, en la parcialidad y en la falsedad de la información, aparte de que éstos distraen a la gente para desviar la atención de sus problemas reales mediante patrañas publicitarias y una “guerra mediática” en la que un lobby quiere mantenernos bajo su yugo político-económico. No obstante, ¿en qué se basan estas afirmaciones tan osadas? En falacias, generalizaciones, mentiras, medias verdades y teorías desechadas, mas no en hechos demostrados. En una ignorancia supina conspiranoica de la que me ocuparé de discurrir, aunque sea sucintamente, en cuanto a lo relacionado a los medios tradicionales: la radio, la televisión, el cine y las publicaciones periódicas escritas.

Durante años, la comunicación humana ha sido una incuestionable necesidad que se ha refinado progresivamente a través de la tecnología, la cual ha dado a millones de personas un sinnúmero de datos que otrora estaban disponibles para una minoría. La veloz circulación de la información ha socavado las bases de un monopolio que tiene más posibilidades de lograrse en un país déspota donde se cercena la libertad de expresión y de pensamiento; en un país cuyos medios de comunicación sólo sirven a los intereses de un gobierno que se deshace de la competencia o le hace la vida imposible. Aunque no es el único ente en realizar prácticas antiéticas, el Estado tiene los recursos legales y políticos suficientes para consumar un objetivo de esta magnitud.

Hollywood y sus aliados estadounidenses parecen ser los equivalentes del totalitarismo estatal porque supuestamente manipulan a las masas foráneas para que sus gustos cuadren con su colosal mercado cinematográfico y musical. Este megamonopolio, empero, suena demasiado bueno para ser verdad; si fuera cierto, Hayao Miyazaki habría caído en bancarrota, así como cualquier disquera o casa cinematográfica del resto del mundo; la única moda provendría de Nueva York. Cuando mucho, las compañías norteamericanas dominan el pedazo más extenso del pastel occidental tanto como lo hace Bollywood en Asia; son macroindustrias cuyo trabajo se proyecta internacionalmente en plena era de la globalización.

Vale aclarar que el monopolio no necesariamente surgió para someter a la población, sino que respondió a un momento histórico en particular. Así, el primer periódico de una nación cargaba con todo el peso de mantener informada a la gente, pero esta responsabilidad se pluralizó a medida que se creaban más diarios o se incorporaban la televisión y la radio, lo cual hizo que este control total perdiera su vigencia. Eso sí, las grandes cadenas de prensa, televisión y radio sobrevivieron, aunque adjudicarles un monopolio mediático puro es un tanto aventurado; a lo sumo son medios principales de comunicación, los mainstream. Los medios que desafían esta corriente, o al menos la flanquean, son los alternativos.

El estereotipo conlleva a más de uno a etiquetar apresuradamente el contenido de un medio de comunicación según una percepción en la cual los canales “oficiales” son timadores que obedecen a las corporaciones transnacionales, mientras que los alternativos tienen una probidad intachable sin tener encima un Gran Hermano que le dé órdenes, y viceversa. Sin embargo, la dicotomía mainstream/alternativo es confusa y se presta para valoraciones arriesgadas porque ningún medio está libre de pecado, pues no hay una televisora, emisora o prensa que sea inmune al sesgo, a la equivocación, a la tergiversación y al embuste; la prevaricación está anclada al lenguaje de nuestra especie. La perfección mediática es un sueño inalcanzable, por lo cual exigir aciertos al cien por ciento es pedirle peras al olmo. Ni siquiera CNN podría cumplir una petición tan ambiciosa e ilusoria como esta.

Hay, empero, una delgada línea que demarca la diferencia entre los medios que se atienen a los hechos y los que se desentienden de ellos. Por ende, no todos los medios de comunicación son iguales porque éstos tienen un nivel distinto de apego a las evidencias. Por eso Al Jazeera tiene más seriedad que Russia Today; porque hasta donde tengo entendido no divulga conspiranoia. Adicionalmente, hay medios modestos en su proceder como Der Spiegel, pero hay otros que presumen de poseer una superioridad profesional como si la objetividad fuera una propiedad exclusiva de ellos. Venezolana de Televisión, por ejemplo, tiene una pedantería en la que se cree la verdad absoluta; cualquier canal que le difiera en su parecer político no tiene la razón y es tachado de colaborar con “la derecha”.

Las bifurcaciones también distinguen, con sus virtudes y defectos, lo oficial y lo no oficial, además de lo mainstream y lo alternativo. Los medios oficiales tienen la ventaja de proveer la información con formalidad y unanimidad de cara al Estado, a la nación que representa y a sus vecinas, pero tienden a centralizar la comunicación, lo cual es peligroso en épocas dictatoriales, como lo fue el Ente Italiano per le Audizioni Radiofoniche; una radio italiana que sirvió para transmitir las novedades y la propaganda en pro del régimen de Benito Mussolini. Los medios no oficiales, por su parte, tienen el inconveniente de que pueden incurrir en los mismos sinsentidos de los oficiales, aunque su fortaleza está en su capacidad de mostrar una gama más amplia de puntos de vista que superan las barreras de las fuentes de autoridad.

¿A qué se deben estas desigualdades de los medios tradicionales? ¿Por qué nunca hay un consenso en ellos? El origen de estas disparidades seguramente tiene varias ramificaciones, aunque la raíz puede estar en sus directrices. Los canales de televisión, emisoras radiales y periódicos son emisores que tienen una visión concreta al exteriorizar sus mensajes, los cuales tienen como propósito satisfacer la demanda de los miles (e incluso millones) de receptores. La programación variada que vemos a diario se debe a que cada cabeza es un mundo independiente de ideas disímiles cuyas asperezas se liman mediante el diálogo y el debate. Por eso es lógico que los partidos de baloncesto no estén en Discovery Channel, ni que los documentales salgan en ESPN, ni que El Universal tenga exactamente las mismas noticias que The New York Times; porque ningún medio de comunicación, por grande que sea, puede ser omnisciente ni omnipresente.

Desde luego, la intencionalidad del emisor no se limita a la difusión de la información y de la programación tanto en los medios mainstream y oficiales como en los alternativos y no oficiales. Con la publicidad y la propaganda ocurre lo mismo porque se busca promocionar la compra de un producto, la suscripción a un servicio o la adopción de una mentalidad determinada mediante diversas estrategias en las que la retórica tiene más peso que los hechos. Por consiguiente, en la publicidad y la propaganda no se despliegan argumentos elaborados ni se explican las cosas como lo haría un divulgador científico, sino que se orientan a persuadir o disuadir de algo a los espectadores. Una muestra de ello se puede ver en el anuncio comercial del “Limpiador de pocetas MAS”.

(Toc, toc, toc) ¡Puede pasar con confianza! Va a verme limpiecita como un sol.

¡Soy yo! Me aseo con el limpiador de pocetas MAS; que desmancha más, que desinfecta más, que limpia más y no daña.

Límpienos con el limpiador de pocetas MAS.

El retrete parlante, cuya voz femenina tiene un carácter expresivo en amabilidad, nos invita a comprar MAS sin darnos pruebas de por qué “desmancha más”, “desinfecta más”, “limpia más” y “no daña”, aunque nos deja la tentación de adquirir el limpiador; una tentación a la cual podemos rehusarnos por cualquier motivo. Este paradigma se observa, aunque con otras estrategias, en combos de hamburguesas, bebidas energéticas, (seudo)medicamentos, perfumes, cosméticos, automóviles, relojes, pólizas de seguros, paquetes de viajes en crucero, locales comerciales, servicios de televisión por cable y adelantos tecnológicos.

Sin embargo, el consumo material es débil comparado con las imposturas ideológicas, las cuales son fuertes porque arrojan a la mesa de póquer las cartas del colectivismo, de los sentimientos, de la fe y de la lealtad al grupo. La persuasión aquí es más agresiva debido al uso frecuente de sofismas en las cuales se exhorta al individuo a aceptar el sistema de creencias del mercader intelectual para obtener premios inmateriales; rechazar la oferta se traduce en estar por debajo de los estándares morales que explotan las sensaciones de culpabilidad y vergüenza. Por nombrar un caso, las propagandas del veganismo se especializan en estas argucias porque implícitamente asocian los hábitos alimenticios con criterios éticos que deben estar en consonancia con el bienestar del ecosistema.

Las campañas electorales, militaristas, evangelizadoras y de proselitismo político son trozos de tela cortados con la misma tijera, aunque su horizonte persuasivo tiene pensamientos más dogmáticos. La falta de objetividad, la estigmatización del adversario, la presencia de una agenda y la manifestación de ideologías exacerbadamente polarizadas son rasgos que están en algunos medios parcializados decididos a levantar sus banderas con el objeto de batallar una cruzada en la que hay una división tajante entre “ellos” y “nosotros” para arrimar la brasa a su sardina (aunque la población es heterogénea y tiene un cerebro con la facultad de juzgar lo que ve, oye y lee). El extremismo en estos medios tiene dos facetas en la distorsión de la realidad: la distópica, en la cual el acontecer cotidiano es apocalíptico, y la utópica, en la cual este acontecer es flemático; la Venezuela de la extinta Radio Caracas Televisión (RCTV) era infernal, mientras que la del Correo del Orinoco es paradisíaca.

El amarillismo, el sensacionalismo y la desinformación mezclada con programación basura cuya decadencia empeora con el tiempo, como lo es la ufología en History Channel, son temas que conciernen a los medios de comunicación, sea cual sea su tendencia o su ubicación en las dicotomías ya descritas. Los reproches al respecto han tenido sobrado fundamento; sin embargo, hay que ser cautelosos con estos señalamientos porque también hay medios comprometidos con la verdad que combaten la ignorancia, como la revista Scientific American, y otros que todavía conservan la cordura en sus transmisiones, como National Geographic. Además, hay que recordar que los tabloides periodísticos, los libelos difamatorios, los sueltos y las columnas de opiniones radicales y tendenciosas no son inventos del siglo XXI sino que son más viejos que Matusalén; en Inglaterra, The Morning Chronicle (1769-1862) publicó numerosos escritos que favorecían la independencia de las naciones de la América Española.

Los “virus” que se cuelan en los medios tradicionales de comunicación son huesos duros de roer, principalmente a nivel jurídico. Allí hay un interesante debate sobre el proteccionismo en la programación y el contenido de los medios tradicionales: ¿puede una ley hacer que la producción nacional sea tan competitiva como la extranjera? Quizás, quizás no. La intención de preservar los valores de la idiosincracia del terruño es loable, pero tiene dos contrapesos: uno, que “lo nacional” no es sinónimo de bueno, y dos, que estas herramientas legales son armas de doble filo. Lo son porque por un lado evitan que los medios actúen a sus anchas sin esperar repercusiones, pero por el otro son los garrotes de la (auto)censura, los cuales tratan al público como un ente pueril que merece la vigilancia paternal, como un grupo de autómatas acéfalos que no saben pensar ni valerse por sí mismos. Durante el fascismo de Franco, los afiches de películas eran retocados; en la actualidad, hay leyes que tachan groserías en las canciones, escenas de sexo en los filmes y hasta mujeres semidesnudas en los carteles publicitarios.

El tabú ha sido ―y es aún― impreso con tinta de preceptos ultraconservadores, pero el efecto Streisand se ha encargado de ridiculizarlo, como ocurrió con el escándalo de Shakira y Rihanna en el videoclip de Can’t Remember to Forget You. Por ende, el rol pedagógico de los medios tradicionales ha sido discutido ampliamente, aunque también han sido vapuleados por reducir sus segmentos didácticos en favor de programación y publicaciones intrascendentes o inclinadas a la diversión. Sin embargo, si nos ponemos en la posición del abogado del diablo, entenderíamos que esta crítica es demasiado severa y refleja una pereza mental en la cual les hemos delegado a los medios una tarea que comienza en el hogar y en las aulas de clase.

Al fin y al cabo, los medios tradicionales de comunicación no son bibliotecas, ni laboratorios, ni universidades, pues fueron hechos para informar y pasar un rato de ocio, tal como una raqueta fue hecha para jugar tenis y un diccionario fue fabricado para saciar nuestra sed de vocabulario. Por eso planteo mi duda sobre el consejo conocido como “apaga el televisor y enciende tu mente”: porque la irracionalidad está expuesta en cuantiosos libros y circula en el ciberespacio. El Internet tiene paradojas y flaquezas que nos obligan a reconsiderar las críticas a los medios en su plataforma física y ver que la red, con todos sus prodigios virtuales, no está exento de padecer los mismos males que atañen a la radio, la televisión, el cine y las publicaciones periódicas escritas.

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2 comentarios en “Reflexiones mediáticas (I/III)

  1. Agrego que los que se quejan de que los medios los hace estúpidos e ignorantes, se me hace que es para evadir responsabilidades y culpar de ser ignaro a otros, pero exhibir pereza mental y falta de razón al tratar con información que le llega.

    Siempre pensé, aunque suene nimio, que si la TV o la radio manipulara, en lugar de decir: «no se vaya/ya regresamos/volveremos con más» no tendrían botón de apagado y sería obligatorio estar pegado a estos, pero uno puede elegir a gusto y tiene para algo el cerebro… Pero si los conspiranoicos le echan la culpa de su idiotez a los medios o es cierto esa paranoia y son idiotas o están culpando a otros por su ignorancia, en lugar de salir de esta.

    • Saludos, Gladwin, muchas gracias por comentar. Cuando dices «si la TV o la radio manipulara, en lugar de decir: “no se vaya/ya regresamos/volveremos con más” no tendrían botón de apagado y sería obligatorio estar pegado a estos», recuerdas justamente la distopía orwelliana de 1984 con sus telepantallas. Las telepantallas orwellianas no tenían botón de apagado y más que eso; ni siquiera podías cambiar de canal porque de todas formas era el único que había, el del Estado.

      En sí, lo que olvidan muchos de esos que hablan de la «manipulación de los medios» es que entre esos medios está el Internet. De eso hablo en la segunda parte.

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