Venezuela Bananera en Marcha (II)

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A su debido tiempo, probablemente en la tercera entrega de esta serie indefinida de entradas, haré mis críticas hacia la oposición venezolana y los partidos políticos que la componen (aunque el chavismo no sale indemne de este caos politiquero), pero he tenido compromisos que me han absorbido el tiempo que normalmente dedico a investigar para los propósitos de este blog en el cual tengo la costumbre de utilizar enlaces y no pocas citas textuales. Por ello, aquí me centraré en poner en tela de juicio las presuntuosas virtudes criollas que, aunadas a varios defectos, conforman la masa deforme patriotera que se regocija en su incesante pedantería tricolor.

Efectivamente, es menester un cuestionamiento crítico y una condena de los cimientos socioculturales del bananerismo venezolano además de la venezolanidad en sí misma, los cuales sólo contribuyen a generar una visión de la nacionalidad que en realidad es un espejismo de estereotipos autoimpuestos. Las supuestas bondades de la “Pequeña Venecia” encierran paradojas, contradicciones y falacias cubiertas con engaños autocomplacientes respecto a su futuro, su presente y su pasado. La idiosincrasia criolla todavía fantasea con los mitos acerca del terruño en una caverna platónica llena de apariencias.

Conviene, pues, un desafío severo de la identidad nacional de Venezuela y una crítica a quienes la promueven con irresponsable ignorancia o de mala fe. Así, lo que nos hace venezolanos debe ser, de ahora en adelante, no un motivo de orgullo irracional colectivo sino un estímulo indetenible de crudas reflexiones que contienen las verdades que a muchos les resultan muy incómodas. Ya basta de mentiras piadosas para demostrar que el venezolano es “chévere” porque sí. Estoy harto de eso.

1. Hijo ni tan pródigo

Venezuela no es un país privilegiado sino el fruto accidental de decisiones geopolíticas que desde la Colonia hasta la independencia ―y un poco más allá― trazaron sus confines hasta encerrarlo en un espacio en el cual por casualidad se halla una inimitable variedad en su naturaleza. Esta excentricidad, si bien tiene algo de credibilidad, tiene en su trasfondo un aire de arrogancia porque se alimenta un complejo de superioridad en el que Venezuela parece ser especial sólo por tener a la vez varios parajes de distintas características. Sin embargo, esta prepotencia criolla es un globo fácil de desinflar. ¿Somos desierto, selva, nieve, volcán y quizás más que eso?

  • Desierto: Atacama, Sahara, Gobi y Arizona son más que topónimos; son regiones donde lo que sobra es la arena y el calor “amansaburros”. Los médanos de Coro para nada los superan.
  • Selva: con la salvedad del Autana, el Auyantepuy y el Salto Ángel, la Amazonia es un tesoro vegetal que compartimos con otras naciones, particularmente con Brasil. De hecho, hay zonas boscosas en otras partes del mundo tan importantes como las de Venezuela, como el Parque Nacional Redwood en los Estados Unidos y los pulmones verdes del Congo.
  • Nieve: el pastel de las cadenas montañosas repartió sus rebanadas más altas y frías en otras áreas del globo terráqueo como Perú, Suiza y el Tíbet. Ergo, el páramo de los Andes venezolanos es una mota de algodón situada en medio de los Andes sudamericanos.
  • Volcán: no hay volcanes en Venezuela.
  • Llanura: Barinas, Apure, Portuguesa, Cojedes y Guárico son estados con planicies que también se pueden encontrar en Colombia y en el Serengeti africano, entre Kenia y Tanzania.
  • Costa: me han contado que Chichiriviche, Higuerote, Cayo Sombrero y Margarita son sitios buenos para pasar un día de playa, aunque este entretenido propósito vacacional también puede lograrse en Hawaii, las Bermudas, Jamaica, Curazao y Tahití. Las islas polinesias tienen prodigios que no se ven en las caribeñas, y viceversa.
  • Urbes: encuentro más atractiva la Venezuela rural que la urbana. Las ciudades que considero más decentes son Mérida y Barquisimeto, y quizás alguna que no conozco aún. Para mí, Caracas, a diferencia de Boconó, es una lugar espantoso.

Resumidamente, no es que Venezuela sea un país feo, no; Venezuela, en términos de maravillas naturales, abarca mucho pero aprieta poco. Este planeta parió montones de hijos, mas no sintió predilección por ninguno de ellos, ni siquiera por Venezuela: la nación cuyo estatus de haber sido “bendecida por Dios” es puro cuento chino, un sofisma que cae por su propio peso. Subestimar el monte Fuji por ser extranjero es una actitud tan absurda como sobreestimar el Pico Bolívar por ser de nuestra tierra. Es más; si Venezuela es un país rico solamente por lo que esté en su tierra, ¿por qué hemos tenido tantos gobiernos que han dilapidado esta singular ventaja con su corruptela? Porque no han comprendido que la base de la riqueza no está en la materia prima, sino en el trabajo que se hace con ella y en el modo en que se administran los recursos económicos producidos con ese trabajo. Es decir, que el petróleo no trae comida a la mesa; el comercio de sus derivados sí.

A ver, analicemos un poquito más. Si la mentalidad venezolana fuera menos superficial y profundizara un poco más allá de sus narices, se daría cuenta que nuestro país tiene el mismo nivel de riqueza que el de un borrachín que además de tirar su sueldo en el vicio del licor le pega a su mujer, obliga a sus hijos a pedir limosna en la calle y los intimida al decirles que pasarán penurias si se van de la casa. En este sentido, Venezuela es el hombre ebrio que por dárselas de macho adinerado se entregó al alcoholismo, abandonando en consecuencia sus responsabilidades en el hogar. Por tanto, Venezuela no es un país rico ni es un país rico lleno de gente pobre de mente; simplemente es un país pobre, un país miserable que para ocultar el estado de indigencia en el que se encuentra se cubre su vergüenza con caretas tan coloridas como los paisajes hermosos pintados por el respetable Anton Goering. Es un país de porquería. Lo digo sin pelos en la lengua y sin medias tintas.

2. Se venden pasteles

El chauvinismo deportivo es muy molesto, sea en temporada de campeonato mundial o no. Este virus está por doquier, aunque la infección en Venezuela es irrisoria porque está sustentada con un seudoargumento que en realidad es una descarada apelación a la lealtad: si apoyas a una selección que no sea “la vinotinto”, a un piloto que no sea Pastor Maldonado o a un beisbolista que no sea Johan Santana, entonces eres un “pastelero”. Seguramente en otras latitudes se emplean términos igual de despectivos y denigrantes para quienes no son lo suficientemente fieles al deporte que ondea con la bandera local, aunque ello también puede aplicar a la producción cinematográfica, a las bondades naturales explicadas arriba e incluso a la gastronomía.

Recientemente hablé con una amiga italiana que me manifestó su enconado desprecio por el cine de la nación de Dante; aunque no comparto su dictamen (me encantan filmes como Il Postino, Cinema Paradiso, Il Vangelo secondo Matteo y La dolce vita), este desacuerdo no me da derecho a tacharla de traidora a su país. Aplicando esta lógica a nuestras tierras, nadie deja de ser venezolano ni disminuye su venezolanidad por el hecho de preferir lo foráneo a lo nacional; esa es la falacia del verdadero escocés. No soy menos criollo que los demás porque me guste más “la naranja mecánica” que “la vinotinto”, más Michael Schumacher que Pastor Maldonado y más el fútbol de la UEFA que el de la FVF en el torneo de apertura; en suma, no me entusiasma ir de paseo a la Colonia Tovar, ni comer chigüire en Semana Santa, ni presenciar el carnaval guayanés (de hecho, me gusta el veneciano) ni ver el campeonato de la LVBP. No soy caraquista ni magallanero; es más, me importa un comino el béisbol.

Adicionalmente, no existe el más mínimo deber moral, intelectual o legal que nos ate en un matrimonio forzado con las figuras venezolanas que se han proyectado en el exterior, pero la cultura ha hecho presión con el objeto de perpetuar estos lazos de “amor” que son mas bien de coacción, de obligación y de exhortaciones obsesivas basadas en criterios tradicionalistas que se extienden hasta en la música. El folclor venezolano nos persuade de brindarle nuestro incondicional apoyo a todas las producciones nacionales, incluyendo las mediocres. Creo que esa actitud se debe rechazar porque la mala calidad de algo no se puede premiar ni perdonar sólo porque tenga el sello “hecho en Venezuela”.

Lo siento, Hany Kauam, no todo es arte. Analiza.

Por cierto, y a modo de dato curioso, el “pastelerismo” tiene un significado que muchos aún no conocen o no comprenden bien. En El general en su laberinto, Gabriel García Márquez lo definía como un acto en el que alguien saltaba la talanquera para subirse al carro del vencedor por mera conveniencia y oportunismo político, por simple y llana viveza. Toma nota de eso, José Vicente Rangel.

3. El árbol caído

La “viveza criolla” no debe entenderse como la cualidad positiva de los venezolanos para sacar provecho de circunstancias únicas ni la aptitud de la ciudadanía para superar situaciones adversas, sino la capacidad que tiene el pueblo o el individuo para pescar en río revuelto, abusar de la confianza ajena y hasta tomar como suyo algo que no le pertenece, como quien roba la caoba talada por otra persona para hacer leña con ella. De esta manera, la “viveza criolla” es el comportamiento social más execrable de Venezuela porque de él se desprenden otros síntomas como el compadrazgo, el “pastelerismo” de Gabriel García Márquez y el “jalabolismo”. En medio de esta situación económica difícil que vivimos, es increíble que muchos venezolanos creen que actúan así:

Cuando al menor impulso de sus más bajos instintos de anarquía actúan así:

A nivel colectivo, la “viveza criolla” convierte a los venezolanos en depredadores, en una jauría de lobos eternamente hambrientos que no puede avistar una gacela sin sentir ganas de trocearla a mordiscos, como niños enloquecidos por los dulces cuando se rompe la piñata. Como muestra de ello, no más le bajaron los precios a Daka cuando la gente ocupó el comercio como sardinas en lata, aunque fue para llevarse de allí mercancías que no se iban a pagar. Por consiguiente, Daka sufrió un saqueo despiadado e inescrupuloso. Yo ahí no vi justicia social ni distribución “robinhoodiana” de la riqueza, sino un latrocinio populachero.

Yo ahí vi un DE-LI-TO.

He aquí el elemento más distópico de Venezuela que deja en ridículo la ciencia ficción de Fritz Lang. Cuando veo los anuncios en televisión contra las compras nerviosas, lo primero que dicen los artistas es que confiemos en nuestro país; sin embargo, despelotes como los del “Dakazo” sólo me hacen perder la fe en Venezuela y en la cúpula roja que la gobierna. Si no creo en Dios, ¿por qué tengo que creer en Venezuela?

4. Porque yo soy optimista

Hace unos años leí un post de mi amigo David Osorio en el que habló sobre lo inconveniente que es seguir al caletre el refrán a mal tiempo, buena cara. No pude sino estar de acuerdo con él cuando escuché una canción de Carlos Baute titulada Yo me quedo en Venezuela, cuya letra es repulsiva, pues tiene dosis letales de buenrollismo mezcladas con un coctel etílico de pensamientos conformistas, reaccionarios y derrotistas, como “no me importan los colores/ni la magia electoral/con todo y eso me quedo/este es mi país natal”. ¿Se quedaría Ud. en el “país natal” si metafóricamente equivaliera a vivir en una pocilga de bahareque cuando lo idóneo es mudarse a una vivienda salubre? Yo no.

La canción de por sí es una sustancia venenosa que si hubiera permeado en la Alemania de la Guerra Fría jamás le habría permitido a la nación germánica derrumbar el Muro de Berlín salvo en su propia imaginación. A mi juicio, Baute es un tipo tan falso e hipócrita que ni siquiera se cree la farsa musical en la que él está involucrado. Y ojo que esto no es invento mío; tan doble cara es Baute que vive en el extranjero desde hace tiempo y no tiene la delicadeza de admitir ante su público la patraña que él hizo desvergonzadamente.

Desgraciadamente, aún hay quienes se tragan este tipo de mensajes esperanzadores “a lo Baute” que se cimentan en ideales ilusorios impulsados por dizque videntes como Reinaldo dos Santos. Hasta la fecha, Reinaldo no ha acertado una sola profecía, pero aún así insiste en predecirle a Venezuela un mejor porvenir. Este charlatán es un vendedor de humos magufos reciclados, como los santeros y los paleros.

Y lo peor es que nos enorgullecemos de tener creencias absurdas como el culto a María Lionza. Venezuela no va a salir del subdesarrollo mientras en su mentalidad popular se prefiera curar una gripe con brujería que con medicina científica, lo cual nos dice que este es un país rico, riquísimo, pero en ideas locas, irracionales y hasta perjudiciales que sería mejor refutar y desechar. Creemos ingenuamente que con ese pensamiento supersticioso nos estamos haciendo un favor cuando en realidad nos estamos haciendo daño.

5. Herencia y querencia

En teoría, Venezuela está libre de la desigualdad social, así como del racismo, del clasismo y de la xenofobia. No obstante, cuando escucho la música folclórica de mi país encuentro no pocos retazos de preceptos retrógrados del siglo XIX, pues su léxico utiliza con frecuencia palabras afines a “casta” y fórmulas lingüísticas que denotan la presencia de un linaje que debe permanecer impoluto. Por ejemplo, uno de los álbumes de Luis Silva se llama Estirpe que no se vende, lanzado en el 2006; allí se sugiere, implícitamente, que hay una pureza étnica inmune a influencias extranjeras.

De hecho, Venezuela también tiene imágenes de pureza cultural que parten de las fibras étnicas. En el regionalismo de Ricardo Aguirre, la gaita zuliana es inmaculada (“Por favor la melodía/no la maten que es zuliana/es muy hermosa, indiana/gallarda, heroica y bravía”), reacia al cambio (“Por ser nuestra herencia fiel/la gaita en la navidad/debemos la de querer/y dejarla como está”) y tiene como acérrima enemiga la innovación (“Y si es por evolución/que la quieren innovar/no se atrevan pues su son/es puro y tradicional”). Así lo dice su canción Soberbia Gaitera.

En Sentir zuliano la pureza cultural va un paso más lejos y le otorga al estado Zulia un estatus de supremacía en el que al resto del país se le mira por encima del hombro, razón por la cual dice que “Yo no soy regionalista/pero a mi Zulia lo quiero/porque sé que es lo primero/de Venezuela en la lista”. ¿Y qué hacemos con el resto del país, lo marginamos o le damos menos privilegios que los que supuestamente tiene el Zulia por derecho?

La estratagema de Sentir zuliano también está en varias canciones que hablan de Venezuela en general, con el mismo discurso adulador vinculado a sus bellezas naturales, a su fantástica gente y, desde luego, a sus bonitas mujeres, como si la hermosura femenina fuera propiedad exclusiva de Venezuela (dígalo ahí, Osmel Sousa). Visto desde esta perspectiva, Venezuela es un país que aún no ha aprendido lo que es el valor ético de la modestia. En Venezuela es más la bulla que la cabuya.

Coda

Han pasado varios años desde que tuve mi última conversación con José (no recuerdo su nombre de pila, por eso lo llamaré así en los párrafos que siguen), el nativo de la etnia jivi. En ese entonces él lucía una vestimenta elegante y unas ganas enérgicas de estudiar en la universidad. José quería un título y un empleo bien remunerado que le permitiera ayudar a su familia en La Gran Sabana a mejorar su estilo de vida. José quería progresar y que otros lo hicieran. José rompió con los esquemas conservadores del multiculturalismo porque se alejó de su aldea y demostró que los indígenas no eran animales de zoológico que debían estar confinados en un sitio apartado para preservar su cultura de la civilización moderna. Por tanto, José se dio cuenta de que no podía encapsularse en el pasado como si fuera un fósil arqueológico humano y que la clave del éxito de su pueblo consiste en evolucionar, en admitir que la “sabiduría ancestral” estaba equivocada.

El triunfo de José radicó en reconocer que fuera de su etnia sí había salvación, si bien para cumplir su cometido él tuvo que abrir su mente ante nuevas ideas y se arriesgó a vivir adaptado a un mundo citadino que no conocía. Además, a José le tocó comunicarse siempre en español porque ningún habitante de la ciudad hablaba su lengua materna. Pese a las peripecias que vivió, José avanzó en su carrera y adoptó una visión más crítica de su etnia, aunque eso no quiere decir que él haya renegado de sus raíces y tampoco que haya disminuido su nivel de identidad indígena. A decir verdad, las metas de José requerían conocimientos que iban más allá de lo que su pueblo jivi podía o quería otorgarle, de allí que la salida de José de su aldea rural fue evidentemente justa y necesaria.

Miro la experiencia de José y todavía me pregunto por qué los primeros en discriminar a los venezolanos que emigran de nuestro país son precisamente otros venezolanos que los observan con desdén y desprecio, como si buscar fortuna en el extranjero fuera un culturicidio. ¿Por qué mas bien no los felicitan por haberse quitado de encima el rancho mental en el que aún prefieren residir millones de criollos? De pana, piensen en los indígenas que salen de sus chozas para conocer los beneficios de la ganadería, los supermercados, los hospitales, la agricultura a gran escala y las bibliotecas. Hay que tener tremenda cerrazón cerebral como para pensar que un éxodo como el de los aborígenes es peor que hacer kilométricas colas para comprar un kilo de leche, si es que se consigue; mientras corregía esta entrada, tuve que interrumpir mi productividad para ir corriendo a Farmatodo porque dijeron que había jabón de baño, pero cuando llegué, ya era demasiado tarde. En la tienda no tenían ni una mísera panela.

Pero tenemos patria, dirán los que tienen la cabeza en las nebulosas.