Describir el país del Sol naciente es una ardua labor en la cual la comunidad nipona, conformada por sus ciudadanos, se confronta con los hechos trascendentales en el tiempo que perduran en su memoria. Aparentemente, esta tarea puede equipararse a la que se ha realizado con las naciones occidentales, aunque en Japón hay un complejo paradigma digno de ser estudiado y comprendido sin prejuicios. Por ello, la historiadora angloaustraliana Tessa Morris-Suzuki ofrece al respecto un análisis con una visión orientalista en Cultura, etnicidad y globalización. La experiencia japonesa (Re-Inventing Japan: Time Space, Nation, en inglés).
En el primer capítulo (Introducción) la autora da una sinopsis del contenido del libro y expone el problema primordial al que se enfrenta su investigación sobre Japón, así como la justificación y los objetivos del mismo. Morris-Suzuki sostiene que “si se quiere llegar a decir algo es necesario generalizar, y por eso usamos categorías conceptuales que nunca podrán captar la sustancia fluida e iridiscente de la realidad en toda su complejidad” (p. 1); inmediatamente después añade:
(…) las categorías que usamos comúnmente para estudiar un fenómeno como “Japón” ―nación, cultura nacional, sociedad japonesa, pueblo japonés― dejan demasiadas preguntas sin resolver, y por ello deben ser examinadas con más atención de la que se le ha dado hasta ahora. Como es sabido, las líneas divisorias entre grupos nacionales, étnicos o de otra identidad se han convertido en temas de intenso debate en los últimos años, (…). Pero en medio de este debate, términos clave como “cultura”, “etnicidad” e “identidad” se suelen proferir con tanta despreocupación que se han convertido en obstáculos en vez de ser un apoyo para entender mejor.
Morris-Suzuki no tiene la intención de reestructurar la idiosincracia japonesa ni de innovar en los criterios étnico-raciales nipones, sino de “ahondar en las categorías de pensamiento que son la base de los conceptos de nación ―las nociones de cultura, raza, etnicidad, civilización y de Japón mismo”, además de “descubrir cómo esas categorías se han utilizado en el contexto japonés” (p. 2). Este análisis, si bien se enfoca en sólo una porción del continente asiático, se caracteriza por su amplitud, ya que se tratan las “líneas divisorias” como estructuras dinámicas que pese a haber sido creadas por “dogmas fosilizados” se prestan para “la intersección, la multiplicidad, la movilidad y el cambio” (p. 7).
Las “líneas divisorias” sociopolíticas las podemos encontrar en el segundo capítulo (Japón), en el cual Japón no es un país cuyos confines han sido definidos por la naturaleza ni es un castillo aislado por un foso, sino “un ente moderno cuyas fronteras se trazaron a mediados del siglo XIX y han sido motivo de contienda durante gran parte del siglo XX” (p. 9). En suma, se explica cómo estos linderos tuvieron “tres puntos de vista” que interactuaron a lo largo del tiempo y del espacio.
- Norte: los ainu (pp. 11-13) eran una sociedad de cazadores, pescadores y agricultores dependientes del comercio; por tanto, la presencia de extranjeros era algo habitual para esta comunidad, la cual se distinguía de las demás con términos como rebunkur (“clanes de ultramar”) y yaunkur (“clanes de la tierra”) para los asentamientos ainu colindantes, y shisham (“vecino”, si se une a otras palabras ―yaunshisham, “vecinos de la tierra”) para aquellas personas de territorios ajenos al ainu como los rusos y los norteamericanos. El vínculo económico entre los ainu y los japoneses pasó de ser una mutua cooperación a una dominación en la cual los primeros se subordinaron a los últimos; el auge del shogunato Tokugawa, en 1603, marcó el inicio de este declive diplomático bilateral.
- Centro: en los japoneses urbanos (pp. 13-16), el público en general difícilmente se interesó por explorar su identidad hasta mediados del siglo XVIII; de hecho, “kuni (“país”), cuando se usaba, se refería con más frecuencia a la región o dominio local que a Japón en su conjunto”. Sin embargo, la población más instruida tuvo una mayor preocupación en determinar “el lugar de Japón en el mundo” desde el siglo XVI, aunque este deseo no fue firme sino en 1772. La distinción entre Japón y las naciones circundantes tuvo comienzos iconográficos mediante biombos decorativos, cartográficos mediante mapas, bibliográficos mediante enciclopedias y literarios mediante compilaciones de cuentos y relatos en los cuales la barbarie se situó en rincones desconocidos y alejados del terruño metropolitano nipón; los parajes más extraños tuvieron denominaciones como “País de los pigmeos”, “País de los gigantes”, “País de los hombres pájaro”, “País de los dragones”, “País de la gente con un ojo” y “País de la gente con una pierna”.
- Sur: el reino de Ryukyu (pp. 16-18) estuvo a la par del Japón central en cuanto a la actividad intelectual, mas no en el poderío político-militar debido a que su localización geográfica lo hizo vulnerable a las presiones de los chinos, los coreanos y los japoneses. No obstante, este obstáculo se podía flanquear; el pequeño país se encontraba en una valiosa ruta comercial marítima que lo enriqueció sin cortapisas hasta el arribo de las fuerzas de Satsuma en 1609. De allí en adelante, Ryukyu exigiría a China lo mismo que le era exigido desde el shogunato en Japón: el cobro de tributos.
Posteriormente, Morris-Suzuki habla sobre cómo las distinciones entre los susodichos “tres puntos de vista” ya no eran construcciones sociopolíticas autónomas sino una norma impuesta por el Japón central, la “piedra angular” que fue en dirección al Norte y al Sur, los dos polos de su periferia (pp. 18-21). El shogunato Tokugawa, cuya capital era Edo, prescribió esta división yendo más allá de la economía de las regiones recién anexadas: las restricciones a los ainu y a los pobladores de Ryukyu eran lingüísticas, de vestuario, de peinados e inclusive de “misiones ceremoniales”. Por consiguiente, la asimetría era evidente; el Japón septentrional era menos custodiado y culto que el Japón meridional. La redefinición del statu quo consistiría, desde el siglo XVIII, en el reemplazo del orden ka-i por el estado-nación.
Desde el punto de vista japonés, lo nuevo no era la noción de frontera: Japón estaba lleno de fronteras, líneas bien demarcadas y bien vigiladas que separaban un territorio soberano de otro, o (en el caso de Matsumae) que separaban la zona de asentamientos japoneses del territorio ainu. Se trataba más bien de la idea de frontera como una línea única e inequívoca que marcaba el límite entre una nación y otra, en vez de la idea (heredada de la concepción china del mundo) de una serie de fronteras que marcaban progresivamente grados cada vez mayores de diferencia. (p. 22)
La transición no fue instantánea y requirió una actualización administrativa que buscó “mezclar las sociedades de la periferia con la imagen oficial de una nación unida y centralizada” (p. 25). Por tanto, Japón adoptó las ideas occidentales con el objeto de impulsar el bunmei (p. 26): un modelo de civilización que fuera sinónimo de progreso y riqueza a los ojos del gobierno Meiji, el cual tomó medidas político-jurídicas para alcanzar la asimilación de los ainu, en la prefectura de Hokkaido, y del disuelto reino de Ryukyu en 1879, en la prefectura de Okinawa.
Consecuentemente, el nuevo imperio nipón se hizo más competitivo y más totalizador de la cultura japonesa que en el periodo Tokugawa mediante estrategias de “estandarización social”: la lengua oficial, el sistema educativo y el reclutamiento militar (p. 30). La identidad, que otrora se clasificó según las costumbres, se delimitó de acuerdo al nivel de desarrollo (p. 31) y a la etnicidad (p. 35), aparte de que en el siglo XX hubo debates sobre la “japonesidad” de los ainu y de los ryukyuanos (pp. 32-34).
En efecto, en el tercer capítulo (Naturaleza) se muestra que estos debates también abordaron las “líneas divisorias” del medio ambiente japonés, el cual ha sido percibido de maneras variopintas en el transcurso de su historia gracias a la forja de “un acopio de vocabulario y de imágenes cruciales” que fueron útiles para el ensamblaje de la identidad nacional (p. 42). En el periodo Tokugawa (1603-1868) hubo un predominio del neoconfucianismo, de la metafísica y del conservacionismo sustentado en “la imagen de los seres humanos como partes de un todo más amplio, pero como partes que tienen un papel especial que desempeñar en la sobrevivencia y el crecimiento del todo” (p. 45); dicho conservacionismo, en el kaibutsu (“la apertura de las cosas”) de Kaibara Ekiken (1630-1714) y de Miyasaki Yasusada (1623-1697), tenía un fin utilitario y moralizante (pp. 46-47), aunque hay otras concepciones afines que se traerán a colación.
- Hiraga Gennai (1729-1780): su mayor influencia fue un texto chino escrito por Song Yingxing al término de la dinastía Ming (p. 48). Contrario a Ekiken y Yasusada, quienes fueron más teóricos y agrícolas, Gennai fue más práctico y tecnológico; él fue partidario del descubrimiento, experimentación y explotación de los recursos naturales para poner a flote la frágil economía japonesa a través de la producción minera y manufacturera sin dejar de lado los productos del campo (pp. 50-51). Sus propuestas no fueron recibidas a plenitud hasta el siglo XIX.
- Motoori Norinaga (1730-1801): inspirado por el taoísmo, Norinaga se opuso al confucianismo, al racionalismo y a los sabios nipones que se anclaron en las ideas chinas. Su filosofía, por tanto, la edificó en base a los sentimientos evocados por la naturaleza, a la superioridad del ser humano y a las “tradiciones nativas”; el “sintoísmo natural” (shizen no shinto) que mediante argumentos religiosos otorgaba a Japón una condición sagrada, inmaculada, legendaria y mítica (pp. 53-54).
- Sato Nobuhiro (1769-1850): él tuvo una “filosofía híbrida” en la cual juntó la política china, las teorías japonesas y el conocimiento importado de Europa. Ideológicamente, Nobuhiro coincidió con Ekiken y Yasusada en el “desarrollo de la naturaleza” para lograr la moral humana, con Gennai en el aprovechamiento de los recursos naturales y con Norinaga en las creencias sintoístas (pp. 55-57). Su kaibutsu fue utópico y militarista.
A finales del siglo XIX y a principios del siglo XX, la modernización de Japón no perjudicó las discusiones sobre la relación entre el Homo sapiens y el entorno natural, sino que las reforzó; el kaibutsu de la era Tokugawa fue la justificación por excelencia para el veloz avance de la nación en la época Meiji, aunque esta noción fue reinterpretada tanto para apoyar la industrialización (pp. 58-59) como para criticarla (pp. 60-62). En el periodo de entreguerras, Watsuji Tetsuro (1889-1960), influido principalmente por los filósofos alemanes Wilhelm Dilthey y Martin Heidegger, expuso el concepto de fudo en el cual “las sociedades humanas están profundamente determinadas por su entorno natural”; Japón era un caso “exclusivo” donde había un correlato entre las dualidades climáticas y las dualidades emocionales (pp. 63-65).
Sin embargo, en el cuarto capítulo (Cultura) se revela que los tratados no se relegaron a la naturaleza, pues lidiaron con un concepto mucho más abstracto y hasta etimológicamente controvertido (pp. 69-72): el de cultura (bunka).
La cultura fue objeto de las “teorías de la singularidad japonesas” (p. 73), las cuales tienen tres figuras importantes que discurrieron introspectivamente en su esquivo significado: en la filosofía de Nishida Kitaro (1870-1945) era una “conciencia” formada por “la relación entre el pueblo japonés y el espacio territorial que ocupaba” que era presidida por el emperador (p. 74); en la etnografía de Yanagita Kunio (1875-1972) poseía una versatilidad en la cual las tradiciones locales debían ceder para abrir paso a la “cohesión social” de la nación (p. 78); y en la antropología de Ishida Eiichiro (1903-1968) era un “organismo” que se podía escudriñar con el método científico (pp. 82-85).
Como hemos visto arriba, las disecciones terminológicas sobre la cultura estuvieron cargadas de imprecisiones, pero no es sino en el quinto capítulo (Raza) cuando observamos que estas disquisiciones nadaron en aguas más profundas, arándose así en un campo delicado en el cual Japón sembró la segregación racial que tuvo como precursoras la exclusión religiosa, social, política y cultural (pp. 92-94). A finales del siglo XIX, el Japón moderno ya empleaba las nociones de “raza” (jinshu) y, con mayor predilección (pp. 95-98), de “grupo étnico” (minzoku), las cuales se popularizaron rápidamente, acentuaron la marginación de los okinawanos y de los ainu e incrementaron los roces con sus colonias en Asia (i.e., Taiwán, Sakhalin del Sur, Kwantung, Corea, Manchuria, el Norte de China y los dominios de ultramar en el Pacífico).
Hubo tres doctrinas preponderantes sobre la “superioridad japonesa” (p. 99) en los años póstumos a la Primera Guerra Mundial. Por un lado, en la de la homogeneidad “se esgrimía que los japoneses estaban vinculados por sangre con una sola familia imperial, cuyos orígenes se remontaban a la era de los dioses”; el linaje nipón era ininterrumpido, inmarcesible, unívoco y tenía una anatomía privilegiada (pp. 100-101). En la de la heterogeneidad, por el contrario, se reconocía el mestizaje que en dictámenes como el de Kita Sadakichi (1871-1939) garantizaba la permanencia de “los elementos culturales más adecuados” en la que “lo inferior” era digerido por “lo superior” (pp. 102-103). No obstante, en la el del “destino humano universal” había un giro retórico en el cual la primacía “siempre se expresa en términos de espiritualidad, moral emoción y lealtad, y nunca en términos de raza biológica” (p. 106).
Las críticas y debates sobre la raza de mayor envergadura llegaron a su cúspide en la guerra del Pacífico, y dos de sus máximos exponentes fueron Shinmei Masamichi (1898-1984) y Kada Tetsuji (1895-1964). Ambos catedráticos concordaron en su rechazo categórico a las teorías raciales de la Alemania nacionalsocialista (p. 109), pero difirieron en su conceptualización del minzoku; para Masamichi era una “etnia o carácter distintivo” que reunía grandes sociedades de “tribus que se aglutinaron”, mientras que para Tetsuji era una sociedad humana cuya identidad es una imagen instituida por el estado-nación (pp. 110-111).
Para determinar su impacto en el imperialismo nipón, las “reinterpretaciones posbélicas” repasaron dichas ideas y a sus antecesoras (pp. 114-115), aunque desde una mirada más sobria tales reinterpretaciones hicieron una reducción demasiado simple de la historia porque se ignoró la complejidad y las discrepancias entre los hechos y los documentos en los cuales se escribieron. Detrás del mito del Japón multiétnico, tolerante y asimilador estuvo una potencia oriental opresora que fue responsable de cuantiosos atropellos tanto a sus colonos como a sus inmigrantes; ni siquiera los japoneses recatados en su “fervor patriótico” se libraron de ser etiquetados peyorativamente (pp. 116-118). A la postre, Japón perdió la guerra, aunque allí continuó el racismo y las discusiones sobre el minzoku (pp. 119-121).
Además de la discriminación racial, la sexualidad es un tema al que se dedica el sexto capítulo (Género) en el cual Japón tiene una identidad que diferenció lo masculino de lo femenino y estableció el marco de referencia en el que la mujer nipona debía encajar en la sociedad. En este segmento se inquieren al respecto algunas facetas que se pueden sintetizar de la siguiente manera:
- La posición de la mujer obtuvo sus cambios más radicales durante y después de la Segunda Guerra Mundial, si bien desde la era Meiji hubo mano de obra femenina en las industrias. Las reformas sociales más sustanciales (e.g., la participación de la mujer en la política) entraron en vigor después de 1945 (pp. 124-127).
- Hubo varios acercamientos ideológicos que abordaron los roles del hombre y de la mujer en el Japón moderno. Los de mayor importancia fueron el filosófico-tradicionalista (pp. 128-130), el nacionalista (pp. 130-133), el feminista-liberal (pp. 134-138), el conservador (pp. 139-142), el patriarcal (pp. 142-146) y el matriarcal (pp. 146-147).
- Japón no siempre giró en torno a la feminidad porque prevaleció el concepto de la familia, el cual atenuaba o subrayaba las diferencias de género según las circunstancias. Desde la posguerra, la identidad nacional tuvo sobre sí un cúmulo de disertaciones relacionadas al sexo que hablaron (y hablan aún) de la “japonesidad”, la ecología, las imágenes culturales y el maltrato a la mujer (pp. 151-156).
El examen historiográfico, empero, se extiende en el séptimo capítulo (Civilización) a indagaciones más intrincadas. Desde mediados del siglo XX, la “teoría de la civilización” se ha revivido con miras a la superación del eurocentrismo y del materialismo dialéctico en el discurso académico (pp. 159-160), contando para ello con varias contribuciones en el análisis del Japón contemporáneo; de todas ellas, hubo tres que abarcaron una tríada de nociones relevantes.
- Civilización y cultura: según Ueyama Shumpei (1921-2012), la cultura implica lo inmaterial y la civilización es una cultura “que ha excedido un cierto nivel de desarrollo”. Japón, que se rige por un sistema imperial, es el portador del “antídoto” para remediar los males sociales y espirituales ocasionados por la industrialización traída de Occidente y la nación cuya cultura “absorbe con facilidad elementos del extranjero” (pp. 161-162).
- Civilización y minzoku: de acuerdo a Kawakatsu Heita (1948), hay una estrecha relación entre la economía y el minzoku, además de una construcción de la historia mediante el intercambio y la pugna entre grupos étnicos (el equivalente nipón de la “lucha de clases” de Karl Marx). Japón tiene un pretérito con lecciones provechosas y “se exhibe como un caso ejemplar” de cultura mixta (pp. 164-167).
- Civilización y progreso: Ito Shuntaro (1938) considera que la humanidad tuvo saltos decisivos en etapas y sitios diversos; las “revoluciones”. El ocaso de la industrialización y del mecanicismo es la señal indicadora de una visionaria “revolución biomundial” (sei sekai kakumei) encabezada por Japón (pp. 168-170).
Acto seguido se cuestionan todas esas contribuciones a través de la exposición de sus puntos débiles que fueron deconstruidos desde finales de la década de 1980. A juicio de los críticos, los postulados de la “teoría de la civilización” tienen fallos que van de su pobre rigurosidad científica a su espíritu generalizador en detrimento de las manifestaciones culturales particulares; hay, inclusive, un sesgo geográfico en el que Japón exuda una reminiscencia del orden ka-i. Paradójicamente, el posteurocentrismo nipón no ha podido desprenderse de las ideas occidentales (pp. 172-179).
Si para Japón fue imposible desasirse del pensamiento occidental, es evidente que no hubo modo de resistirse a la internacionalización descrita en el octavo capítulo (Globalización), en el cual se relata cómo esta nación reestructuró su identidad al abandonar su aislamiento para tejer sus vínculos con el extranjero. Esta remodelación, desde la segunda mitad del siglo XIX, arrancó ajustándole a Japón las convenciones políticas, jurídicas, sociales y científicas de Occidente, las cuales generaron puntos de contraste entre el paradigma epistemológico japonés y el europeo o el norteamericano (pp. 187-188), además de que reemplazaron (p. 184), mejoraron o se integraron con las tradiciones locales (pp. 185-186).
(…) gran parte de la investigación científica en Japón a fines del siglo XIX implicó volver a dar forma a las tradiciones técnicas existentes de elaboración de lacas, producción de seda y manufactura de cerámica, etc., y transformarlas al lenguaje global de la ciencia moderna. Se elaboraron fórmulas científicas para barnices, lacas y tintes que en muchos de los casos se habían usado durante siglos, y se llevaron a cabo experimentos para comparar las propiedades y la efectividad de diversas técnicas tradicionales. Es decir, el contenido local se reformateó para que fuera incorporado al marco de la ciencia moderna estandarizado mundialmente. Esto brindó a su vez la base para que cada vez mejoraran más las técnicas tradicionales y, a la larga, para que se llegara a innovaciones patentables.
Ulteriormente, desde la última década del siglo XIX hasta el periodo de entreguerras Japón no sólo discutió activamente su identidad (p. 189) y su situación geográfica (p. 192), sino que dosificó a sus colonias los frutos provistos por la globalización con el objeto de perpetuar su dominio imperial sobre éstas (p. 191).
(…) Japón empezó a crear un imperio colonial dentro de las décadas en que iniciaba su incorporación plena al sistema global. Por lo tanto, sus subregímenes nacionales no estaban simplemente configurados para encajar en los formatos del orden global, sino que también se exportaban con ciertas modificaciones a las colonias. Lo mismo que otros sistemas coloniales, el imperio japonés constituía esencialmente una estructura de dos pisos. Las instituciones del “Japón propiamente dicho” ―Naichi― proporcionaban el modelo básico para las colonias, pero fueron adaptadas de diferentes maneras para mantener el control del colonizador sobre el colonizado. En general, la política colonial era a la vez sumamente asimilacionista y sumamente discriminatoria. En realidad, la asimilación y la discriminación eran caras opuestas de la misma moneda: para convertir a los súbditos coloniales ―a menudo reacios― en “japoneses” era necesario que el estado interviniera en la vida privada y restringiera los derechos individuales mucho más en las colonias que en el “Japón propiamente dicho”.
Más tarde, desde 1950 hasta 1970 Japón entró en “una segunda fase de la globalización” caracterizada por tener “una nueva ola de interés en el análisis y la definición de la identidad nacional” abanderada por la “singularidad japonesa”. Japón tuvo muchos cambios positivos como reformas a la Constitución, un auge económico y educativo, y primordialmente su adhesión a las organizaciones internacionales (pp. 193-196). En la “era de los signos” (1970-mediados de la década de 1990), Japón se convirtió en un vendedor masivo de bienes, servicios y cultura (e.g., películas, series de televisión, tecnología, medios de comunicación, anime, videojuegos), en un receptáculo de inmigrantes e inversionistas y en una tierra sobre la que se reclama la equidad de los ainu y de los okinawanos (pp. 197-207).
En la actualidad, y según el noveno capítulo (Democracia), Japón es un país que encara el “ahuecamiento” de su sistema democrático (pp. 211-216), los tropiezos en su política interna (pp. 216-220), y el desafío de la crítica de un multiculturalismo (pp. 222-223) que se ha propuesto en medio del dilema entre el modelo “liberal” y el “corporativo” (pp. 225-226). El Japón cosmopolita está bajo la lupa de Morris-Suzuki (pp. 227-234), quien luego de recapitular algunas ideas expuestas previamente y de elucidar sobre la identidad, la cultura y la etnicidad, concluye (pp. 239-240):
La creciente diversidad étnica en el Japón contemporáneo no es, entonces, importante sólo porque crea un “multiculturalismo” en el que las culturas importadas coreana, china o filipina, o las culturas indígenas de Okinawa y de los ainu son reconocidas como ocupando un lugar junto a la cultura “japonesa principal”. Más bien, la reciente diversidad étnica cumple con la función desafiante de enfocar las luces en torno a la noción de “cultura”, obligándonos a reconsiderar las tranquilizadoras imágenes de homogeneidad y armonía que transmite la palabra. En el proceso, se vuelve necesario reconocer las múltiples identidades de las que participan todos los individuos. La cuestión no es simplemente el reconocimiento y la “tolerancia” de la diferencia hacia los ainu o coreanos, sino un reconocimiento de la diferencia que siempre ha existido dentro de la categoría “japonés”. Y esta diferencia existe a su vez no sólo porque haya tohoku-kei nihonjin y kyushukey nihonjin (japoneses de diversas ascendencias regionales) así como okinawakei nihonjin o kankoku-kei nihonjin (japoneses de ascendencia okinawana o coreana), sino porque no se puede encerrar a los individuos dentro de grupos culturales limitados que aseguren la “semejanza”, sino que hay puntos en los que se entrecruzan muchas corrientes de conocimiento y muchas dimensiones de la identidad. La ciudadanía cultural y la democracia cultural no dependen de la tolerancia de la “mayoría” hacia las “minorías”, sino de la capacidad de cada quien para poner en duda la categorización que produce la imagen imperiosa de “mayoría” y “minorías”.
Japón es para muchos occidentales un lugar tan compacto que describirlo resultaría sencillo hasta con los típicos estereotipos. Sin embargo, las imágenes de Japón a las que estamos habituados (e.g., sushi, robots, manga, samuráis) suelen ser verdades a medias (o en el peor de los casos, mentiras) que no componen sino una ínfima porción de la realidad de esta nación. Japón es, como se puede contemplar en el aporte de Tessa Morris-Suzuki, un rincón de Asia que merece una observación profunda, reflexiva y menos superficial en los vaivenes de su multiplicidad cultural.
Bibliografía:
-Morris-Suzuki, Tessa (1998). Cultura, etnicidad y globalización. La experiencia japonesa (Isabel Vericat Núñez, trad.). Coyoacán, México. Siglo Veintiuno Editores.
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