Se suponía que el nazismo (o nacionalsocialismo) debía desaparecer en 1945, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, de ella sólo quedaron reductos de personas seguidoras del Führer, grupos pequeños que no fueron sino las cenizas de un colectivo imaginario cuyo epicentro fue la nación occidental emblemática del Eje, Alemania. Transcurrieron los juicios de Nuremberg y se realizó una incesante cacería de los criminales fugitivos de guerra, además de una reconstrucción veloz de dicho país recién destruido por las armas. La historia universal tomó nuevos giros en otras zonas del globo terráqueo mientras muchos consideraban al Tercer Reich como un torrente de aguas pasadas.
La ola del neonazismo surgió como la última expresión del fascismo alemán, la cual buscó desde sus inicios la reivindicación de Adolf Hitler y su legado. En Europa, sus voces se toparon con un enconado rechazo de la vox populi o apenas encontraron eco en medio de los ruidos de la Guerra Fría. No obstante, en América, y específicamente en América Latina, germinaron sus semillas hasta convertirse en árboles de un dogma germánico que pese a la crítica ha encontrado su lugar entre los ciudadanos. Obviamente, las células de este credo político no han podido propagarse con la fuerza ni el apoyo suficiente como para alcanzar el empuje esperado por sus simpatizantes, aunque sí han tenido las fuerzas necesarias para mantener a flote los restos de un submarino ideológico que se creía hundido. Sigue leyendo
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